Capítulo 03
El día se perfilaba como otro de tantos en que Gabby se preguntaba
cómo era posible que hubiera decidido trabajar en una consulta pediátrica.
Después de todo, había tenido la oportunidad de trabajar en la unidad de
cardiología en un hospital, lo cual había sido su intención mientras cursaba
sus estudios en la Facultad de Ciencias Experimentales y de la Salud. Le
encantaba intervenir en operaciones complejas, y le parecía un puesto perfecto
hasta que realizó sus últimas guardias y por casualidad le tocó trabajar con un
pediatra que le llenó la cabeza de pájaros acerca de la encomiable labor y la
alegría insuperable de cuidar a recién nacidos. El doctor Bender, un médico
veterano de pelo cano que jamás perdía la sonrisa y que conocía prácticamente a
todos los niños en Sumter, Carolina del Sur, intentaba convencerla de que,
aunque en cardiología estaría mejor remunerada y seguramente la posición
parecía más glamorosa, no existía nada más reconfortante en el mundo como el
acto de sostener a un bebé y verlo crecer durante los primeros años críticos de
su vida. Normalmente ella asentía sin rechistar, pero en su último día, él
forzó la situación emplazando un bebé entre sus brazos. Mientras el pequeñín se
dormía, la voz del doctor Bender flotó a su alrededor: «En cardiología todo son
emergencias y, por más que hagas, parece que el estado de tus pacientes siempre
empeora.
Después de unos años, debe de ser agotador. Te puedes quemar muy
deprisa, si no vas con cuidado. En cambio, cuidar de un bebé como éste... —Hizo
una pausa, señalando a la criatura—. No hay nada más grande en el mundo».
A pesar de la oferta de trabajo en cardiología en un hospital de
su pueblo natal, Gabby acabó por aceptar el trabajo con los doctores Furman y
Melton, en Beaufort, Carolina del Norte. De entrada le pareció que el doctor
Furman no se enteraba de nada, y que el doctor Melton era un sujeto con muchas
ganas de flirtear, pero el puesto vacante suponía una oportunidad para estar
más cerca de Kevin. Y en cierto modo estaba convencida de que el doctor Bender
tenía razón. No se había equivocado respecto a los recién nacidos. A Gabby casi
siempre le encantaba tratarlos, incluso cuando tenía que ponerles alguna
inyección y sus gritos la sobresaltaban. Los que ya empezaban a dar sus primeros
pasos también eran un encanto. La mayoría de ellos eran unas personitas
adorables, y le encantaba observarlos mientras se aferraban a sus mantitas o a
sus osos de peluche y la miraban con aquella expresión tan inocente. Eran los
padres los que la sacaban de quicio. El doctor Bender había olvidado mencionar
un punto crucial: en cardiología, tratabas con un paciente que acudía a la
consulta por voluntad propia o por necesidad; en pediatría, sin embargo, te las
veías con pacientes que estaban a menudo bajo la custodia de unos padres neuróticos
sabelotodo. Eva Bronson era uno de los ejemplos más claros.
Eva, que sostenía a George en su regazo, parecía mirar a Gabby con
altivez. El hecho de que no fuera técnicamente una doctora y de que fuera
relativamente joven provocaba la misma reacción en numerosos padres, que la
miraban como si fuera una enfermera sobre-pagada.
—¿Está segura de que el doctor Furman no tiene un momentito para
visitar a mi hijo? —La mujer enfatizó la palabra «doctor».
—Está en el hospital —replicó Gabby—. Y tardará en volver. Además,
estoy segura de que él le dirá lo mismo que yo. Su hijo está bien.
—Ya, pero sigue tosiendo.
—Tal y como le he dicho antes, los niños pueden toser hasta
incluso transcurridas seis semanas después de un resfriado. Sus pulmones tardan
más en curarse, pero eso es absolutamente normal.
—¿Así que no piensa recetarle ningún antibiótico?
