domingo, 23 de junio de 2013

En Nombre del Amor - Nicholas Sparks (Capitulo 1)

PRIMERA PARTE
Capitulo 1
Mayo de 1996.
—Dime otra vez cómo es posible que haya accedido a echarte una mano con esto.
Matt, con la cara sofocada y sin dejar de refunfuñar, continuaba empujando el jacuzzihacia el enorme hoyo rectangular recién excavado en la otra punta de la terraza. Le patinaban los pies; podía notar que le resbalaban las gotas de sudor por la frente hasta encarrilarse por las comisuras de los ojos, y que le provocaban un intenso escozor. Hacía calor, un calor espantoso, aunque fuera a principios de mayo. Un excesivo y horroroso calor, para estar allí realizando aquel trabajo, de eso no le cabía la menor duda. InclusoMoby, el perro de Travis, había buscado cobijo a la sombra y n dejaba de jadear, con un palmo de lengua fuera.
Travis Parker, que empujaba la gigantesca caja junto a él, se encogió de hombros como pudo.
—Porque pensaste que sería divertido —apuntó. Bajó el hombro y propinó otro empujón; el jacuzzi (que debía de pesar unos ciento ochenta kilos) apenas se movió unos centímetros. A ese paso, estaría colocado en su sitio algún día de la semana siguiente.
—Esto es ridículo —protestó Matt, sumando su peso al de la caja; pensó que lo que realmente necesitaban ahora era un par de muías.
El dolor en la espalda era insoportable. Por un momento, visualizó sus orejas explotando a ambos lados de la cabeza a causa de la gran tensión, y después saliendo disparadas como cohetes de botella, esos petardos que él y Travis solían lanzar cuando eran niños.
—Eso ya lo habías dicho antes.
—Y no es divertido —gruñó Matt.
—Eso también lo habías dicho.
—Y no será nada fácil instalar este trasto.
—¡Qué va, hombre! —lo animó Travis. Se detuvo y señaló el texto impreso en la caja—. ¿Lo ves? Aquí dice: «Fácil de instalar».
Desde su lugar privilegiado a la sombra del árbol, Moby —un bóxer de pura raza— ladró como si pretendiera mostrar su conformidad, y Travis sonrió abiertamente, visiblemente henchido de satisfacción.
Matt esbozó una mueca de fastidio al tiempo que intentaba recuperar el aliento. Detestaba ese gesto engreído de su amigo. Bueno, no siempre. A decir verdad, casi siempre le encantaba el entusiasmo desinhibido de Travis. Pero en esos momentos no. Definitivamente no.
Matt sacó el enorme pañuelo que guardaba en el bolsillo de la parte de atrás del pantalón. La tela, empapada de sudor, le había dejado una enorme mancha en los pantalones. Se secó la cara y retorció el pañuelo con un rápido movimiento. Mil gotas de sudor se estrellaron contra su zapato, como caídas de un grifo mal cerrado. Él contempló la visión, ensimismado, antes de notar que las gotas se filtraban por la fina malla de su calzado. Acto seguido, sintió una agradable sensación pegajosa en los dedos del pie. Genial. No se podía pedir más.
—Si no recuerdo mal, dijiste que Joe y Laird vendrían a ayudarnos con tu «pequeño proyecto», y que Megan y Allison prepararían unas hamburguesas, y que también habría cerveza. ¡Ah! ¡Y que, como máximo, sólo tardaríamos un par de horas en instalar este cacharro!
—Están a punto de llegar —apuntó Travis.
—Eso mismo dijiste hace cuatro horas.
—Se están retrasando un poco, eso es todo.
—O quizás es que ni siquiera los has llamado.
—Claro que los he llamado. Y traerán a los niños, también. Te lo prometo.
—¿Cuándo?
—Muy pronto.
—¡Ja! —espetó Matt. Embutió el enorme pañuelo arrugado nuevamente en el bolsillo—. Y por cierto, suponiendo que no lleguen pronto, dime: ¿cómo diantre esperas que nosotros dos solos metamos este trasto en el agujero?
Travis mostró su despreocupación con un leve movimiento de la mano, y acto seguido se giró hacia la caja.
—Ya veremos. De momento, piensa en lo bien que lo estamos haciendo. Ya casi estamos a mitad del camino.
Matt volvió a torcer el gesto. Era sábado. ¡Sábado! Su día de descanso, su oportunidad para escapar al yugo de las obligaciones semanales, la merecida tregua que se había «ganado» después de cinco días trabajando en el banco, la clase de día que «necesitaba». ¡Era cajero, por el amor de
Dios! Se suponía que tenía que ensuciarse las manos con papeles, ¡y no con una maldita bañera para hidromasaje! ¡Podría haberse pasado el día repanchigado, viendo un partido de béisbol de los Braves contra los Dodgers! ¡Podría haber ido a jugar al golf! ¡Podría haber ido a la playa! Podría haberse quedado haciendo el remolón en la cama con Liz, antes de ir a casa de los padres de ella, como solían hacer cada sábado, en vez de levantarse al alba para realizar un tremendo esfuerzo físico durante ocho horas seguidas bajo aquel sol abrasador...
Se quedó un momento pensativo. ¿A quién pretendía engañar? De no estar allí, seguramente habría pasado el día con los padres de Liz, lo cual era, sin lugar a dudas, el motivo principal por el que había aceptado la petición de Travis. Pero ésa no era la cuestión. La cuestión era que no le encontraba sentido a lo que estaba haciendo. Ni loco.
—¡Mira, me niego a seguir! —dijo, visiblemente exasperado—. ¡De verdad, paso!
Travis reaccionó como si no lo hubiera oído. Emplazó las manos nuevamente en la caja y se colocó en posición para empujar.
—¿Estás listo?
Matt bajó el hombro, enojado. Le temblaban las piernas. ¡Sí, le temblaban! En esos momentos ya sabía que a la mañana siguiente tendría que recurrir a una doble dosis de antiinflamatorio para aliviar el espantoso dolor muscular. A diferencia de Travis, no se ejercitaba en el gimnasio cuatro días por semana, ni jugaba al pádel, ni salía a correr un rato cada día, ni se escapaba a Aruba a practicar submarinismo, ni a Bali a hacer surf, ni a Vail a esquiar, ni ninguna actividad similar a las que su amigo solía dedicarse.
—No es divertido, ¿sabes?
Travis le guiñó el ojo.
—Eso ya lo habías dicho antes, ¿recuerdas?
—¡Ahí va! —exclamó Joe, enarcando una ceja mientras daba una vuelta lentamente alrededor de la bañera para hidromasaje.
Por entonces, el sol ya había iniciado su lento descenso, y los rayos dorados se reflejaban en la bahía. A lo lejos, una garza alzó el vuelo entre los árboles y sobrevoló la superficie con elegancia, dispersando la luz. Joe y Megan habían llegado unos minutos antes con Laird y Allison, y con los niños a rastras, y Travis les estaba mostrando su nueva adquisición.
—¡Es fantástico! ¿Y habéis hecho todo este trabajo hoy?
Travis asintió, con una cerveza en la mano.
