Capítulo 02
Gabby no estaba segura de cómo se sentía tras haber hablado con su
vecino. Después de regresar a casa, cerró la puerta y se apoyó en ella mientras
intentaba recuperar la compostura.
Pensó que quizá no debería haber ido a verlo. Evidentemente, no había
servido de nada. No sólo él no se había disculpado, sino que incluso se había
atrevido a negar que su perro fuera el responsable. Sin embargo, cuando
finalmente se separó de la puerta, sonrió para sí misma. Al menos lo había
hecho. Le había plantado cara y le había dicho exactamente lo que tenían que
hacer. Se felicitó a sí misma por haber reunido el coraje necesario.
Normalmente no se le daba nada bien expresar lo que pensaba. Ni con Kevin
(sobre el hecho de que sus planes para el futuro no parecían ir más lejos que
del próximo fin de semana), ni con el doctor Melton, sobre cómo le disgustaba
que la manoseara. Ni siquiera se le daba bien con su madre, que siempre parecía
estar dispuesta a dictarle cómo corregir sus fallos.
La sonrisa se borró de sus labios cuando vio a Molly dormida en un
rincón. Una rápida ojeada bastó para recordarle que el resultado final no había
cambiado y que quizá, sólo quizá, podría haberse esmerado más intentando
convencer a su vecino de que su deber era ayudarla. Mientras rememoraba el
encuentro, empezó a invadirla un creciente sentimiento de vergüenza. Sabía que
su exposición no había sido clara, pero después del incidente con ese chucho,
se había desconcertado, y entonces la frustración se había apoderado de ella de
un modo incontrolable, empujándola a
parlotear como una cotorra sin freno. Seguramente su madre tendría tema para un
día entero, si analizara su comportamiento. Quería a su madre, pero la abrumaba
porque era una de esas damas que jamás perdía el control. Sí, eso la sacaba de
quicio. En numerosas ocasiones, cuando era adolescente, había sentido el
impulso de agarrar a su madre y zarandearla, sólo para obtener una respuesta
espontánea. Por supuesto, no habría servido de nada. Su madre habría soportado
la embestida hasta que Gabby se hubiera cansado, luego se habría acicalado el
pelo con la mano y habría soltado algún comentario exasperante como: «Muy bien,
Gabrielle, ahora que ya te has desahogado, ¿podemos hablar del tema como dos
damas?».
«Damas.» Gabby no soportaba esa palabra. Cuando su madre la pronunciaba,
a menudo se sentía abatida por un sentimiento de fracaso, como si comprendiera
que le quedaba un largo trecho por recorrer para llegar a convertirse en una
dama, y encima sin un mapa con instrucciones.
Por supuesto, su madre no podía hacer nada por cambiar su forma de ser.
Del mismo modo que
Gabby tampoco podía. Su madre era un cliché andante de la perfecta dama
sureña; había crecido luciendo vestidos de volantes y había sido presentada a
la élite de la comunidad en el Savannah
Christmas Cotillion, uno de los bailes más exclusivos de debutantes en
la región. También había ejercido de tesorera de la hermandad de mujeres Tri
Delta en la Universidad de Georgia, otra tradición familiar, y mientras estaba
en la universidad opinaba que los estudios eran mucho menos relevantes que el
hecho de esmerarse por obtener el título de «señora», que consideraba la única
elección acertada para una distinguida dama del sur. Por supuesto, no hacía
falta señalar que quería que la otra parte de la ecuación —el «señor»—
estuviera a la altura del apellido de su familia, lo cual significaba,
básicamente, que fuera rico.
Y allí es donde aparecía su padre. Su papá. Un boyante constructor y
promotor inmobiliario, doce años mayor que su esposa, y que, aunque no era tan
rico como otros, no había duda de que estaba muy bien situado. Sin embargo,
Gabby recordaba cuando, al analizar con detenimiento las fotos de la boda de
sus padres, con ambos de pie en la puerta de la iglesia, se había preguntado cómo
era posible que dos personas tan diferentes se hubieran podido enamorar.
Mientras que a su madre le gustaba cenar faisán en el selecto restaurante del
club de golf, papá prefería el menú del día en el bar de la esquina; mientras
mamá que jamás pisaba la calle sin maquillaje —ni tan sólo para recoger el
correo en el buzón—, papá iba con pantalones vaqueros y siempre con el pelo un
poco despeinado. Pero en realidad sí que se querían —de eso a Gabby no le cabía
la menor duda—. Por las mañanas, a veces los pillaba abrazados tiernamente, y
nunca los había oído discutir. Tampoco dormían en camas separadas, como los
padres de algunas de sus amigas, que a ella le parecía que llevaban más una
relación de socios capitalistas que de dos personas enamoradas. Incluso ahora,
cuando iba a visitarlos, solía encontrarlos juntos, acurrucaditos en el sofá, y
cuando sus amigas expresaban su sorpresa, ella simplemente sacudía la cabeza y
admitía que, en el fondo, estaban hechos el uno para el otro.