—No, no lo necesita. No tiene mucosidad en los oídos, ni en la
nariz ni en la garganta, y no he detectado ningún síntoma de bronquitis en los
pulmones. No tiene fiebre y su aspecto es saludable.
George, que acababa de cumplir dos años, no paraba de moverse en
la falda de Eva, intentando zafarse de ella, con una energía desbordante. Eva
lo sujetó con más fuerza.
—Bueno, ya que el doctor Furman no está, quizá pueda examinarlo el
doctor Melton. Estoy completamente segura de que mi hijo necesita un
antibiótico. A la mitad de los niños en la guardería los están medicando con
antibióticos; seguro que se trata de una enfermedad infecciosa.
Gabby fingió escribir algo en la ficha. Esa mujer siempre quería
que le recetaran un antibiótico a George. Eva Bronson era una adicta a los
antibióticos, si es que existía tal cosa.
—Si le sube mucho la fiebre, venga otra vez y lo examinaré de
nuevo.
—No quiero «volver otra vez». Por eso he venido «hoy». Creo que lo
mejor será que lo vea un «médico».
Gabby se esforzó por no perder los estribos.
—Muy bien. Veré si el doctor Melton puede hacer un hueco en su
apretada agenda y ver a George.
Cuando hubo abandonado la salita, Gabby se detuvo en el pasillo,
consciente de que antes tenía que prepararse. No quería hablar otra vez con el
doctor Melton; había hecho todo lo posible por evitarlo durante toda la mañana.
Tan pronto como el doctor Fulman se marchó al hospital para intervenir en una
cesárea de emergencia en el Hospital General Carteret de Morehead City, el doctor
Melton empezó a revolotear cerca de ella, lo bastante cerca como para que Gabby
se diera cuenta de que acababa de realizar gárgaras con un enjuague bucal.
—Supongo que estaremos solos el resto de la mañana —le había dicho
él.
—Quizá no haya demasiado trabajo —había contestado Gabby con un
tono neutral. No estaba lista para encararse a él; no se atrevía a hacerlo si
el doctor Furman no estaba cerca.
—Siempre hay muchos pacientes, los lunes. Esperemos que no
tengamos que trabajar hasta la hora de comer.
—Esperemos —repitió ella.
El doctor Melton había cogido un historial médico junto a la
puerta de la consulta al otro lado del pasillo. Lo repasó rápidamente, y justo
cuando Gabby se disponía a marcharse, oyó de nuevo su ronca voz:
—Y hablando de comer, ¿has probado alguna vez los tacos de
pescado?
Gabby pestañeó inquieta.
—¿Cómo?
—Conozco un lugar extraordinario en Morehead, cerca de la playa.
Podríamos pasarnos por allí y, de paso, traer más tacos para el resto del
personal.
A pesar de que él había mantenido el semblante serio —en realidad,
podría haber estado hablando con el doctor Furman en vez de con ella—, Gabby
retrocedió incómoda.
—No puedo. He de llevar a Molly al veterinario. He pedido hora esta mañana.
—¿Te dará tiempo?
—Me han dicho que sí.
El vaciló unos instantes.
—Muy bien; otra vez será.
Mientras Gabby cogía un historial médico, se estremeció con una
mueca de dolor.
—¿Estás bien? —se interesó el doctor Melton.
—Sí, sólo son un poco de agujetas, nada más —contestó antes de
desaparecer en la salita.
La verdad era que notaba todos los músculos entumecidos. Muy
entumecidos. Le dolía todo el cuerpo, desde el cuello hasta los tobillos, y el
malestar parecía ir en aumento. Si se hubiera limitado a salir a correr un rato
el domingo, seguramente ahora estaría bien. Pero la nueva, la intrépida Gabby,
no había tenido suficiente. Después de hacer aerobismo —y muy orgullosa de que,
a pesar de que había mantenido un ritmo lento, no había tenido que detenerse ni
una sola vez—, había ido al gimnasio Gold en Morehead City para hacerse socia.