—¡Bah! ¡Tampoco ha sido para tanto! —dijo—. Incluso diría que Matt se lo ha pasado bien.
Joe echó un vistazo a Matt. El pobre estaba derrumbado en una tumbona en un extremo de la terraza, con la cabeza cubierta con un paño frío. Incluso su vientre —Matt siempre había sido bastante rollizo— parecía hundido.
—Ya veo.
—¿Pesaba mucho?
—¡Como un sarcófago egipcio! —masculló Matt—. ¡Uno de esos de oro macizo que sólo se pueden mover con una grúa!
Joe se puso a reír.
—¿Se pueden meter los niños?
—Todavía no. Acabo de llenarlo, y hay que esperar un rato hasta que el agua se caliente. El sol ayudará a caldearla.
—¡Este sol abrasador la calentará en sólo unos minutos! —gimoteó Matt—. ¡Mejor dicho, en segundos!
Joe sonrió burlonamente. Laird y los otros tres se conocían desde el jardín de infancia.
—Un día duro, ¿eh, Matt?
Matt se apartó el paño de la frente y miró a Joe con cara de pocos amigos.
—Ni te lo puedes llegar a imaginar. ¡Ah! Por cierto, gracias por venir a la hora convenida.
—Travis me dijo que viniéramos a las cinco. Si hubiera sabido que necesitabais ayuda, habría venido antes.
Matt desvió su mirada furibunda hacia Travis. Realmente, a veces odiaba a su amigo.
—¿Cómo está Tina? —preguntó Travis, cambiando de tema—. ¿Megan ya puede dormir por la noche?
Megan estaba charlando animadamente con Allison en la mesa que había en el otro extremo de la terraza, y Joe la observó unos instantes antes de contestar:
—Más o menos. Tina ya no tose y vuelve a dormir toda la noche de un tirón, pero a veces creo que es Megan la que tiene problemas para conciliar el sueño. Al menos desde que nació Tina. A veces se levanta incluso cuando la niña no ha dicho ni pío. Es como si el silencio la despertara.
—Es una buena mamá —aseveró Travis—. Siempre lo ha sido.
Joe se giró hacia Matt y le preguntó:
—¿Y Liz?
—Estará al caer —contestó su amigo, con una voz de ultratumba—. Ha pasado el día con sus padres.
—Qué bien —comentó Joe.
—Vamos, no te pases; son buenas personas.
—Si no recuerdo mal, hace poco me dijiste que si tenías que sentarte otra vez a escuchar las batallitas de tu suegro sobre su cáncer de próstata o a tu suegra lamentándose de que, por favor, no echaran a Henry otra vez del trabajo (aunque la culpa no fuera de él) meterías la cabeza en el horno.
Matt hizo un esfuerzo por incorporarse.
—¡Yo nunca dije eso!
—Sí que lo hiciste. —Joe le guiñó el ojo, al tiempo que Liz, la esposa de Matt, aparecía por la esquina con el pequeño Ben delante de ella, bamboleándose con los pasos inseguros propios de un bebé—. Pero no te preocupes. No diré ni una sola palabra.
Los ojos de Matt se desplazaron nerviosamente de Liz a Joe, y de nuevo a Liz para constatar si ella los había oído.
—¡Hola a todos! —exclamó Liz, saludando con el brazo, distendidamente, guiando al pequeño
Ben con la otra mano. Se abrió paso directamente hacia Megan y Allison. Ben se zafó de su mano y, bamboleándose, se dirigió hacia los otros niños que jugaban en la terraza.
Joe vio que Matt suspiraba aliviado. Esbozó una sonrisita y bajó la voz.
—Así que... los suegros de Matt, ¿eh? ¿Es así como lo convenciste para que te echara una mano?
—Es posible que comentara algo al respecto. —Travis sonrió socarronamente.
Joe se echó a reír.
—¡Eh, vosotros dos! ¿Se puede saber de qué estáis hablando? —los exhortó Matt, con recelo.
—Nada —respondieron al mismo tiempo.
Más tarde, con el sol ya muy bajo y la cena acabada, Moby se acurrucó a los pies de Travis.
Mientras escuchaba a los niños chapotear en el jacuzzi, Travis se sintió plenamente satisfecho. Era su clase de atardecer favorito, en que el tiempo transcurría perezosamente entre el sonido de risas compartidas y de bromas inofensivas. Allison podía estar hablando relajadamente con Joe, y al cabo de unos minutos estar charlando con Liz, y después con Laird o con Matt; y el resto de sus amigos se mostraban igual de relajados, sentados alrededor de la mesa en la terraza. Sin apariencias forzadas, sin fanfarronerías, sin burlas para ridiculizarse los unos a los otros. A veces pensaba que su vida se asemejaba a la de un anuncio de cerveza y, en general, se sentía complacido simplemente dejándose llevar por la corriente de buenos sentimientos.
De vez en cuando, una de las mujeres se levantaba para ir a ver cómo estaban los niños. Laird,
Joe y Matt, por otro lado, se limitaban a ejercer sus deberes paternos en tales ocasiones alzando a veces la voz con el deseo de apaciguar a los niños o evitar peleas o accidentes fortuitos. Lo más habitual era que uno de los pequeños pillara alguna rabieta, pero la mayoría de los problemas se resolvían con un rápido beso sobre el rasguño de la rodilla o un abrazo que era tan tierno de presenciar a distancia como lo debía de ser para el niño que lo recibía.
Travis contempló a sus compañeros, encantado de que sus amigos de infancia no sólo se hubieran convertido en unos buenos esposos y padres, sino que además siguieran formando parte de su vida. No siempre sucedía así. A los treinta y dos años, sabía que la vida a veces podía ser como una tómbola, y él había sobrevivido a un excesivo número de accidentes y de tropiezos, incluso a algunos que deberían haberle dejado más secuelas de lo que en realidad habían hecho.
Pero no se trataba únicamente de eso. La vida era impredecible. Algunas de las personas que había conocido a lo largo de su vida habían fallecido en accidentes de tráfico, se habían casado y divorciado, se habían vuelto adictos a las drogas o al alcohol, o simplemente se habían marchado de aquella pequeña localidad, por lo que sus caras empezaban a desdibujarse en su mente.
¿Cuáles eran las probabilidades de que ellos cuatro —que se conocían desde la más tierna infancia— continuaran a los treinta y pocos años compartiendo los fines de semana? «Escasas», pensó. Pero, de algún modo, después de haber pasado juntos el acné de la pubertad, los primeros desencantos amorosos y la presión de sus padres en la adolescencia, para después separarse e ir a estudiar a diferentes universidades con distintos objetivos para sus vidas, al final, uno a uno, habían regresado a Beaufort. Más que un grupo de amigos, parecían una familia bien avenida, hasta el punto de compartir unos guiños y unas experiencias que cualquier persona ajena al grupo sería incapaz de comprender por completo.
