martes, 2 de julio de 2013

En Nombre del Amor - Nicholas Sparks (Capitulo 02)

Capítulo 02

Gabby no estaba segura de cómo se sentía tras haber hablado con su vecino. Después de regresar a casa, cerró la puerta y se apoyó en ella mientras intentaba recuperar la compostura.
Pensó que quizá no debería haber ido a verlo. Evidentemente, no había servido de nada. No sólo él no se había disculpado, sino que incluso se había atrevido a negar que su perro fuera el responsable. Sin embargo, cuando finalmente se separó de la puerta, sonrió para sí misma. Al menos lo había hecho. Le había plantado cara y le había dicho exactamente lo que tenían que hacer. Se felicitó a sí misma por haber reunido el coraje necesario. Normalmente no se le daba nada bien expresar lo que pensaba. Ni con Kevin (sobre el hecho de que sus planes para el futuro no parecían ir más lejos que del próximo fin de semana), ni con el doctor Melton, sobre cómo le disgustaba que la manoseara. Ni siquiera se le daba bien con su madre, que siempre parecía estar dispuesta a dictarle cómo corregir sus fallos.
La sonrisa se borró de sus labios cuando vio a Molly dormida en un rincón. Una rápida ojeada bastó para recordarle que el resultado final no había cambiado y que quizá, sólo quizá, podría haberse esmerado más intentando convencer a su vecino de que su deber era ayudarla. Mientras rememoraba el encuentro, empezó a invadirla un creciente sentimiento de vergüenza. Sabía que su exposición no había sido clara, pero después del incidente con ese chucho, se había desconcertado, y entonces la frustración se había apoderado de ella de un modo incontrolable,  empujándola a parlotear como una cotorra sin freno. Seguramente su madre tendría tema para un día entero, si analizara su comportamiento. Quería a su madre, pero la abrumaba porque era una de esas damas que jamás perdía el control. Sí, eso la sacaba de quicio. En numerosas ocasiones, cuando era adolescente, había sentido el impulso de agarrar a su madre y zarandearla, sólo para obtener una respuesta espontánea. Por supuesto, no habría servido de nada. Su madre habría soportado la embestida hasta que Gabby se hubiera cansado, luego se habría acicalado el pelo con la mano y habría soltado algún comentario exasperante como: «Muy bien, Gabrielle, ahora que ya te has desahogado, ¿podemos hablar del tema como dos damas?».
«Damas.» Gabby no soportaba esa palabra. Cuando su madre la pronunciaba, a menudo se sentía abatida por un sentimiento de fracaso, como si comprendiera que le quedaba un largo trecho por recorrer para llegar a convertirse en una dama, y encima sin un mapa con instrucciones.
Por supuesto, su madre no podía hacer nada por cambiar su forma de ser. Del mismo modo que
Gabby tampoco podía. Su madre era un cliché andante de la perfecta dama sureña; había crecido luciendo vestidos de volantes y había sido presentada a la élite de la comunidad en el Savannah
Christmas Cotillion, uno de los bailes más exclusivos de debutantes en la región. También había ejercido de tesorera de la hermandad de mujeres Tri Delta en la Universidad de Georgia, otra tradición familiar, y mientras estaba en la universidad opinaba que los estudios eran mucho menos relevantes que el hecho de esmerarse por obtener el título de «señora», que consideraba la única elección acertada para una distinguida dama del sur. Por supuesto, no hacía falta señalar que quería que la otra parte de la ecuación —el «señor»— estuviera a la altura del apellido de su familia, lo cual significaba, básicamente, que fuera rico.
Y allí es donde aparecía su padre. Su papá. Un boyante constructor y promotor inmobiliario, doce años mayor que su esposa, y que, aunque no era tan rico como otros, no había duda de que estaba muy bien situado. Sin embargo, Gabby recordaba cuando, al analizar con detenimiento las fotos de la boda de sus padres, con ambos de pie en la puerta de la iglesia, se había preguntado cómo era posible que dos personas tan diferentes se hubieran podido enamorar. Mientras que a su madre le gustaba cenar faisán en el selecto restaurante del club de golf, papá prefería el menú del día en el bar de la esquina; mientras mamá que jamás pisaba la calle sin maquillaje —ni tan sólo para recoger el correo en el buzón—, papá iba con pantalones vaqueros y siempre con el pelo un poco despeinado. Pero en realidad sí que se querían —de eso a Gabby no le cabía la menor duda—. Por las mañanas, a veces los pillaba abrazados tiernamente, y nunca los había oído discutir. Tampoco dormían en camas separadas, como los padres de algunas de sus amigas, que a ella le parecía que llevaban más una relación de socios capitalistas que de dos personas enamoradas. Incluso ahora, cuando iba a visitarlos, solía encontrarlos juntos, acurrucaditos en el sofá, y cuando sus amigas expresaban su sorpresa, ella simplemente sacudía la cabeza y admitía que, en el fondo, estaban hechos el uno para el otro.