Había firmado los papeles mientras el entrenador le explicaba las numerosas
clases con nombres complicadísimos a las que podía asistir prácticamente a
cualquier hora. Cuando se disponía a ponerse de pie para marcharse, él mencionó
que había una clase nueva llamada Body Pump que estaba a punto de empezar.
—Es una clase fantástica —le dijo—. Trabajamos todo el cuerpo: es
una combinación de gimnasia aeróbica con ejercicios propios de la sala de
musculación. Deberías probarlo.
Y eso fue lo que hizo. Y sólo esperaba que Dios no le tuviera en
cuenta a ese chico la trastada que le había hecho.
No de inmediato, por supuesto. Ni durante la clase, en la que se
había sentido bien. Aunque en el fondo sabía que debería tomárselo con más
calma, decidió seguir el ritmo de la mujer ataviada con escasísima ropa,
retocada con cirugía estética, y con un kilo de máscara de ojos en las pestañas
que tenía a su lado. Había levantado pesas sin parar, y después había corrido
por la sala hasta que creía que el corazón se le iba a escapar por la boca,
luego había levantado más pesas otra vez, y de nuevo había corrido por la sala
sin parar. Cuando acabó la sesión, con todos los músculos temblando, Gabby se
sintió como si hubiera dado el siguiente paso en su evolución. Al salir del
gimnasio se compró un batido con muchas proteínas, simplemente para completar
la transformación.
De camino a casa, entró en una librería para comprar un libro de
astronomía, y después, cuando estaba a punto de quedarse dormida, se dijo que
era la primera vez en mucho tiempo que se sentía más animada respecto a su
futuro, salvo por el hecho de que sus músculos parecían estar agarrotándose más
a cada minuto que pasaba.
Lamentablemente, la nueva e intrépida Gabby descubrió que le
costaba horrores levantarse de la cama a la mañana siguiente. Le dolía todo el
cuerpo. No, mejor dicho, lo que sentía iba más allá del dolor. Mucho peor que
dolor. Era una tortura. Notaba como si cada músculo de su cuerpo hubiera pasado
por un exprimidor de zumos. La espalda, el pecho, el abdomen, las piernas, los glúteos,
los brazos, el cuello..., ¡incluso le dolían los dedos de las manos! Necesitó
tres intentos hasta que finalmente consiguió sentarse en la cama y, tras
arrastrar los pies hasta el baño, se dio cuenta de que el acto de limpiarse los
dientes sin gritar le costaba una descomunal dosis de autocontrol. En el
botiquín buscó un poco de todo —una aspirina, paracetamol, un antiinflamatorio—,
y al final, decidió tomarse todas las píldoras juntas. Se las tragó con un vaso
de agua mientras se observaba atentamente en el espejo.
—Vale, creo que te has pasado un poco haciendo ejercicio —admitió.
Pero ya era demasiado tarde, incluso se encontraba peor, los
analgésicos no surtían efecto. O quizá sí. Por lo menos, aquella mañana fue
capaz de trabajar —siempre y cuando no hiciera movimientos muy bruscos—. Pero
el dolor persistía, y el doctor Furman se había ido, y lo último que deseaba
era tener que lidiar con el doctor Melton.
Sin otra alternativa, preguntó a una de las enfermeras en qué sala
estaba y, después de dar unos golpecitos en la puerta, asomó la cabeza. El
doctor Melton alzó la vista de su paciente, y su expresión se animó al verla.
—Siento interrumpirlo. ¿Podemos hablar un momento?
—Por supuesto. —Se levantó del taburete, dejó el historial del
paciente mientras abandonaba la sala y cerró la puerta tras él—. ¿Has cambiado
de opinión respecto a la comida?
Gabby sacudió la cabeza y le expuso el caso de Eva Bronson y
George; él le prometió que hablaría con esa mujer tan pronto como pudiera.