Y portentosamente, las esposas también se llevaban bien. Provenían de diferentes ámbitos y lugares del estado, pero el matrimonio, la maternidad y el típico cotilleo inmanente en las pequeñas localidades eran motivos de suficiente peso para que se llamaran a menudo por teléfono y para estrechar los lazos entre ellas. Laird había sido el primero en casarse —él y Allison habían pasado por la vicaría el verano después de licenciarse en la Universidad de Wake Forest—.
Joe y Megan recorrieron el camino hacia el altar un año después, tras enamorarse durante el último curso en la Universidad de Carolina del Norte. Matt, que había estudiado en la Universidad de Duke, conoció a Liz en Beaufort, y un año después ya estaban casados. Travis había sido el padrino en las tres bodas.
Algunas cosas habían cambiado en los últimos años, por supuesto, básicamente a causa de los nuevos miembros de las familias. Laird ya no estaba siempre disponible a cualquier hora para salir con la bici de montaña; Joe tampoco podía irse a esquiar con Travis a Colorado improvisadamente, como antes solía hacer; y al final Matt había desistido de intentar seguir el ritmo de su amigo en prácticamente todas las actividades. Pero no se quejaba. Sus amigos aún le dedicaban un poco de su tiempo, y entre los tres —y con suficiente planificación— todavía era capaz de sacar el máximo partido a los fines de semana.
Perdido en sus pensamientos, Travis no se había dado cuenta de que todos se habían quedado callados.
—¿Me he perdido algo?
—Te he preguntado si has hablado con Mónica últimamente —dijo Megan, con un tono de voz que dejaba entrever que Travis estaba en apuros.
Travis pensó que sus seis amigos mostraban un interés excesivo en su vida amorosa. Lo malo de la gente casada era que creía que todo el mundo al que conocían debería casarse. Por consiguiente, cada mujer con la que Travis salía era irremediablemente sometida a una sutil evaluación, si bien inflexible, sobre todo por parte de Megan. Normalmente ella se erigía en la cabecilla del grupo, siempre dispuesta a descubrir qué era lo que a Travis le atraía de las mujeres.
Y Travis, por supuesto, disfrutaba de lo lindo provocándola.
—No, últimamente no —contestó él.
—¿Por qué no? Si es muy simpática.
«Sí, y está desquiciada del todo», pensó Travis, pero ésa era otra cuestión.
—Rompió conmigo, ¿recuerdas?
—¿Y qué? Eso no significa que no quiera que la llames.
—Pensé que «eso» era ni más ni menos lo que significaba.
Megan, Allison y Liz lo observaron fijamente, como si fuera un pobre pazguato. Sus tres amigos, como de costumbre, parecían estarlo pasando en grande. Su vida sentimental se había convertido en un tema recurrente en aquellas veladas.
—Pero os peleasteis, ¿no?
—¿Y qué?
—¿No se te ha ocurrido pensar que igual ella sólo rompió contigo porque estaba enfadada?
—Yo también estaba enfadado.
—¿Por qué?
—Porque quería convencerme para que fuera a ver a un terapeuta.
—Y... A ver si lo adivino... Tú le contestaste que no necesitabas ningún terapeuta.
—Mira, el día que aparezca con faldita de volantes y un gorrito con puntillas, entonces sí que necesitaré la ayuda de un terapeuta.
Joe y Laird se rieron a mandíbula batiente, pero Megan esbozó una mueca de fastidio. Megan, como todos sabían, no se perdía ni un solo programa de Oprah Winfrey, la inefable reina de las entrevistas televisivas.
—¿Me estás diciendo que no crees que los hombres puedan necesitar la ayuda de un terapeuta?
—Sé que yo no la necesito.
—Pero en general...
—No soy un general..., así que no sé qué contestarte.
Megan se recostó en la silla.
—Pues yo creo que Mónica reaccionó así por algún motivo. Si quieres conocer mi opinión, creo que tienes miedo a comprometerte formalmente con una chica.
—No te preocupes; no quiero tu opinión.
Megan se inclinó hacia delante.
—Veamos, ¿cuándo ha sido la vez que más has durado con una chica? ¿Dos meses? ¿Cuatro meses?
Travis ponderó la pregunta.
—Salí con Olivia casi un año.
—No creo que Megan se esté refiriendo a los años en el instituto —intervino Laird. A veces era obvio que a sus amigos les gustaba echar leña al fuego.
—Muchas gracias, Laird —le recriminó Travis.
—¿Para qué están los amigos?
—No cambies de tema —lo reprendió Megan.
Travis empezó a darse unos golpecitos rítmicos con los dedos en la pierna.
—Supongo que no me queda más remedio que aceptar que..., no me acuerdo.
—En otras palabras, no lo bastante como para recordarlo, ¿eh?
—¿Y qué quieres que te diga? Todavía no he encontrado a una mujer que esté a la altura de una de vosotras.
A pesar de la creciente oscuridad, Travis adivinó que a Megan le había complacido su comentario. Hacía mucho tiempo que había aprendido que las palabras lisonjeras eran la mejor defensa en momentos como aquél, especialmente cuando éstas eran sinceras. Megan, Liz y Allison eran fantásticas. Unas mujeres de gran corazón, leales y con un ponderable sentido común.
—Pues para que te enteres, a mí me gusta —espetó ella.
—Ya, pero es que a ti te gustan todas las mujeres con las que salgo.
—Eso no es verdad. No me gustó Leslie.
A ninguna de ellas les había gustado Leslie. A Matt, Laird y Joe, por otro lado, no les había importado en absoluto su compañía, especialmente cuando iba en bikini. Realmente era muy guapa, y a pesar de que no fuera la clase de chica con la que soñaba casarse, lo habían pasado muy bien mientras duró su historia de amor.
—Sólo digo que creo que deberías llamarla —insistió ella.
—Vale, lo pensaré —contestó Travis, aunque sabía que no lo haría. Se levantó de la mesa, buscando una vía de escape—. ¿A quién le apetece otra cerveza?
Joe y Laird alzaron sus botellas al mismo tiempo; los otros sacudieron la cabeza. Travis se encaminó hacia la nevera portátil sin vacilar; estaba situada al lado de la puerta corredera de cristal, por la que se accedía al comedor. La atravesó rápidamente y cambió el CD; acto seguido, escuchó unos instantes cómo las notas de la nueva canción se filtraban por la puerta y se expandían por la terraza mientras regresaba a la mesa con las cervezas. Por entonces, Megan,
Allison y Liz estaban enzarzadas en una conversación sobre Gwen, su peluquera. Gwen siempre estaba al tanto de los chismes más interesantes, la mayoría de ellos sobre las inclinaciones ilícitas de los habitantes de la localidad.
Travis estrujó la botella de cerveza en silencio, con la mirada fija en el agua.
—¿En qué piensas? —se interesó Laird.
—Oh, en nada importante.
—Vamos, dime, ¿de qué se trata?
Travis se giró hacia él.
—¿Te has fijado en que algunos colores se usan como apellidos y en cambio otros no?
—¿De qué estás hablando?
—White y Black. Como el señor White, el dueño del garaje de coches. Y el señor Black, nuestro profesor en primaria. O incluso el señor Green, en el juego del Cluedo. Pero en cambio jamás habrás oído a nadie que se llame señor Orange o señor Yellow. Es como si algunos colores quedasen bien, y en cambio otros sonaran mal como apellidos. ¿Entiendes lo que te quiero decir?