Para eterna decepción de su madre, Gabby, a diferencia de sus primorosas tres hermanas rubias, siempre se había parecido más a su padre. Incluso de niña prefería ir con pantalones en vez de vestidos, le encantaba encaramarse a los árboles y pasarse horas ensuciándose con la tierra. De vez en cuando, jugaba a perseguir a su padre sin tregua en alguna obra nueva, e imitaba sus movimientos mientras él revisaba los cerramientos de las ventanas recién instaladas o husmeaba en las cajas que acababan de llegar de la ferretería Mitchell's. Él le había enseñado a preparar los anzuelos y a pescar, y a ella le encantaba pasear con él en su vieja y destartalada furgoneta, con su radio averiada, una furgoneta que él nunca se preocupó en cambiar por otra nueva. Después del trabajo, solían jugar al pilla-pilla o a encestar canastas mientras su madre los observaba desde la ventana de la cocina con un aire que Gabby comprendía que no sólo era de desaprobación, sino de incomprensión. Con frecuencia, podía ver a sus hermanas de pie al lado de su madre, boquiabiertas.
A pesar de que a Gabby le encantaba contar a la gente que de pequeña había sido un espíritu libre, en realidad había acabado por debatirse entre la visión que su padre y su madre tenían del mundo, básicamente porque su madre era una experta en lo que concernía a sacar partido del manipulador poder maternal. Cuando tuvo más edad, Gabby acabó por decantarse por las opiniones de su madre acerca de la indumentaria apropiada y la «conducta adecuada de una dama», simplemente para no sentirse culpable. De todas las armas que su madre poseía en su arsenal, el sentimiento de culpa era sin duda la más efectiva, y siempre sabía cómo utilizarlo.
Porque con sólo enarcar una ceja y pronunciar un breve comentario, Gabby acabó asistiendo a clases de danza y de etiqueta; aprendió a tocar el piano sin rechistar y, al igual que su madre, fue formalmente presentada en sociedad en el Savannah Christmas Cotillion. Si su madre se sintió orgullosa de ella aquella noche —y lo estaba, a juzgar por su semblante complacido—, Gabby notó como si finalmente estuviera lista para poder adoptar sus propias decisiones, algunas que de antemano sabía que su madre no aceptaría. Por supuesto que quería casarse y tener hijos algún día, como su madre, pero también estaba segura de que quería trabajar, como papá. Más concretamente, quería ser médico.
Oh, su madre había objetado con todas sus fuerzas al enterarse de sus planes. Por lo menos, al principio. Pero después empezó la sutil campaña ofensiva para conseguir que se sintiera culpable.
Mientras Gabby superaba con excelentes notas un examen tras otro en el instituto, su madre la recibía con el ceño fruncido y el mismo sermón sobre cómo era posible conciliar una vida laboral como médico y familiar como esposa y madre.
—Pero si para ti el trabajo es más importante que la familia, adelante; sigue con tus planes para ser médico —remataba su madre.
Gabby intentó resistir la ofensiva de su madre, pero, al final, los viejos hábitos acabaron por hacer mella y se matriculó en la Facultad de Ciencias Experimentales y de la Salud, en vez de en la Facultad de Medicina. Tenía sentido: todavía atendería a pacientes, pero su jornada laboral sería relativamente estable y nunca tendría que estar disponible a cualquier hora, lo cual era obviamente una opción que permitía conciliar mejor la vida laboral con la familiar. Sin embargo, a veces le molestaba que su madre le hubiera metido inicialmente esa idea en la cabeza.
Sin embargo, no podía negar que la familia no fuera un puntal importante para ella. Era el resultado de ser fruto de unos padres felizmente casados. Una crecía creyendo que ese cuento de hadas era real; más que eso, que podía formar parte de ese cuento. Pero hasta ese momento, sin embargo, las cosas no estaban saliendo como esperaba. Ella y Kevin llevaban tanto tiempo saliendo juntos como para haberse enamorado, haber sobrevivido a los típicos altibajos que acababan por provocar la ruptura de muchas parejas, e incluso para hablar de un futuro en común. Ella había decidido que él era el hombre con el que quería pasar el resto de su vida, y por eso frunció el ceño al recordar su última disputa.
Como si percibiera la inquietud de Gabby, Molly se incorporó penosamente y avanzó hasta su dueña con paso inseguro para buscarle la mano con el hocico. Gabby la acarició, hundiendo los dedos en su pelaje.
—Me pregunto si será estrés —musitó Gabby, anhelando que su vida fuera tan simple como la de Molly. Simple, sin preocupaciones ni responsabilidades..., bueno, salvo por el hecho de esta embarazada—. ¿Me ves estresada?
La perra no respondió, pero tampoco tenía que hacerlo. Gabby sabía que estaba estresada.