Mientras se alejaba por el pasillo cojeando, podía notar los ojos de él
clavados en su espalda.
Eran más de las doce cuando Gabby terminó con su último paciente
de la mañana. Agarró el monedero y salió cojeando hacia el coche, consciente de
que no tenía demasiado tiempo. Al cabo de cuarenta y cinco minutos tenía que
estar de vuelta para atender a su primer paciente de la tarde; si no estaba
demasiado rato en la clínica veterinaria, no tenía por qué preocuparse. Esa era
una de las cosas positivas de vivir en una pequeña localidad con menos de cuatrocientos
habitantes. Todo quedaba a un tiro de piedra. Mientras que Morehead City —cinco
veces más grande que Beaufort— se hallaba justo al otro lado del puente que
cruzaba la vía navegable intracostera y era el lugar que congregaba a la
mayoría de la gente para realizar sus compras durante el fin de semana, la
corta distancia bastaba para aportar a aquella localidad un aire aislado y ok distintivo,
como la mayoría de los pueblos en el Down East, que era como los habitantes de
la zona denominaban a esa parte del estado.
Beaufort era un pueblo precioso, especialmente el casco antiguo.
En un día como aquél, con una temperatura perfecta para pasear, se asemejaba a
como ella imaginaba que debía de haber sido Savannah, su pueblo natal, durante
su primer siglo de vida.
Calles amplias, árboles frondosos y un centenar de viviendas
restauradas ocupaban varias manzanas, hasta fundirse con Front Street —la calle
peatonal— y un pequeño paseo entarimado con unas hermosísimas vistas al puerto
deportivo. Los amarres estaban ocupados por barcas de paseo o de pesca de todas
las formas y tamaños imaginables; un impresionante yate que debía de valer una
millonada podía estar atracado entre una barquita para pescar cangrejos y un
bonito y vistoso velero. También había un par de restaurantes con unas vistas
espectaculares: locales antiguos y con carácter, rematados con unos bonitos
patios techados y unas mesas de picnic que hadan que los clientes se sintieran
como si estuvieran de vacaciones en un lugar donde el tiempo se hubiera
detenido. Los fines de semana, al atardecer, algunas bandas de música actuaban
en los restaurantes, y el 4 de julio del verano anterior, cuando ella había ido
a visitar a Kevin, había venido tanta gente para escuchar música y ver los
fuegos artificiales que el puerto se llenó literalmente de barcas. Sin
suficientes amarres para todas ellas, los dueños de las barcas decidieron
simplemente atarlas una junto a la otra, y saltaban de barca en barca hasta
llegar al puerto, aceptando u ofreciendo cervezas a todos los que pasaban.
En el lado opuesto de la calle, las agencias inmobiliarias se
mezclaban con las galerías de arte y las tiendas de souvenirs para los turistas. A
Gabby le gustaba pasear al atardecer por las galerías de arte para mirar
cuadros. De joven había soñado con ganarse la vida pintando o dibujando; necesitó
unos pocos años para aceptar que su ambición excedía con creces su talento. Eso
no significaba que no pudiera apreciar la calidad de una obra, y de vez en
cuando descubría una fotografía o un cuadro que le provocaba una gran
impresión. Dos veces se había decidido a comprar, y tenía dos cuadros colgados
en las paredes de su casa. Había considerado la posibilidad de adquirir unos
cuantos más para complementarlos, pero su presupuesto mensual no se lo permitía,
por lo menos de momento.
Unos pocos minutos más tarde, Gabby aparcó al lado de su casa y
soltó un grito apagado al salir del coche, antes de avanzar cojeando hasta la
puerta principal. Molly, que
la esperaba en el porche, se tomó su tiempo para olisquear el parterre, y luego
dio un saltito para subirse al asiento del pasajero. Gabby soltó otro gritito
de dolor cuando entró nuevamente en el coche, acto seguido bajó la ventana para
que Molly pudiera
sacar la cabeza, algo que le encantaba hacer.