—La verdad es que nunca había pensado en esa cuestión.
—Yo tampoco. Hasta hace un minuto, quiero decir. Pero es un poco extraño, ¿no te parece?
—Sí —convino finalmente Laird.
Los dos amigos permanecieron unos instantes en silencio.
—Ya te dije que no era nada importante.
—Ya.
—¿Y acaso no tenía razón?
—Sí.
Cuando la pequeña Josie pilló su segundo berrinche en un intervalo inferior a quince minutos — eran ya casi las nueve de la noche—, Allison la arropó entre sus brazos y miró a Laird con «esa mirada» que indicaba que había llegado la hora de marcharse para meter a los niños en la cama.
Laird no opuso resistencia, así que cuando se levantó de la mesa, Megan miró a Joe, Liz asintió al tiempo que miraba a Matt, y Travis supo que la velada tocaba a su fin. Siempre pasaba lo mismo: los padres creían que eran ellos los que mandaban, pero al final eran los niños los que imponían las reglas.
Travis supuso que tal vez podría haber insistido para que uno de sus amigos se quedara, y quizás alguno de ellos habría accedido, pero ya hacía mucho tiempo que se había dado cuenta de que las vidas de sus amigos discurrían con unos horarios diferentes a los suyos. Además, tenía la corazonada de que Stephanie, su hermana menor, pasaría a verlo un poco más tarde. Venía de
Chapel Hill, donde estaba estudiando un posgrado en Bioquímica. A pesar de que siempre se quedaba en casa de sus padres, normalmente llegaba exhausta después de conducir tantas horas y con ganas de hablar un rato, y a esas horas sus padres ya estaban normalmente en la cama.
Megan, Joe y Liz se levantaron y empezaron a recoger la mesa, pero Travis no los dejó continuar.
—Ya lo haré yo dentro de un rato. No os preocupéis.
Transcurridos unos minutos, los niños ya se encontraban en los todoterrenos y un monovolumen. Travis permaneció de pie en el porche de la entrada y se despidió con la mano mientras sus amigos ponían los coches en marcha.
Cuando los hubo perdido de vista, enfiló nuevamente hacia el equipo de música, rebuscó entre la pila de los CD otra vez y eligió Tattoo You, de los Rolling Stones; acto seguido, subió el volumen.
Sacó otra cerveza de camino hacia su silla en la terraza, apoyó los pies sobre la mesa y se recostó cómodamente. Moby se sentó a su lado.
—Solos tú y yo, por un rato —suspiró—. ¿A qué hora crees que llegará Stephanie?
Moby le dio la espalda. A menos que Travis pronunciara las palabras mágicas «paseo» o «pelota» o «ve a por el hueso», el perro no se mostraba entusiasmado con nada de lo que él le decía.
—¿Crees que debería llamarla para confirmar si ya está de camino?
Moby continuó impasible.
—Ya, eso mismo pensaba yo. Cuando llegue, llegará.
Permaneció sentado, bebiendo cerveza y con la vista fija en el agua. A su espalda, el perro resopló.
—¡Anda! ¡Ve a buscar la pelota! —dijo finalmente.
Moby se incorporó tan deprisa que casi derribó la silla.
Ella pensó que era la música lo que había colmado el vaso de lo que había sido una de las semanas más horribles de su vida. Una música estridente. De acuerdo, tampoco se podía decir que a las nueve de la noche de un sábado eso fuera totalmente inaceptable, especialmente dado queera obvio que él tenía compañía, y a las diez de la noche tampoco era tan grave. Pero ¿a las once de la noche? ¿Cuándo estaba solo y jugando con su perro?
Desde la terraza trasera de su casa, podía verlo sentado tranquilamente, con los mismos pantalones cortos que había llevado todo el día, con los pies apoyados sobre la mesa, lanzando la pelota y contemplando el río. ¿En qué diantre debía de estar pensando?
Quizá no tendría que ser tan dura con él; simplemente debería ignorarlo y punto. Después de todo, él estaba en su casa, ¿no? Era dueño y señor de su casa, así que podía hacer lo que le viniera en gana. Pero ése no era el problema. El problema era que él tenía vecinos, incluida ella, y ella también era la dueña y señora de su casa, y se suponía que los vecinos debían mostrar consideración entre ellos. Y era innegable que él se había pasado de la raya. No sólo por la música.
En realidad le gustaba la música que estaba escuchando, y normalmente no le importaba que el volumen estuviera demasiado alto o que se pasara muchas horas con la música. El problema era su perro, Nobby, o como se llamara ese chucho. Más específicamente, lo que su perro le había hecho a su perra.
Sin lugar a dudas, Molly estaba preñada.
Molly, su bonita y dulce collie de pura raza, con pedigrí de campeones —el primer regalo que se hizo a sí misma tras concluir sus primeras guardias rotativas como asistente médica en la
Universidad de Medicina de Virginia Oriental, y la clase de perrita que siempre había anhelado tener— se había puesto considerablemente más gordita durante las dos últimas semanas. Y lo más alarmante era que Gabby se había fijado en que los pezones de Molly parecían estar aumentando de tamaño. Podía palparlos cada vez que la perra se ponía panza arriba para que le rascara la barriga. Además, se movía más despacio. Todos esos indicios sumados apuntaban hacia una clara conclusión: indudablemente, Molly iba a alumbrar unos cachorros que nadie querría adoptar. ¿Un bóxer y una collie? Inconscientemente, torció el gesto mientras intentaba imaginar qué apariencia tendrían los cachorros antes de que consiguiera borrar la desagradable imagen de su mente.
Tenía que ser el chucho de ese individuo. Seguro. Cuando Molly estaba en celo, ese perro había puesto su casa bajo vigilancia, como un detective privado, y era el único perro que había visto merodear por el vecindario durante semanas. Pero ¿accedería su vecino a vallar su jardín? ¿O a tener al perro encerrado en casa o en un espacio cercado? No. Por supuesto que no. Su lema parecía ser: «¡Mi perro ha de ser libre!». No le sorprendía en absoluto. El parecía vivir su propia vida fiel al mismo principio irresponsable. De camino al trabajo, siempre lo veía haciendo aerobismo, y cuando regresaba, él estaba por ahí con su bicicleta o en kayak o con patines o jugando al baloncesto en plena calle con un grupo de chiquillos del vecindario. Un mes antes, había botado su barca en el agua, y ahora también practicaba esa variante del esquí náutico de moda que llamaban «wakeboard». ¡Como si no estuviera ya lo bastante activo! Seguro que no hacía ni un minuto extra en su empresa, y sabía que no trabajaba los viernes. Además, ¿qué clase de trabajo podía realizar, que le permitiera salir de casa cada día vestido con unos pantalones vaqueros y una camiseta? No tenía ni idea, pero sospechaba —con una especie de satisfacción contenida— que debía de ser un trabajo que requería un delantal y una chapa identificativa con su nombre.
