CAPITULO 05
A lo largo de las siguientes dos semanas, Gabby se convirtió
en una experta a la hora de entrar y salir a escondidas, por lo menos cuando se
trataba de hacerlo de su casa.
No le quedaba otra alternativa. ¿Qué diantre iba a decirle a
Travis? Había hecho un ridículo tan espantoso, y él aún había empeorado más las
cosas comportándose tan magnánimo, que obviamente se había visto obligada a
alterar las normas de entrada y salida. Ahora, la regla número uno consistía en
evitarlo a toda costa. La única actuación de la que se sentía orgullosa —lo único
positivo que había sacado de aquella experiencia tan horrorosa— era que se
había disculpado en su consulta.
No obstante, le resultaba difícil continuar por esa línea.
Al principio, lo único que había tenido que hacer era aparcar el coche dentro
del garaje, pero ahora que se acercaba la fecha del parto, había tenido que
volver a aparcar el coche en la calle para que Molly pudiera preparar el nido.
Aquello significaba que Gabby tenía que llegar y marcharse
cuando estaba segura de que Travis no estaba cerca.
Había rebajado los cincuenta años que inicialmente se había
propuesto pasar desapercibida para su vecino. Ahora pensaba que con un par de
meses más bastaría, o a lo mejor medio año sería suficiente para que él
olvidara el asunto, o por lo menos para que no se acordara de su deplorable
actuación. Gabby sabía que el paso del tiempo ejercía un extraño influjo a la hora
de difuminar los márgenes de la realidad hasta que sólo quedaba una imagen
confusa, y cuando eso sucediera, ella retomaría poco a poco sus rutinas.
Empezaría por pequeños cambios —un saludo por aquí cuando se apeara del coche,
quizás otro saludo si coincidían los dos en sus respectivas terrazas—, y a
partir de ahí avanzarían paso a paso. Pensó que con el tiempo quizá llegarían a
mantener una relación cordial —a lo mejor incluso llegarían a reírse algún día
juntos por la forma en que se habían conocido—, pero hasta ese momento, ella
prefería vivir como una espía.
Evidentemente, había tenido que aprenderse los horarios de
Travis. No le había costado mucho: un rápido vistazo al reloj cuando él se
marchaba por la mañana mientras ella lo observaba desde la cocina. El regreso a
casa después del trabajo había resultado incluso más fácil: cuando ella llegaba,
él solía estar navegando con la barca o practicando esquí náutico. Aunque en el
fondo, eso hacía que los atardeceres fueran la peor traba. Puesto que él estaba
«por ahí fuera», ella tenía que estar «ahí dentro», a pesar de que la puesta de
sol fuera espectacular, y a menos que decidiera ir a visitar a Kevin, no le
quedaba más remedio que quedarse encerrada, estudiando su libro de astronomía,
el que había comprado con la esperanza de impresionar a Kevin una noche que se
dedicaran a observar las estrellas, lo cual, por desgracia, todavía no había
tenido lugar.
Suponía que se podría haber comportado de un modo más adulto
en lo que concernía a aquel asunto, pero tenía la extraña impresión de que, si
se encontraba con Travis cara a cara, irremediablemente él «rememoraría» todo
lo sucedido en vez de «prestarle la debida atención», y lo último que deseaba
era causarle una impresión aún peor de la que ya tenía. Además, había otros
temas que le preocupaban.
Kevin, por ejemplo. Él pasaba a visitarla un rato prácticamente
todos los días, al anochecer, e incluso se había quedado a dormir el fin de
semana anterior, después de jugar al golf, por supuesto, para no perder la
costumbre. Kevin adoraba el golf. También habían salido tres veces a cenar y
habían ido dos veces al cine, y habían pasado parte del domingo por la tarde en
la playa, y un par de días antes, mientras estaban sentados en el sofá, él le
había quitado los zapatos mientras bebían una copa de vino.
—¿Qué haces?
—Pensé que igual te gustaría que te masajeara un poco los
pies. Supongo que los tienes entumecidos, después de pasarte todo el día de
pie.
—Será mejor que primero me los lave.
—No me importa si no están limpios. Y además, me gusta mirar
los dedos de tus pies. Son muy monos.