La clínica veterinaria Down East estaba a tan sólo unos minutos, y
Gabby aparcó en la zona de estacionamiento, oyendo cómo crujía la gravilla bajo
las ruedas. El rústico y ajado edificio Victoriano se asemejaba más a una casa
que a una clínica veterinaria. Ató a Molly con la correa, después echó un rápido vistazo al reloj. Rezaba por
que el veterinario no se demorase demasiado.
La puerta principal se abrió con un estrepitoso chirrido, y Gabby
notó que Molly tiraba
de la correa cuando husmeó el tufo propio de las clínicas de animales. La mujer
se dirigió al mostrador, pero antes de que pudiera articular ni una sola
palabra, la recepcionista se puso de pie.
—¿Esta es Molly'?
—preguntó.
Gabby no pudo ocultar su sorpresa. Todavía le costaba habituarse a
la vida en aquella pequeña localidad.
—Sí. Y yo soy Gabby Holland.
—Encantada de conocerla. Soy Terri. ¡Qué perrita tan mona!
—Gracias.
—Nos preguntábamos si tardaría mucho en llegar. Esta tarde tiene
que volver al trabajo,
¿verdad? —Asió un cuestionario en blanco—. Por favor, sígame hasta
una de las salitas. Allí podrá rellenar esta hoja con más tranquilidad. De ese
modo, el veterinario podrá visitarla sin demora. No tardará. Ya casi ha
acabado.
—Perfecto, muchas gracias —respondió Gabby.
La recepcionista la guió hasta una sala contigua. Dentro había una
balanza, y la mujer ayudó a Molly a
subirse en ella.
—No hay de qué. Además, siempre estoy con mis hijos en su consulta
pediátrica. ¿Qué tal? ¿Se siente a gusto en su nuevo puesto?
—La verdad es que sí; hay más trabajo de lo que me había figurado
—contestó ella.
Terri anotó el peso, luego se dirigió otra vez hacia el pasillo.
—Me encanta el doctor Melton. Se ha portado magníficamente con mi
hijo.
—Se lo diré —dijo Gabby.
Terri señaló hacia una salita amueblada con una mesa metálica y
una silla de plástico, y le entregó el cuestionario a Gabby.
—Sólo tiene que rellenar esta hoja. Mientras tanto, le diré al
veterinario que ya está aquí.
Terri se marchó y Gabby se sentó, satisfecha, aunque rápidamente
esbozó una mueca de dolor al notar que se le tensaban los músculos de las
piernas. Respiró hondo varias veces seguidas y esperó a que cesara el dolor;
acto seguido, rellenó el cuestionario mientras Molly se paseaba por la sala.
No había transcurrido ni un minuto cuando la puerta se abrió. Lo
primero que Gabby vio fue la bata blanca; un instante más tarde, se fijó en el
nombre bordado en letras azules. Gabby se disponía a hablar, pero el repentino
reconocimiento de aquella cara se lo impidió.
—Hola, Gabby —la saludó Travis—. ¿Cómo estás?
Gabby continuó mirándolo con la mandíbula desencajada,
preguntándose qué diantre hacía su vecino allí. Estaba a punto de soltar un
comentario desagradable cuando se dio cuenta de que sus ojos eran azules.
«¡Qué extraño! Juraría que eran marrones», pensó.
—Supongo que ésta es Molly —dijo él, interrumpiendo sus pensamientos—. Hola, bonita. —La acarició
y le frotó el cuello—. Te gusta, ¿eh? ¿Sabes que eres muy guapa? ¿Cómo estás,
bonita?
El sonido de su voz transportó a Gabby de nuevo al tenso encuentro
varias noches antes.
—¿Tú eres..., eres el... veterinario? —tartamudeó.
Travis asintió mientras continuaba rascándole el lomo a Molly cariñosamente.
—Sí, junto con mi padre. Él abrió esta consulta, y yo empecé a
trabajar con él cuando acabé mis estudios en la universidad.