De acuerdo, quizá no estaba siendo demasiado justa. Probablemente era un chico encantador.
Sus amigos —con pinta de ser gente normal y corriente, y además con hijos— parecían disfrutar de su compañía y pasaban a visitarlo muy a menudo. Pensó que incluso le parecía haber visto a un par de ellos en la consulta, con sus hijos, a causa de algún catarro o una otitis. Pero ¿yMolly? Su perra estaba ahora sentada cerca de la puerta, dando coletazos contra el suelo, y Gabby se puso nerviosa al pensar en el futuro. A Molly no le pasaría nada, pero ¿y los cachorros? ¿Qué pasaría con ellos? ¿Y si nadie quería adoptarlos? No podía imaginar la idea de llevarlos a la perrera municipal o a la protectora de animales. Simplemente no podía hacerlo. No lo haría. No iba a permitir que los sacrificaran con una de esas inyecciones letales.
Pero, entonces, ¿qué iba a hacer con los cachorros?
Y todo por culpa de ese individuo, que estaba sentado tan pancho en su terraza, con los pies sobre la mesa y con una actitud como si el mundo le importara un comino.
Ése no había sido su sueño cuando vio aquella casa por primera vez un año antes. Aunque no estaba en Morehead City, donde vivía Kevin, su novio, se encontraba a un tiro de piedra al otro lado del puente. Era una casita edificada medio siglo antes, y necesitaba una buena rehabilitación, según las tendencias en Beaufort, pero la panorámica del río era espectacular, el jardín lo bastante amplio como para que Molly pudiera correr, y lo mejor de todo, podía pagarla. A duras penas, sí, con tantos préstamos como había solicitado para costearse los estudios universitarios, pero los bancos demostraban ser bastante comprensivos cuando se trataba de conceder préstamos a gente como ella. Gente profesional y con estudios.
No como «Don mi-perro-ha-de-ser-libre y yo-no-trabajo-los-viernes».
Suspiró hondo, repitiéndose por segunda vez que probablemente era un buen tipo. Siempre la saludaba cuando la veía llegar en coche del trabajo, y aún recordaba vagamente el detalle de la cesta con queso y vino que él le había dejado en señal de bienvenida al poco de instalarse en elvecindario un par de meses antes. Gabby no estaba en casa, pero él le había dejado la cesta en el porche, y ella se había prometido que le enviaría una nota de agradecimiento, aunque al final no había encontrado el momento para escribirla.
Inconscientemente, volvió a torcer el gesto. Menudo fallo para su sentimiento de superioridad moral. De acuerdo, tampoco ella era perfecta, pero no se trataba de una nota de agradecimiento olvidada. Se trataba de Molly y del perro tunante de ese tipo y de cachorros no deseados, y ahora era tan buen momento como cualquier otro para comentar la situación. Obviamente, él todavía estaba despierto.
Gabby salió de su jardín y se encaminó hacia la elevada hilera de setos que separaban su casa de la de su vecino. En parte deseaba que Kevin estuviera con ella. Pero sabía que eso no era posible. No después de la disputa de aquella mañana, cuando ella mencionó con toda la naturalidad del mundo que su prima iba a casarse. Kevin, concentrado en la sección de deportes del periódico, no había dicho ni una sola palabra como respuesta, como si pretendiera no haberla oído. Cualquier mención al matrimonio conseguía que se quedara más mudo que una piedra, especialmente en los últimos meses. Suponía que no debería sorprenderse; hacía casi cuatro años que salían (un año menos que su prima, había estado tentada a remarcarle), y si algo había aprendido de él en ese tiempo era que si Kevin no se sentía cómodo con un tema, reaccionaba con un mutismo inquebrantable.
Sin embargo, Kevin no era el problema. Ni tampoco el hecho de que últimamente ella tuviera la desagradable sensación de que su vida no era tal y como había imaginado que sería. Ni tampoco la terrible semana en la consulta, en la que, sólo el viernes, tres pacientes le habían vomitado encima
—¡sí, tres veces encima!—, lo cual batía el récord en la clínica pediátrica, por lo menos según las enfermeras, que ni se esforzaban por disimular sus burlas y repetían la historia con regocijo.
Tampoco estaba enfadada por lo de Adrián Melton, el médico casado que trabajaba con ella y que se sobrepasaba cada vez que hablaban, hasta el punto de incomodarla. Seguro que tampoco se sentía enojada por el hecho de no haber sido capaz de pararle los pies ni una sola vez.
No, señor. La cuestión era que quería que «el rey de las fiestas» se comportara como un vecino responsable, demostrara estar a la altura de las circunstancias, como ella, y asumiera su parte de responsabilidad para hallar una solución al problema, igual que ella. Y de paso, mientras le expresaba su malestar, quizá también mencionaría que a esas horas no debería tener la música tan alta (a pesar de que a ella le gustara), sólo para demostrarle que hablaba en serio.
Mientras Gabby caminaba por el césped, el rocío le humedeció la punta de los dedos de los pies a través de las sandalias. Intentando decidir cómo iba a empezar su discurso, apenas se fijó en los bellos reflejos que la luz de la luna lanzaba sobre la hierba, como si trazara senderos de plata. La cortesía dictaba que debería dirigirse hacia la puerta principal y llamar, pero con la música tan alta, dudaba de que él oyera el timbre. Además, quería solucionar el problema de una vez por todas, ahora que todavía le duraba el enojo y se sentía con fuerzas para encararse con él.
Un poco más lejos, avistó un hueco entre los setos y se encaminó hacia allí. Probablemente era el mismo que utilizaba Nobby para colarse en su casa y aprovecharse de la pobre y dulceMolly.
Nuevamente sintió una desapacible opresión en el pecho, y esta vez intentó aferrarse a ese sentimiento. Era una cuestión importante. Muy importante.
Concentrada como estaba en su misión, no se fijó en la pelota de tenis que llegaba volando directamente hacia ella en el preciso instante en que emergió al otro lado del hueco. Sí que le pareció oír, sin embargo, a cierta distancia, a un perro trotando hacia ella; la sensación de distancia duró apenas un segundo, antes de ser arrollada y derribada.
Tumbada en el suelo, Gabby se fijó extrañada en que había demasiadas estrellas en un cielo tan brillante que se le antojaba desenfocado. Por un momento, se preguntó por qué le costaba tanto respirar, y entonces rápidamente se empezó a preocupar por el dolor que sentía en todo el cuerpo. No podía moverse. Lo único que podía hacer era seguir tumbada sobre la hierba y encogerse con cada nueva punzada de dolor.
Desde algún lugar lejano, oyó unos ruidos confusos, y el mundo que la rodeaba empezó a perfilarse nuevamente y poco a poco con más nitidez. Intentó concentrarse y se dio cuenta de que lo que oía no eran unos ruidos confusos, sino voces. O, más bien, una única voz, que parecía preguntarle si se encontraba bien.
En ese mismo momento, Gabby fue gradualmente consciente de una sucesión de jadeos rítmicos, cálidos y apestosos junto a su mejilla. Pestañeó una vez más, movió la cabeza levemente y se encontró cara a cara con una enorme cabeza peluda y cuadrada. Medio aturdida, llegó a la conclusión de que era Nobby.