—No tendrás un fetichismo secreto con los pies, ¿eh?
—No, mujer. Lo único es que me gustan tus pies —respondió
él, empezando a hacerle cosquillas en los pies, y ella los apartó, riendo a
carcajadas.
Un momento después, se estaban besando apasionadamente, y
cuando él se tumbó a su lado, le declaró que la quería mucho. Por la forma en
que se lo dijo, Gabby tuvo la impresión de que podría considerar la posibilidad
de irse a vivir con él, lo cual era bueno. Era la vez que él había estado más
cerca de hablar de su futuro en común, pero...
Pero ¿qué? Eso era lo que siempre aguaba la fiesta, ¿no?
¿Era el acto de vivir juntos un paso más hacia delante o sólo una forma de
alargar el presente? ¿De veras ella necesitaba que él se le declarase? Gabby se
quedó pensativa unos instantes. La verdad era que... sí. Pero no hasta que él estuviera
preparado, lo cual la llevaba, inevitablemente, a formularse preguntas que se
habían ido gestando cada vez que estaban juntos: ¿cuándo estaría él preparado?
¿Realmente llegaría a estarlo algún día? Y, por supuesto, ¿por qué él no estaba
preparado para casarse con ella? ¿Había algo malo en querer casarse en lugar de
simplemente irse a vivir con él? Había llegado un momento en que ni tan sólo
estaba segura sobre esa cuestión. Es como muchas parejas que han pasado tantos
años juntos que tienen la certeza de que acabarán casándose algún día, y al final
lo hacen; en cambio otras saben que aún tardarán en casarse, por lo que deciden
irse a vivir juntos, y la relación también funciona. A veces, Gabby se sentía
como si fuera la única con las ideas claras; para ella, el matrimonio siempre
había sido una vaga idea, algo que acabaría por... suceder.
Y sucedería, ¿no?
Esos enrevesados pensamientos le provocaron dolor de cabeza.
Lo que realmente quería era sentarse fuera en la terraza y saborear un vaso de
vino y olvidarse de todo durante un rato. Pero Travis Parker estaba en su
terraza, ojeando una revista, por lo que eso no iba a ser posible. Así que, un
jueves más, se quedó encerrada dentro de casa.
Cómo deseaba que Kevin no tuviera que trabajar hasta tan
tarde, porque de ese modo podrían hacer alguna actividad juntos. Él tenía una
reunión a última hora con un dentista que estaba a punto de abrir su consulta y
que por eso necesitaba toda clase de seguros. Tampoco era para echarse a llorar
—sabía que él se dedicaba en cuerpo y alma al negocio familiar—, pero lo peor
de todo era que a la mañana siguiente, a primera hora, Kevin tenía que
marcharse con su padre a Myrtle Beach para asistir a una convención, así que no
tendría oportunidad de verlo hasta el miércoles siguiente, lo cual significaba
que tendría que pasar incluso más tiempo acurrucada como una gallina. El padre
de Kevin había abierto una de las compañías de seguros más grandes en la zona
este de Carolina del Norte, y, con cada año que pasaba, Kevin iba asumiendo más
responsabilidades en la oficina de Morehead City, mientras su padre se
preparaba para retirarse del negocio. A veces se preguntaba cómo debía de ser
esa experiencia —tener una carrera profesional ya marcada desde el día en que
empezó a dar sus primeros pasos—, pero suponía que había cosas peores,
especialmente porque el negocio iba viento en popa. A pesar de apestar a nepotismo,
no se podía decir que Kevin no se ganara el sueldo; por aquella época, su padre
pasaba menos de veinte horas a la semana en la oficina, lo cual obligaba a
Kevin a trabajar casi sesenta horas a la semana. Con casi treinta empleados,
los problemas de dirección eran interminables, pero Kevin poseía una portentosa
habilidad para tratar con la gente. Por lo menos, eso era lo que algunos de sus
empleados le habían comentado en las dos ocasiones que había asistido a la cena
de Navidad de la empresa.