Para eterna decepción de su madre, Gabby, a diferencia de sus primorosas
tres hermanas rubias, siempre se había parecido más a su padre. Incluso de niña
prefería ir con pantalones en vez de vestidos, le encantaba encaramarse a los
árboles y pasarse horas ensuciándose con la tierra. De vez en cuando, jugaba a
perseguir a su padre sin tregua en alguna obra nueva, e imitaba sus movimientos
mientras él revisaba los cerramientos de las ventanas recién instaladas o
husmeaba en las cajas que acababan de llegar de la ferretería Mitchell's. Él le
había enseñado a preparar los anzuelos y a pescar, y a ella le encantaba pasear
con él en su vieja y destartalada furgoneta, con su radio averiada, una
furgoneta que él nunca se preocupó en cambiar por otra nueva. Después del trabajo,
solían jugar al pilla-pilla o a encestar canastas mientras su madre los
observaba desde la ventana de la cocina con un aire que Gabby comprendía que no
sólo era de desaprobación, sino de incomprensión. Con frecuencia, podía ver a
sus hermanas de pie al lado de su madre, boquiabiertas.
A pesar de que a Gabby le encantaba contar a la gente que de pequeña
había sido un espíritu libre, en realidad había acabado por debatirse entre la
visión que su padre y su madre tenían del mundo, básicamente porque su madre
era una experta en lo que concernía a sacar partido del manipulador poder
maternal. Cuando tuvo más edad, Gabby acabó por decantarse por las opiniones de
su madre acerca de la indumentaria apropiada y la «conducta adecuada de una dama»,
simplemente para no sentirse culpable. De todas las armas que su madre poseía
en su arsenal, el sentimiento de culpa era sin duda la más efectiva, y siempre
sabía cómo utilizarlo.
Porque con sólo enarcar una ceja y pronunciar un breve comentario, Gabby
acabó asistiendo a clases de danza y de etiqueta; aprendió a tocar el piano sin
rechistar y, al igual que su madre, fue formalmente presentada en sociedad en
el Savannah Christmas Cotillion. Si su madre se sintió orgullosa de ella
aquella noche —y lo estaba, a juzgar por su semblante complacido—, Gabby notó como
si finalmente estuviera lista para poder adoptar sus propias decisiones,
algunas que de antemano sabía que su madre no aceptaría. Por supuesto que
quería casarse y tener hijos algún día, como su madre, pero también estaba
segura de que quería trabajar, como papá. Más concretamente, quería ser médico.
Oh, su madre había objetado con todas sus fuerzas al enterarse de sus
planes. Por lo menos, al principio. Pero después empezó la sutil campaña
ofensiva para conseguir que se sintiera culpable.
Mientras Gabby superaba con excelentes notas un examen tras otro en el
instituto, su madre la recibía con el ceño fruncido y el mismo sermón sobre
cómo era posible conciliar una vida laboral como médico y familiar como esposa
y madre.
—Pero si para ti el trabajo es más importante que la familia, adelante;
sigue con tus planes para ser médico —remataba su madre.
Gabby intentó resistir la ofensiva de su madre, pero, al final, los
viejos hábitos acabaron por hacer mella y se matriculó en la Facultad de
Ciencias Experimentales y de la Salud, en vez de en la Facultad de Medicina.
Tenía sentido: todavía atendería a pacientes, pero su jornada laboral sería relativamente
estable y nunca tendría que estar disponible a cualquier hora, lo cual era obviamente
una opción que permitía conciliar mejor la vida laboral con la familiar. Sin
embargo, a veces le molestaba que su madre le hubiera metido inicialmente esa
idea en la cabeza.
Sin embargo, no podía negar que la familia no fuera un puntal importante
para ella. Era el resultado de ser fruto de unos padres felizmente casados. Una
crecía creyendo que ese cuento de hadas era real; más que eso, que podía formar
parte de ese cuento. Pero hasta ese momento, sin embargo, las cosas no estaban
saliendo como esperaba. Ella y Kevin llevaban tanto tiempo saliendo juntos como
para haberse enamorado, haber sobrevivido a los típicos altibajos que acababan
por provocar la ruptura de muchas parejas, e incluso para hablar de un futuro
en común. Ella había decidido que él era el hombre con el que quería pasar el
resto de su vida, y por eso frunció el ceño al recordar su última disputa.
Como si percibiera la inquietud de Gabby, Molly se incorporó penosamente
y avanzó hasta su dueña con paso inseguro para buscarle la mano con el hocico.
Gabby la acarició, hundiendo los dedos en su pelaje.
—Me pregunto si será estrés —musitó Gabby, anhelando que su vida fuera
tan simple como la de Molly. Simple, sin preocupaciones ni
responsabilidades..., bueno, salvo por el hecho de esta embarazada—. ¿Me ves
estresada?
La perra no respondió, pero tampoco tenía que hacerlo. Gabby sabía que
estaba estresada.