—Aaaaayyyy... —gimoteó, al tiempo que intentaba incorporarse. Cuando se movió, el perro le lamió la cara.
—¡Moby! ¡Quieto! —gritó la voz, que ahora sonaba más cerca—. ¿Estás bien? Quizá sería mejor que continuaras un rato tumbada.
—Estoy bien —dijo ella, finalmente incorporándose hasta quedar sentada. Aspiró hondo un par de veces seguidas; la cabeza seguía dándole vueltas. «¡Menudo golpe!», pensó. En la oscuridad, notó que alguien se arrodillaba a su lado, aunque apenas podía ver sus facciones.
—¡Cuánto lo siento! —se disculpó la voz.
—¿Qué ha pasado?
Moby te ha derribado sin querer. Estaba persiguiendo la pelota y...
—¿Quién es Moby?
—Mi perro.
—Entonces, ¿quién es Nobby?
—¿Qué?
Gabby se llevó la mano a la sien.
—Nada, no importa.
—¿Estás segura de que te encuentras bien?
—Sí —contestó ella, todavía medio aturdida, pero notando que el dolor se restringía ahora a unas leves punzadas.
Mientras empezaba a ponerse de pie, notó que su vecino emplazaba la mano bajo su brazo para ayudarla a levantarse. La situación le recordó a los bebés que atendía en la consulta durante las revisiones periódicas, y los enormes esfuerzos que hacían para mantenerse de pie sin perder el equilibrio. Cuando finalmente se sostuvo sin tambalearse, notó que él le soltaba el brazo.
—Vaya bienvenida, ¿eh?
Su voz seguía sonando lejana, pero ella sabía que la percepción era errónea, y cuando se giró para mirarlo, se dio cuenta de que estaba intentando enfocar la vista hacia un individuo que sobrepasaba unos quince centímetros su metro setenta y tres de altura. No estaba acostumbrada a interlocutores tan altos, y mientras alzaba la barbilla para verlo mejor, se fijó en su cara angulosa y despejada. Tenía el pelo castaño y ondulado, con unos rizos naturales que se le formaban en las puntas, y unos dientes increíblemente blancos. Así de cerca, era apuesto —o mejor dicho,
muuuuuy apuesto—. y Gabby sospechaba que él era consciente de ello. Perdida en sus pensamientos, abrió la boca para decir algo, pero volvió a cerrarla al darse cuenta de que había olvidado la pregunta.
—Quiero decir que venías a visitarme y mi perro va y te embiste y te tira al suelo —continuó él—. De veras, lo siento mucho. Normalmente Moby presta más atención. Saluda, Moby.
El perro estaba sentado sobre sus patas traseras, con cara de absoluta satisfacción, y entonces fue cuando ella, de repente, recordó el motivo de su visita. A su lado, Moby le ofreció una pata a modo de saludo. «¡Vaya! Qué bóxer más mono», se dijo. Pero no iba a dejarse seducir tan fácilmente. Esa bestia no sólo la había derribado, sino que además se había aprovechado de Molly.
Le iría mejor el nombre de Asaltador, o mejor aún: Pervertido.
—¿Estás segura de que te encuentras bien?
Ante su cortés insistencia, Gabby se dio cuenta de que no era la clase de confrontación que ella había ensayado, e intentó recuperar el sentimiento de afrenta que la había invadido mientras se dirigía a su casa para hablar con él.
—Estoy bien —contestó con un tono tajante.
Por un extraño momento, ambos se miraron sin hablar. Al final, él hizo un gesto con su dedo pulgar, señalando por encima del hombro.
—¿Qué tal si nos sentamos en la terraza? Estaba escuchando música y...
—¿Y qué te hace suponer que tengo ganas de sentarme contigo en tu terraza? —espetó ella, recuperando poco a poco el control.
El vaciló.
—¿Quizá porque venías a visitarme?
«Oh, claro, por eso», pensó ella.
—Pero, bueno, supongo que podríamos quedarnos aquí, junto a los setos, si lo prefieres — continuó él.
Gabby alzó las manos para indicarle que se callara, impaciente por acabar con aquella situación.
—Venía a verte porque quería hablar contigo...
Travis no la dejó continuar. La atajó propinándole una suave palmadita en el brazo.
—Yo también —se adelantó él, antes de que ella pudiera retomar el hilo de su monólogo ensayado—. Hace días que tenía la intención de pasar a verte para darte oficialmente la bienvenida al vecindario. ¿Te gustó la cesta?
Ella oyó un zumbido cerca de la oreja y movió bruscamente la mano para alejar al insecto.
—Sí. Muchas gracias —contestó, un poco distraída—. Pero lo que realmente quería comentarte...
Hizo una pausa al darse cuenta de que él no le estaba prestando atención. En lugar de eso, se había puesto a espantar con ambas manos los insectos que revoloteaban entre ellos.
—¿Estás segura de que no quieres que vayamos a la terraza? —insistió—. Aquí hay un montón de mosquitos.
—Lo que quería decirte es que...
—Tienes uno en el lóbulo de la oreja —volvió a interrumpirla, señalando con el dedo índice.
Gabby se asestó un golpe a sí misma, instintivamente.
—No, en la otra oreja.
Se dio otra palmada, y cuando retiró la mano vio un poquito de sangre en los dedos.
«Fantástico», pensó.
—Tienes otro en la mejilla.
Gabby movió la mano varias veces seguidas para espantar la nube de insectos.
—Pero ¿qué pasa?
—Ya te lo he dicho, son los setos. Siempre están encharcados, y eso atrae a los mosquitos...
—De acuerdo —cedió ella—. Vamos a la terraza.
Un momento después, los dos se alejaban de los setos con rapidez.
—Odio los mosquitos; por eso siempre tengo varias velas de citronela en la mesa. Con eso basta para mantenerlos alejados. Y en verano aún es peor. —Travis dejó suficiente espacio entre ellos para que no chocaran accidentalmente—. Por cierto, creo que no nos hemos presentado formalmente. Me llamo Travis Parker.
Gabby notó una desapacible sensación. Después de todo, no estaba allí para confraternizar con él, pero la educación estaba por encima de todo, así que las palabras emergieron de su boca antes de que pudiera remediarlo:
—Yo soy Gabby Holland.
—Encantado.
—Lo mismo digo —respondió ella. Quiso cruzarse de brazos mientras pronunciaba esas últimas palabras, pero inconscientemente se llevó la mano hacia las costillas, donde todavía notaba unos pinchazos de dolor. Luego la movió hasta su oreja, que empezaba a escocerle.
A juzgar por su semblante —el rictus tenso en la boca y la mirada incisiva que había visto en varias ocasiones en sus ex novias— a Travis no le cabía ninguna duda de que estaba enfadada.