Podía notarlo en la tremenda tensión en sus hombros cada vez que pagaba una factura, o cuando el doctor Melton le sonreía impúdicamente, o cuando Kevin se hacía el sueco cuando ella esperaba un compromiso más formal por su parte. Tampoco ayudaba el hecho de que no tuviera ni un solo amigo allí, aparte de Kevin. Apenas había tenido la oportunidad de conocer a nadie fuera de la consulta y, aunque pareciera mentira, ese vecino era la primera persona con la que hablaba desde que se había mudado a aquella casa. Analizando lo sucedido, pensó que podría haberse tomado las cosas de otra manera, sin tanto arrebato. Sintió un poco de remordimiento por su reacción tan brusca, especialmente porque él parecía un chico la mar de afable. Cuando la ayudó a levantarse del suelo, se comportó casi como un amigo. Y cuando ella había empezado aparlotear sin parar, no la había interrumpido ni una sola vez, lo cual era digno de admirar.
Sí, le parecía una actitud encomiable, ahora que reflexionaba sobre el encuentro. Teniendo en cuenta su comportamiento —propio de una mujer desquiciada—, él no se había enojado ni le había replicado, cosa que sí que habría hecho Kevin. Se le sonrojaron las mejillas sólo con pensar en qué forma tan cortés la había ayudado a incorporarse. Y también había habido un momento, después de que él le pasara la servilleta, en que lo pilló mirándola de un modo que parecía sugerir que le parecía atractiva. Hacía mucho tiempo que no le sucedía nada similar, y a pesar de que le costaba admitirlo, la sensación era reconfortante. Echaba de menos esa clase de atenciones.
Increíble, los sentimientos que una pequeña confrontación podían llegar a arrancar del alma.
Entró en su habitación y se puso un cómodo pantalón de chándal y una camiseta suave y deslucida que tenía desde su primer año en la universidad. Molly la seguía, y cuando Gabby comprendió lo que su perrita necesitaba, enfiló hacia la puerta.
—¿Estás lista para dar un paseo? —le preguntó.
La cola de Molly empezó a moverse de un lado a otro mientras se encaminaba hacia la puerta.
Gabby la inspeccionó más de cerca. Todavía parecía preñada, pero quizá su vecino tuviera razón.
Debería llevarla al veterinario, aunque sólo fuera para estar segura. Además, no tenía ni idea de los cuidados que necesitaba una perrita preñada. Se preguntó si Molly precisaría de vitaminas, y eso le recordó que ella misma no se estaba cuidando del modo que se había propuesto, con la resolución de seguir unos hábitos más saludables: comer mejor, hacer ejercicio, dormir las horas debidas, realizar estiramientos... Había decidido empezar tan pronto como se mudara de casa, esa clase de buenos deseos que uno adopta al realizar un cambio importante en su vida, pero en realidad no había movido ni el dedo meñique. Mañana mismo saldría a correr un rato; ninguna excusa sería buena para no hacerlo. Y al mediodía comería una ensalada y otra por la noche. Y puesto que estaba lista para asumir más cambios radicales en su vida, quizá podría pedirle a Kevin que se comprometiera con unos planes más definitivos sobre su futuro en común.
Pero claro, quizá no fuera una buena idea. Enfrentarse a su vecino era una cosa, pero ¿estaba preparada para asumir las consecuencias si no le satisfacía la respuesta de Kevin? ¿Y si él no tenía planes? ¿Estaba lista para abandonar el primer trabajo después de un par de meses? ¿Vender la casa? ¿Mudarse a otro lugar? ¿Hasta dónde estaba dispuesta a llegar?
No estaba segura de nada, salvo del hecho de que no quería perder a Kevin. Pero intentar seguir unos hábitos más sanos, ahora que finalmente podía hacerlo... Pasito a pasito, ¿de acuerdo? Tras tomar la decisión, salió al jardín y observó cómo Molly bajaba los peldaños con dificultad y la seguía hasta la otra punta del jardín. El aire todavía era cálido, pero se había levantado una ligera brisa. Las estrellas se desplegaban por todo el cielo, agrupándose en unas intrincadas constelaciones que, aparte de la Osa Mayor, jamás había sido capaz de identificar, y decidió que al día siguiente se compraría un libro de astronomía, justo después de comer. Se pasaría un par de días aprendiendo lo más esencial, después invitaría a Kevin a pasar una noche romántica en la playa, donde ella apuntaría hacia el cielo y mencionaría con toda la naturalidad del mundo algo astronómicamente impresionante. Entornó los ojos, imaginándose la escena, y se quedó allí plantada. A la mañana siguiente se convertiría en una nueva persona. Una persona mejor. Y también pensaría qué iba a hacer con Molly. Aunque tuviera que ponerse a suplicar de rodillas, estaba decidida a encontrar una familia para cada uno de los cachorros.

Pero primero, la llevaría al veterinario.

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