No podía ser. De toda la gente de aquella localidad, tenía que ser
él. ¿Cómo era posible que Gabby no pudiera tener un día normal, sin
complicaciones?
—¿Por qué no dijiste nada la otra noche?
—Sí que lo hice. Te recomendé que la llevaras al veterinario,
¿recuerdas?
Ella achicó los ojos como un par de rendijas. Ese tipo parecía
disfrutar exasperándola.
—Ya sabes a qué me refiero.
Él levantó la vista.
—¿Te refieres al hecho de que yo sea el veterinario? Intenté
decírtelo, pero no me dejaste.
—Pues deberías haber insistido.
—No creo que estuvieras de humor para escucharme. Pero eso es ya
agua pasada. No estoy ofendido. —Sonrió—. Y ahora deja que examine a esta
señorita, ¿de acuerdo? Sé que has de volver a la consulta, así que intentaré ir
lo más rápido posible.
Gabby podía notar que la rabia se apoderaba de ella ante la
impasibilidad de su interlocutor. Así que... «No estoy ofendido», ¿eh? Por unos
instantes pensó en levantarse y abandonar inmediatamente la sala.
Lamentablemente, Travis ya había empezado a palparle el vientre a Molly.
Además, aunque se propusiera levantarse rápidamente no podría,
puesto que en esos precisos momentos sus piernas parecían haberse declarado en
huelga. Muerta de dolor por las agujetas, decidió cruzarse de brazos; al
hacerlo notó algo parecido al filo de un cuchillo clavándosele en la espalda y
en los hombros mientras él auscultaba a Molly con el estetoscopio. Se mordió el labio inferior, orgullosa de no
haber gritado, todavía.
Travis la miró de soslayo.
—¿Estás bien?
—Sí —contestó ella.
—¿Estás segura? Tienes cara de estar sufriendo.
—Estoy bien —repitió ella.
Ignorando su tono arisco, Travis volvió a centrar su atención en
la perrita. Desplazó el estetoscopio, volvió a auscultarla, luego examinó uno
de sus pezones. Finalmente, se puso un guante de látex y le hizo un rápido
reconocimiento interno.
—Sí, definitivamente, Molly está embarazada —concluyó él, sacándose el guante y tirándolo a la
papelera—. Y según parece, está de siete semanas.
—Ya te lo dije. —Gabby lo fulminó con una mirada desafiante, y se
contuvo para no añadir que Moby era el
responsable.
Travis se levantó y se guardó el estetoscopio en el bolsillo de la
bata. Agarró el cuestionario y le echó un vistazo.
—Y para que lo sepas, estoy totalmente seguro de que Moby no es el responsable.
—¿Ah, no?
—No. Lo más probable es que sea ese labrador que he visto merodear
por el vecindario. Me parece que es del viejo Cason, aunque no estoy
completamente seguro. Puede que sea el perro de su hijo. Sé que hace poco ha
vuelto al pueblo.
—¿Y por qué estás tan seguro de que no ha sido Moby?
Travis empezó a repasar el cuestionario y, por un momento, ella
dudó de si la había oído.
Entonces él se encogió de hombros.
—Por la simple razón de que Moby está esterilizado.
Existen momentos en que una sobrecarga mental puede bloquear la
capacidad de hablar. De repente, Gabby pudo verse a sí misma en la vergonzosa
situación de empezar a tartamudear y luego ponerse a llorar, y finalmente
abandonar la sala corriendo. Recordaba vagamente que él le había intentado
decir algo, lo que hizo que se sintiera aún más sofocada.
—¿Esterilizado? —balbuceó.
—Así es. —El alzó la vista del cuestionario—. Hace dos años. Mi
padre lo hizo aquí, en esta clínica.
—Ah...
—También intenté decírtelo. Pero te marchaste y me dejaste con la
palabra en la boca. Me sentía tan mal por no habértelo dicho que el domingo
pasé a verte para contártelo, pero no estabas.