Estaba seguro de que él era el causante de su exasperación, aunque desconocía el motivo. A no ser por el hecho de haber sido derribada por su perro. Pero Travis tenía la impresión de que había algo más. Recordó la expresión por la que Stephanie, su hermana, era famosa: esa mueca que indicaba un resentimiento inquietante. Pues el semblante de Gabby era el mismo, como si estuviera muy enojada. Pero allí terminaban las similitudes con su hermana. Mientras que Stephanie se había convertido en una mujercita de indudable belleza, Gabby era atractiva de un modo similar, pero no perfecto. Sus ojos azules estaban demasiado separados —aunque no excesivamente—, su nariz era demasiado grande —aunque no demasiado—, y su melena pelirroja parecía imposible de dominar. Sin embargo, esas imperfecciones imprimían un aire de vulnerabilidad a su belleza natural, algo que seguramente la mayoría de los hombres debía de encontrar irresistible.
En el silencio reinante, Gabby intentó ordenar sus pensamientos.
—Venía a verte porque...
—Espera —la interrumpió él—. Antes de que sigas, ¿por qué no te sientas? Enseguida vuelvo.
—Enfiló hacia la nevera portátil, pero se dio la vuelta a mitad del camino—. ¿Te apetece una cerveza?
—No, gracias —repuso ella, deseando acabar con esa historia de una vez por todas. Negándose a tomar asiento, se dio la vuelta con la esperanza de confrontarlo de inmediato cuando regresara.
Pero con una pasmosa celeridad, Travis pasó por delante de ella y se dejó caer en la silla, se reclinó cómodamente, y puso los pies sobre la mesa.
Sorprendida, continuó observándolo, de pie. Era obvio que el encuentro no estaba saliendo tal y como había planeado. Travis abrió la botella y tomó un pequeño sorbo.
—¿No vas a sentarte? —le preguntó tranquilamente.
—Prefiero quedarme de pie, gracias.
Travis achicó los ojos como un par de rendijas y se puso las manos en la frente a modo de visera antes de protestar:
—Pero es que apenas puedo verte. Las luces del porche a tu espalda me deslumbran.
—Mira, he venido porque quería decirte que...
—¿Podrías moverte sólo unos pasos hacia un lado? —le pidió cortésmente.
Ella resopló con impaciencia y se desplazó unos pasos.
—¿Mejor?
—No, todavía no.
Un paso más y chocaría inevitablemente contra la mesa. Gabby alzó los brazos con exasperación.
—Quizá será mejor que te sientes —sugirió él.
—¡Vale! —exclamó, cansada. Retiró una silla y se sentó. Él estaba tirando por tierra todo su plan—. He venido porque quería hablar contigo... —empezó otra vez, preguntándose si debía empezar por el problema de Molly o por lo que significaba ser un buen vecino.
Travis enarcó una ceja.
—Eso ya lo habías dicho antes.
—¡Ya lo sé! ¡Es lo que intento decirte, pero tú no paras de interrumpirme!
Él se fijó en su porte desafiante, tan similar al de su hermana, pero todavía no tenía ni idea de por qué estaba tan furiosa. Tras unos segundos, ella empezó a hablar, primero con suspicacia, como si esperase que él fuera a interrumpirla de un momento a otro. Pero Travis no la interrumpió, y entonces pareció encontrar su ritmo y las palabras empezaron a fluir cada vez más y más deprisa. Le habló sobre la ilusión que había sentido al encontrar esa casa, y que tener una casa propia había sido su sueño durante mucho tiempo, antes de que el tema se desviara hacia Molly y sus pezones, que estaban aumentando de tamaño. Al principio, Travis no sabía quién era Molly —lo cual confirió a esa parte del monólogo una increíble dosis de surrealismo—, pero a medida que Gabby continuaba hablando, él comprendió que era su perrita collie, a la que alguna vez había visto cuando ella la sacaba a pasear. A continuación, se puso a hablar de cachorros feos y de tener que sacrificarlos y, para acabar de rematarlo, de algo relacionado con un «doctor-metemano», que no tenía nada que ver con lo mal que se sentía, ni tampoco los vómitos de los pacientes... Lo cierto era que nada tenía sentido hasta que empezó a señalar a Moby. Eso le permitió encajar algunas piezas del rompecabezas, hasta que al final adivinó que ella creía que su perro era el responsable de que Molly estuviera preñada.
Travis quería decirle que no había sido Moby, pero la vio tan exaltada que pensó que era mejor no protestar y dejar que se desahogara. En esos momentos, sus quejas habían virado hacia otros derroteros. Retales de su vida seguían emergiendo de repente, pequeñas anécdotas que parecían no ensayadas y sin conexión entre sí, junto con momentáneas explosiones de rabia dirigidas hacia él. A Travis le pareció que Gabby se había pasado más de veinte minutos hablando sin parar, pero pensó que no podía haber sido tanto rato. De todos modos, estar en esa incómoda posición, como receptor de toda aquella lluvia de acusaciones por parte de una desconocida airada sobre sus errores como vecino no resultaba exactamente fácil, por decirlo de algún modo, ni tampoco le gustaba el modo en que ella criticaba a Moby. Para él, era el perro más perfecto que existía sobre la faz de la Tierra.
A veces Gabby se tomaba un respiro, y en esos momentos, Travis intentaba replicar infructuosamente. No servía de nada, pues ella volvía a la carga de inmediato. Al final, decidió quedarse callado y escuchar, y —al menos en aquellos momentos en los que ella no se dedicaba a insultarlo a él o a su perro— percibió indicios de desesperación, incluso de cierta confusión, respecto a su vida en general. Lo ocurrido con su perrita, a pesar de que ella no se diera cuenta, era sólo una pequeña excusa de lo que en realidad la agobiaba. Travis sintió una impulsiva compasión hacia ella, y de pronto se encontró asintiendo con la cabeza, sólo para darle a entender que la estaba escuchando. De vez en cuando, Gabby lanzaba una pregunta, pero antes de que pudiera contestar, ella la contestaba por él.
—¿Acaso no se supone que los vecinos han de asumir la responsabilidad de sus acciones?
—Sí, evidentemente que sí... —había empezado a contestar, pero ella lo atajó sin clemencia.
—¡Pues claro que sí! —exclamó, y Travis volvió a asentir con la cabeza.
Cuando finalmente concluyó su sermón, Gabby acabó con la vista fija en el suelo, exhausta. A pesar de que su boca seguía tensa en una fina línea recta, a Travis le pareció verla llorar, y se preguntó si debería ofrecerle un pañuelo. Cayó en la cuenta de que los pañuelos los tenía dentro de casa —demasiado lejos—, pero entonces se acordó de las servilletas de papel cerca de la barbacoa. Se levantó rápidamente, asió unas cuantas y se las llevó. Le ofreció una, y tras debatirse unos instantes, ella la aceptó.
Gabby se secó los ojos. Ahora que se había calmado, Travis pensó que era más guapa de lo que le había parecido al principio.
Gabby suspiró visiblemente nerviosa.
—La cuestión es: ¿qué piensas hacer? —preguntó al final.
Él titubeó, intentando dilucidar a qué se refería.
—¿Sobre qué?
—¡Los cachorros!
Travis podía notar la rabia que empezaba a aflorar nuevamente en ella, y alzó las manos con intención de tranquilizarla.