Sí, se sentía muy orgullosa de él; sin embargo, no podía
evitar el sentimiento de abandono en noches como aquélla, que le parecían
noches perdidas. Quizá podría salir a estirar las piernas un rato a Atlantic
Beach, donde podría tomarse una copa de vino mientras presenciaba la puesta de sol.
Por un momento, consideró esa posibilidad. Pero cambió de opinión. No pasaba
nada si se quedaba sola en casa, pero la idea de beber en la playa sola la hacía
sentirse muy desdichada. La gente pensaría que no tenía ni un solo amigo en el
mundo, lo cual no era cierto. Tenía un montón de amigas. Lo único que pasaba
era que ninguna de ellas se hallaba a menos de ciento cincuenta kilómetros a la
redonda, y aquello tampoco le infundía ánimos.
Si saliera con su perrita, sin embargo..., bueno, eso ya era
otro cantar. Esa era una práctica completamente normal, incluso saludable.
Había necesitado varios días y la mayoría de los analgésicos de su botiquín,
pero al final el dolor por culpa de su primer día de ejercicio físico había desaparecido.
No había regresado a la clase de Body Pump —los que asistían eran sin lugar a dudas
masoquistas—, pero había empezado a mantener una rutina bastante regular en el gimnasio.
Por lo menos, en los últimos días. Había ido tanto el lunes como el miércoles,
y estaba decidida a buscar un rato libre para ir también al día siguiente.
Se levantó del sofá y apagó el televisor. Molly no estaba
cerca, y se encaminó hacia el garaje, pues supuso que la encontraría allí. La
puerta del garaje estaba entornada. Cuando entró y encendió la luz, lo primero
que vio fueron unas bolitas peludas que no paraban de moverse alrededor de
Molly.
Gabby soltó un grito de sorpresa; un momento más tarde, sin
embargo, empezó a gritar asustada. Travis acababa de entrar en la cocina para
sacar una pechuga de pollo de la nevera cuando oyó los repentinos golpes frenéticos
en la puerta de su casa.
—¿Doctor Parker? ¿Travis? ¿Estás ahí?
Sólo necesitó unos instantes para reconocer la voz de Gabby.
Cuando abrió la puerta, vio que su vecina lo miraba con cara de susto. Estaba
muy pálida.
—¡Ven, por favor! —imploró ella—. ¡Molly no está bien!
Travis reaccionó al instante; mientras Gabby se ponía a
correr de vuelta a su casa, él cogió el maletín que guardaba detrás del asiento
del pasajero en la furgoneta, el que utilizaba cuando recibía alguna llamada de
algún granjero y tenía que desplazarse para examinar animales en las granjas.
Su padre siempre había recalcado la importancia de tener a punto un maletín con
todo lo necesario y Travis había seguido el consejo a ciegas. En esos momentos,
Gabby ya casi había llegado a su puerta, y la dejó abierta, al tiempo que
desaparecía dentro de casa. Travis la siguió un momento más tarde y la avistó
en la cocina, cerca de la puerta abierta que comunicaba con el garaje.
—¡Está jadeando y vomitando! —explicó ella, visiblemente
alterada, mientras se acercaba a su perrita—. Y... tiene algo colgando en...
Travis intervino al instante al reconocer el desprendimiento
uterino, con la esperanza de que no fuera demasiado tarde.
—Deja que me lave las manos —dijo rápidamente. Se frotó las
manos con brío en el fregadero de la cocina, y mientras se lavaba continuó
diciéndole—: ¿Hay alguna forma de conseguir más luz ahí dentro? ¿Una lámpara o
algo similar?
—¿No piensas llevarla a la clínica veterinaria?
—Probablemente sí —contestó él, manteniendo el tono de voz
bajo—. Pero no ahora. Primero quiero intentar algo. Y lo que necesito es más
luz, ¿entendido? ¿Puedes ayudarme?
—Sí, sí..., claro. —Gabby desapareció de la cocina, y regresó
un momento después con una lámpara—. ¿Se pondrá bien?
—Dentro de un par de minutos sabré si es grave. —Con las
manos alzadas como un cirujano, señaló con la cabeza hacia el maletín que había
en el suelo—. ¿Puedes llevarme el maletín hasta el garaje? Déjalo cerca de Molly
y busca un enchufe para la lámpara. Tan cerca de Molly como sea posible, ¿de
acuerdo?
