PROLOGO
Febrero de 2007.
Cada
historia es tan singular como cada persona que la cuenta y las mejores
historias son aquellas
con un final inesperado. Por lo menos, eso es lo que Travis Parker recordaba
que su padre le
decía de niño. Se acordaba de que su padre se sentaba en la cama, a su lado, y
que fruncía los labios
en una sonrisa cuando Travis le suplicaba que le contara una historia.
—¿Qué
clase de historia quieres? —le preguntaba.
—¡La
mejor de todas! —contestaba Travis.
A
menudo, su padre permanecía sentado en silencio durante unos breves momentos,
hasta que se le
iluminaban los ojos. Entonces, rodeaba a Travis con un brazo y en un tono de
voz suave y armonioso
empezaba a hilvanar un relato que frecuentemente mantenía al niño despierto
hasta mucho
rato después de que su padre hubiera apagado las luces. Los ingredientes solían
ser siempre los mismos: aventura, peligro, emoción y viajes que tenían por escenario el
pequeño pueblo
costero de Beaufort, en Carolina del Norte, el lugar que había visto crecer a
Travis Parker y al que
él seguía denominando «hogar». Aunque pareciera extraño, en la mayoría de esas
historias solían
aparecer osos. Osos grises, pardos, osos Kodiak de Alaska... Su padre no era
muy fiel a la realidad
cuando se trataba de describir el hábitat natural de los osos. Más bien se
centraba en las espeluznantes
escenas de persecución a lo largo de arenosos parajes desolados, que después le provocaban
a Travis unas pesadillas recurrentes que lo aterrorizaron hasta bien entrados
los once años, y
en las que siempre veía a unos feroces osos polares que corrían por las
tranquilas playas de
Shackleford Banks. Sin embargo, por más aterradoras que fueran las historias
que su padre se inventaba,
no podía evitar preguntarle: «¿Y después qué pasó?».
Para
Travis, aquellos días le parecían vestigios inocentes de otra era. Ahora tenía
cuarenta y tres
años, y mientras aparcaba el coche en la zona de estacionamiento del Hospital
General Carteret,
donde su esposa había trabajado los últimos diez años, pensó nuevamente en
aquellas palabras
que le decía su padre.
Salió del
automóvil y cogió el ramo de flores que llevaba. La última vez que había
hablado con su
esposa, se habían peleado, y lo que más deseaba era retractarse y poder reparar
el daño causado.
No esperaba que las flores ayudaran a mejorar las cosas entre ellos, pero no se
le ocurría qué más
podía hacer. Asumía toda la responsabilidad de lo que había sucedido, pero sus
amigos casados
le habían asegurado que el sentimiento de culpa era la piedra angular de
cualquier matrimonio
sano. Significaba que la conciencia no descansaba, que los valores se mantenían
en alta
estima, y, por consiguiente, era mejor evitar los sentimientos de culpa. A
veces sus amigos admitían
sus propios fallos en sus relaciones conyugales, y Travis suponía que el mismo
cuento se podría
aplicar a cualquier pareja en el mundo. Tenía la impresión de que sus amigos se
lo decían para
consolarlo, para recordarle que nadie era perfecto, que no debería ser tan duro
consigo mismo.
«Todos cometemos errores», le decían, y a pesar de que él asentía con la cabeza
como si realmente
los creyera, sabía que ellos jamás comprenderían el calvario que estaba
viviendo. No, no
podían. Después de todo, sus esposas seguían compartiendo el lecho con ellos
cada noche; ninguno
de sus amigos había estado separado tres meses de su mujer, ninguno de ellos se preguntaba
si su matrimonio volvería a ser lo que un día fue.
Mientras
cruzaba el aparcamiento, pensó en sus dos hijas, su trabajo, su esposa. En
aquel momento,
ninguno de esos pensamientos le reconfortaba. Se sentía como si estuviera
fracasando en cada
faceta de su vida. Últimamente, la felicidad parecía un estado tan distante e
inalcanzable como un
viaje espacial. No siempre se había sentido así. Recordó que, durante un largo
periodo de su
vida, se había sentido muy feliz. Pero las cosas cambian. La gente cambia. El
cambio es una de las
inevitables leyes de la naturaleza, que pasa factura a cada persona, sin
excepción. Uno comete errores,
empieza a sentir remordimientos, y lo único que queda son las repercusiones que provocan
que algo tan simple como levantarse de la cama cada mañana parezca casi
laborioso.
Travis
sacudió la cabeza y enfiló hacia la puerta del hospital, imaginándose a sí
mismo como el niño
que había sido, atento a las historias de su padre. Sonrió sorprendido al
pensar que su propia vida
había sido la mejor historia de todas, la clase de historia que merecería
concluir con un final feliz.
Mientras se acercaba a la puerta, notó el embate familiar de los recuerdos y
del remordimiento.
Sólo
más tarde, después de dejar que los recuerdos se apoderasen nuevamente de él,
se preguntó qué pasaría después.
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