Gabby soltó lo primero que se le ocurrió:
—Estaba en el gimnasio.
—Me alegro.
El movimiento requirió un considerable esfuerzo, pero ella
descruzó los brazos.
—Supongo que te debo una disculpa.
—No estoy ofendido —volvió a decir, y esta vez consiguió que Gabby
se sintiera incluso peor—.
Pero mira, sé que tienes prisa, así que déjame que te diga un par
de cosas sobre Molly, ¿de acuerdo?
Ella asintió, sintiéndose como si su profesor la acabara de castigar
de cara a la pared en un rincón de la clase, sin poder olvidar su patética
intervención del sábado por la noche. El hecho de que él se tomara las cosas
con tanta tranquilidad no hacía más que empeorar su estado de ánimo.
—El periodo de gestación dura nueve semanas, por lo que le quedan
dos. Molly tiene
las caderas bastante anchas, así que no debes preocuparte por el parto, y ése
era precisamente el motivo por el que quería que la trajeras. Los collies a
veces tienen las caderas muy estrechas. En cuanto al resto, no hay nada que
necesites hacer, pero no olvides que lo más probable es que Molly busque un lugar fresco y oscuro
para dar a luz, así que quizá sería conveniente que pusieras unas mantas viejas
en el garaje. Se puede acceder al garaje desde una puerta en la cocina, ¿verdad?
Gabby volvió a asentir, notando como si todo su cuerpo se
estuviera encogiendo por segundos.
—Déjala abierta, y Molly probablemente empezará a pasearse por allí. Es lo que se llama preparar
el nido, y es perfectamente normal. Lo más probable es que tenga a los
cachorros cuando haya calma. Por la noche, o mientras tú estés trabajando, pero
recuerda que es un acto completamente natural, así que no tienes que
preocuparte por nada. Los cachorros se pondrán a mamar instintivamente, así que
tampoco tienes que preocuparte por eso. Y seguramente luego tendrás que tirar
las mantas, por lo que será mejor que utilices algunas viejas, ¿entendido?
Ella asintió por tercera vez, sintiéndose incluso más insignificante.
—Aparte de esto, no hay nada más que necesites saber. Si surge
algún problema, tráela a la consulta. Si pasa algo por la noche, ya sabes dónde
vivo.
—De acuerdo —carraspeó Gabby.
Cuando ella no dijo nada más, él sonrió y enfiló hacia la Puerta.
—Eso es todo. Ya puedes llevarla a casa, si quieres. Pero me
alegro de que la hayas traído. No creía que fuera una infección, pero me quedo
más tranquilo ahora que lo hemos descartado.
—Gracias —musitó Gabby—. Y, de nuevo, siento mucho...
Travis alzó la mano para detenerla.
—No pasa nada. De veras. Estabas angustiada, y es verdad que a Moby le gusta mucho deambular por el
vecindario. Fue un error comprensible. Ya nos veremos, ¿de acuerdo?
Cuando él finalmente le dio a Molly una última palmadita, Gabby se sentía más pequeña que una hormiga.
Después, Travis —el doctor Parker— abandonó la sala, y ella esperó un largo momento
para confirmar que no iba a regresar. Entonces, lenta y dolorosamente se
incorporó de la silla. Asomó la cabeza por la puerta y, tras confirmar que no
había nadie en el pasillo, se dirigió al mostrador de recepción y pagó la
visita con la máxima discreción posible.
De regreso a su trabajo, la única cosa que Gabby sabía con
absoluta certeza era que, a pesar de que él le hubiera intentado quitar hierro
al asunto, jamás superaría la vergüenza por lo que había hecho, y puesto que no
había una roca lo bastante grande como para poder ocultarse debajo, su
intención era hallar una forma de evitar a su vecino durante un tiempo. No para
siempre, claro. Un periodo razonable, algo así como... los siguientes cincuenta
años.
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