Podía notarlo en la tremenda tensión en sus hombros cada vez que pagaba
una factura, o cuando el doctor Melton le sonreía impúdicamente, o cuando Kevin
se hacía el sueco cuando ella esperaba un compromiso más formal por su parte.
Tampoco ayudaba el hecho de que no tuviera ni un solo amigo allí, aparte de
Kevin. Apenas había tenido la oportunidad de conocer a nadie fuera de la
consulta y, aunque pareciera mentira, ese vecino era la primera persona con la
que hablaba desde que se había mudado a aquella casa. Analizando lo sucedido,
pensó que podría haberse tomado las cosas de otra manera, sin tanto arrebato.
Sintió un poco de remordimiento por su reacción tan brusca, especialmente
porque él parecía un chico la mar de afable. Cuando la ayudó a levantarse del
suelo, se comportó casi como un amigo. Y cuando ella había empezado aparlotear
sin parar, no la había interrumpido ni una sola vez, lo cual era digno de
admirar.
Sí, le parecía una actitud encomiable, ahora que reflexionaba sobre el
encuentro. Teniendo en cuenta su comportamiento —propio de una mujer
desquiciada—, él no se había enojado ni le había replicado, cosa que sí que
habría hecho Kevin. Se le sonrojaron las mejillas sólo con pensar en qué forma
tan cortés la había ayudado a incorporarse. Y también había habido un momento, después
de que él le pasara la servilleta, en que lo pilló mirándola de un modo que
parecía sugerir que le parecía atractiva. Hacía mucho tiempo que no le sucedía
nada similar, y a pesar de que le costaba admitirlo, la sensación era
reconfortante. Echaba de menos esa clase de atenciones.
Increíble, los sentimientos que una pequeña confrontación podían llegar
a arrancar del alma.
Entró en su habitación y se puso un cómodo pantalón de chándal y una
camiseta suave y deslucida que tenía desde su primer año en la universidad.
Molly la seguía, y cuando Gabby comprendió lo que su perrita necesitaba, enfiló
hacia la puerta.
—¿Estás lista para dar un paseo? —le preguntó.
La cola de Molly empezó a moverse de un lado a otro mientras se
encaminaba hacia la puerta.
Gabby la inspeccionó más de cerca. Todavía parecía preñada, pero quizá
su vecino tuviera razón.
Debería llevarla al veterinario, aunque sólo fuera para estar segura.
Además, no tenía ni idea de los cuidados que necesitaba una perrita preñada. Se
preguntó si Molly precisaría de vitaminas, y eso le recordó que ella misma no
se estaba cuidando del modo que se había propuesto, con la resolución de seguir
unos hábitos más saludables: comer mejor, hacer ejercicio, dormir las horas debidas,
realizar estiramientos... Había decidido empezar tan pronto como se mudara de
casa, esa clase de buenos deseos que uno adopta al realizar un cambio importante
en su vida, pero en realidad no había movido ni el dedo meñique. Mañana mismo
saldría a correr un rato; ninguna excusa sería buena para no hacerlo. Y al
mediodía comería una ensalada y otra por la noche. Y puesto que estaba lista
para asumir más cambios radicales en su vida, quizá podría pedirle a Kevin que
se comprometiera con unos planes más definitivos sobre su futuro en común.
Pero claro, quizá no fuera una buena idea. Enfrentarse a su vecino era
una cosa, pero ¿estaba preparada para asumir las consecuencias si no le
satisfacía la respuesta de Kevin? ¿Y si él no tenía planes? ¿Estaba lista para
abandonar el primer trabajo después de un par de meses? ¿Vender la casa?
¿Mudarse a otro lugar? ¿Hasta dónde estaba dispuesta a llegar?
No estaba segura de nada, salvo del hecho de que no quería perder a
Kevin. Pero intentar seguir unos hábitos más sanos, ahora que finalmente podía
hacerlo... Pasito a pasito, ¿de acuerdo? Tras tomar la decisión, salió al
jardín y observó cómo Molly bajaba los peldaños con dificultad y la seguía
hasta la otra punta del jardín. El aire todavía era cálido, pero se había levantado
una ligera brisa. Las estrellas se desplegaban por todo el cielo, agrupándose
en unas intrincadas constelaciones que, aparte de la Osa Mayor, jamás había
sido capaz de identificar, y decidió que al día siguiente se compraría un libro
de astronomía, justo después de comer. Se pasaría un par de días aprendiendo lo
más esencial, después invitaría a Kevin a pasar una noche romántica en la
playa, donde ella apuntaría hacia el cielo y mencionaría con toda la
naturalidad del mundo algo astronómicamente impresionante. Entornó los ojos,
imaginándose la escena, y se quedó allí plantada. A la mañana siguiente se
convertiría en una nueva persona. Una persona mejor. Y también pensaría qué iba
a hacer con Molly. Aunque tuviera que ponerse a suplicar de rodillas, estaba
decidida a encontrar una familia para cada uno de los cachorros.
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