—De acuerdo —contestó ella, intentando no perder la calma.
Travis se acercó a la perrita despacio mientras Gabby
enchufaba la lámpara, y suspiró aliviado al ver que Molly estaba consciente.
Oyó que gemía, lo cual era normal, dada la situación. Acto seguido, centró toda
su atención en la masa tubular que se desprendía de su vulva y examinó los cachorros,
prácticamente con la certeza de que el alumbramiento había tenido lugar en la
última media hora, y pensó que eso era bueno. Menos posibilidades de
necrosis...
—¿Y ahora qué? —preguntó Gabby.
—Agarra a Molly y háblale en voz baja. Necesito que me
ayudes a calmarla.
Cuando ella se hubo arrodillado, Travis también se colocó al
lado de la perrita, escuchando mientras Gabby murmuraba y susurraba palabras de
remanso, con la cara pegada a la de Molly. La perrita sacó la lengua para lamer
a su dueña, otra buena señal. Travis se puso a examinar el útero con mucha delicadeza,
y Molly se encogió instintivamente.
—¿Qué le pasa?
—Es un prolapso uterino. Eso significa que una parte del
útero se ha desprendido y se ha desplazado de su lugar. —Palpó el útero,
examinándolo con cuidado para ver si había roturas o áreas necróticas—. ¿Ha
tenido problemas durante el alumbramiento?
—No lo sé —dijo ella, aturdida—. Ni siquiera sé cuándo ha
dado a luz. Se pondrá bien, ¿verdad?
Concentrado en el útero, Travis no contestó.
—Abre el maletín. Busca la solución salina. También
necesitaré gelatina.
—¿Qué vas a hacer?
—Necesito limpiar el útero, y después lo manipularé un poco.
Quiero intentar reducirlo manualmente y, si tenemos suerte, se contraerá solo,
por sí mismo. Si no, tendré que llevarla a la clínica para operarla. Preferiría
evitar esa opción...
Gabby encontró la solución salina y la gelatina, y se las
entregó. Travis lavó el útero, después volvió a lavarlo dos veces más antes de
coger la gelatina para lubricarlo, con la esperanza de que aquello diera
resultado.
Gabby no podía mirar, así que se concentró en Molly,
susurrándole con la boca pegada a la oreja
que era una perrita muy buena. Travis permanecía quieto, moviendo rítmicamente
la mano dentro del útero.
No sabía cuánto rato hacía que estaban en el garaje —podría
haber sido diez minutos o podría haber sido una hora—, pero al final vio que
Travis se echaba hacia atrás, como si intentara relajar la tensión de sus
hombros. Fue entonces cuando se fijó en sus manos vacías.
—¿Ya está? —se aventuró a preguntar—. ¿Está bien?
—Sí y no —contestó él—. El útero vuelve a estar en su sitio,
y se ha contraído sin problemas, pero necesito llevarla a la clínica. Tendrá
que permanecer en reposo un par de días mientras recupera las fuerzas, y
necesitará algunos antibióticos y líquidos. También tendré que hacerle una radiografía.
Pero si no surgen más complicaciones, muy pronto estará como nueva. Ahora lo
que haré será dar marcha atrás con mi furgoneta hasta la puerta de tu garaje.
Dentro tengo un par de mantas viejas sobre las que Molly podrá tumbarse.
—¿Y no... volverá a... salírsele?
—No debería. Tal y como te he dicho, se ha contraído
correctamente.
—¿Y qué les pasará a los cachorros?
—Los llevaremos a la clínica con ella. Necesitan estar con
su mamá.
—¿Y eso no empeorará la situación de Molly?
—No debería. Pero precisamente por eso necesito suministrarle
líquidos, para que pueda amamantar a los cachorros.
Gabby notó que se le relajaban los hombros; no se había dado
cuenta de la tensión que había acumulado en esa parte del cuerpo. Por primera
vez, sonrió.
—No sé cómo agradecértelo —suspiró.
—Acabas de hacerlo.