—Veamos, empecemos por el principio. ¿Estás segura de que está preñada?
—¡Pues claro que estoy segura! ¿Es que no has oído nada de lo que te he dicho o qué?
—¿La has llevado al veterinario?
—Soy asistente médica. Me he pasado dos años y medio en la Facultad de Ciencias
Experimentales y de la Salud y otro año de prácticas. ¡Sé cuándo una mujer está embarazada!
—Con las mujeres no lo dudo, pero con los perros es diferente.
—¿Y cómo lo sabes?
—Tengo mucha experiencia con los perros. De hecho, soy...
«Ya, claro», pensó ella, atajándolo con un brusco movimiento con la mano.
—Se mueve muy despacio, tiene los pezones hinchados, y últimamente está muy rara. ¿Qué otra cosa podría ser? —Le parecía increíble que cada hombre que había conocido creyera que, por el mero hecho de haber tenido un perro de pequeño, era un experto en cuestiones caninas.
—¿Y si tiene una infección? Eso podría causarle la hinchazón. Y si la infección es seria, también podría originarle dolor, lo cual explicaría su comportamiento extraño.
Gabby abrió la boca para replicar, entonces la cerró cuando se dio cuenta de que no había ponderado esa posibilidad. Una infección podría provocarle la hinchazón de los pezones — mastitis, o algo similar— y, por un momento, se sintió invadida por una agradable sensación de alivio. Sin embargo, después de considerar el argumento con más detenimiento, se dio cuenta de que no podía ser. No era uno o dos, sino todos los pezones. Retorció la servilleta, deseando que él hiciera el favor de escucharla.
—Está preñada, y tendrá cachorros. Y tú tendrás que ayudarme a encontrar familias que quieran adoptarlos, ya que no pienso llevarlos a la perrera municipal.
—Estoy seguro de que no ha sido Moby.
—¡Sabía que dirías eso!
—Pero es que, para que lo sepas...
Gabby sacudió la cabeza enérgicamente. ¡La clásica reacción machista! Las responsabilidades ante un embarazo recaían siempre en la mujer. Se levantó de la silla expeditivamente.
—Mira, te guste o no, tendrás que asumir tu parte de responsabilidad. Y espero que te des cuenta de que no será fácil encontrar familias para esos cachorros.
—Pero...
—¿A qué se debía esa pelotera? —quiso saber Stephanie.
Gabby había desaparecido entre los setos; unos segundos más tarde, Travis la había visto atravesar la puerta de cristal y entrar en su casa. Él todavía seguía sentado en la mesa, consternado por ese encuentro cargado de tensión, cuando avistó a su hermana, que se acercaba mirándolo con estupefacción.
—¿Hacía mucho rato que estabas ahí?
—Sí, bastante rato —contestó ella. Vio la nevera portátil cerca de la puerta y sacó una cerveza—. Por unos segundos, pensé que esa chica te iba a pegar, después creí que iba a ponerse a llorar, y por último pensé que quería volverte a pegar.
—Lo mismo me ha parecido a mí —admitió Travis. Se frotó las sienes, intentando digerir la escenita.
—Ya veo que sigues saliendo con chicas entrañables.
—No es mi novia. Es mi vecina.
—Pues mejor todavía. —Stephanie se arrellanó en una silla—. ¿Y cuánto tiempo hace que salís juntos?
—No estamos saliendo juntos. La verdad es que es la primera vez que hablo con ella.
—Impresionante —apuntó Stephanie—. No sabía que tuvieras ese don.
—¿Qué don?
—Ya sabes, conseguir que alguien te odie a primera vista. Es un don inusual, sin duda.
Normalmente se supone que primero has de conocer bien a la persona.
—Muy graciosa.
—Sí, lo sé, no puedo remediarlo. Y Moby... —Se giró hacia el perro y lo señaló con un dedo acusador—. Tú deberías ir con más cuidado, bribón.
Moby movió la cola antes de incorporarse. Fue hacia ella y hundió el hocico en el regazo de Stephanie. Ella intentó apartarlo empujándole la cabeza con suavidad, pero lo único que consiguió fue que Moby hiciera más fuerza para permanecer pegado a ella.
—No lo retiro, eres un bribón.
Moby no es el culpable.
—Ya, eso es lo que le decías a tu vecina, aunque ella se negaba a escucharte. ¿Qué le pasa?
—Me parece que está un poco alterada.
—Eso es evidente. Me costó un poco entender de qué estaba hablando. Pero he de admitir que ha sido de lo más entretenido.
—Vamos, no seas tan mala.
—¡No soy mala! —Stephanie se recostó en la silla, y examinó a su hermano detenidamente—.
Es muy mona, ¿no te parece?
—No me he fijado.
—¡Anda ya! Estoy segura de que ha sido lo primero en lo que te has fijado. He visto cómo te la comías con los ojos.
—Vamos, vamos. Me parece que has venido un poco guerrera esta noche.
—Supongo que sí; el examen de esta tarde ha sido agotador.
—¿A qué te refieres? ¿Te has dejado alguna pregunta sin contestar?
—No, pero me he tenido que estrujar los sesos con algunas de ellas.
—¡Qué vida tan terrible la tuya!
—Así es. Y todavía me quedan tres exámenes más la semana que viene.
—¡Pobrecita mía! La vida de estudiante es mucho más dura que la de currante.
—¡Mira quién habla! Tú estuviste en la universidad más años que yo. Y eso me recuerda que...
¿Cómo crees que se lo tomarán papá y mamá si les digo que quiero continuar estudiando un par de años más para hacer el doctorado?
En casa de Gabby se encendió una luz en la cocina. Distraído, Travis tardó unos momentos en contestar.
—Probablemente no te pondrán ninguna traba. Ya conoces a papá y mamá.
—Lo sé. Pero últimamente tengo la impresión de que quieren que encuentre pareja y que siente cabeza.
—Bienvenida al club. Hace años que tengo esa misma sensación.
—Ya, pero para mí es distinto. Soy una mujer. Mi reloj biológico no perdona.
La luz en la cocina de Gabby se apagó; unos segundos más tarde, otra luz se encendió en la habitación. Travis se preguntó si Gabby se iba ya a dormir.
—Recuerda que mamá se casó a los veintiún años —continuó Stephanie—. Y que te tuvo a los veintitrés. —Esperó algún comentario por parte de su hermano, en vano—. Pero, claro, fíjate en lo mal chico que has salido. Quizá debería usar ese argumento como excusa.
Las palabras se filtraron despacio en la mente de Travis, y él frunció el ceño cuando finalmente captó la indirecta.
—¿Debo tomármelo como un insulto?
—Efectivamente; ésa era mi intención —replicó ella con una risita burlona—. No, hombre. Sólo quería ver si me estabas escuchando, o si estabas pensando en tu nueva amiga, quiero decir, en tu vecina.
—No es mi amiga —espetó él. Travis sabía que su tono había sido defensivo, pero no había podido remediarlo.
—De momento no —terció su hermana—. Pero tengo la extraña impresión de que pronto lo será.

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