Después de recogerlo todo, Travis colocó a Molly en la
furgoneta con mucho cuidado, mientras Gabby llevaba los cachorros. Cuando los
seis estuvieron bien colocados, Travis asió el maletín y lo lanzó en el asiento
del pasajero. Rodeó la furgoneta y abrió la puerta del conductor.
—Ya te informaré de su evolución —dijo.
—Yo también quiero ir.
—Preferiría que Molly descansara, y si tú estás en la sala,
es posible que ella no se relaje.
Necesita recuperarse. Tranquila; te aseguro que la cuidaré.
Me quedaré toda la noche con ella. Te doy mi palabra.
Gabby dudó unos instantes.
—¿Estás seguro?
—Se recuperará. Te lo prometo.
Ella consideró sus palabras, y acto seguido le ofreció una
sonrisa temblorosa.
—En mi trabajo nos enseñan que nunca se debe prometer nada,
¿sabes? Nos aconsejan que digamos que haremos todo lo que esté en nuestras
manos.
—¿Te sentirías mejor si no te hiciera esa promesa?
—No. Pero sigo pensando que sería mejor que fuera contigo.
—¿No tienes que trabajar mañana?
—Sí, pero tú también.
—Ya, pero es que éste es mi trabajo. Es lo que hago. Y
además, sólo tengo un colchón. Si vienes, tendrás que dormir en el suelo.
—¿Me estás diciendo que no me ofrecerías el colchón?
Travis se encaramó en la furgoneta.
—Supongo que lo haría si no me quedara más remedio —confesó,
con una risita burlona—. Pero me preocupa lo que tu novio pueda pensar si se
entera de que hemos pasado la noche juntos.
—¿Cómo sabes que tengo novio?
Él agarró la puerta para cerrarla al tiempo que respondía,
con el semblante visiblemente desilusionado:
—No lo sabía. —Procuró sonreír para recuperar la
compostura—. Mira, deja que me lleve a Molly, ¿de acuerdo? Llámame mañana y te
informaré de cómo ha pasado la noche.
Gabby acabó por ceder.
—Vale, de acuerdo.
Travis cerró la puerta, y ella oyó el ruido del motor al
ponerse en marcha. Él asomó la cabeza por la ventanilla.
—No te preocupes —volvió a decir—. Se pondrá bien.
Condujo con suavidad hasta la calle, luego giró a la
izquierda. Cuando se alejaba, sacó la mano por la ventanilla para despedirse.
Gabby le devolvió el gesto, a pesar de que sabía que él no podía verla, sin
apartar la vista de las luces rojas traseras del automóvil, que desaparecieron
cuando el coche dobló en la esquina.
Después de que Travis se marchara, ella deambuló por su
cuarto hasta que se detuvo delante de la cómoda. Siempre había sabido que no
estaba como para parar un tren, pero por primera vez en muchos años, se miró al
espejo preguntándose qué era lo que un hombre —aparte de Kevin— pensaba cuando
la veía.
A pesar de su visible agotamiento y de su pelo despeinado,
no tenía tan mal aspecto como temía. Esa constatación hizo que se sintiera
bien, aunque no sabía por qué. Inexplicablemente, se ruborizó al rememorar la
expresión de desilusión en la cara de Travis cuando le dijo que tenía novio. No
es que se sintiera menos atraída por Kevin, pero...
Ciertamente se había equivocado al juzgar a Travis Parker;
se había equivocado por completo, desde el principio. Él se había comportado de
forma más que comedida y sensata durante la emergencia. Todavía estaba
impresionada, aunque pensó que no debería estarlo. Se recordó que, después de
todo, era veterinario, o sea, que se había limitado a hacer su trabajo.
Sin poder dejar de pensar en la cuestión, decidió llamar a
Kevin, quien reaccionó de inmediato y le prometió que al cabo de cinco minutos
estaría en su casa.
—¿Cómo estás? —se interesó Kevin. Gabby se inclinó hacia él
y se sintió reconfortada cuando él la abrazó.
—Supongo que un poco nerviosa.
Él la estrechó con más fuerza, y ella pudo oler su aroma,
fresco y limpio, como si se hubiera duchado antes de ir a verla. Su pelo,
desaliñado y despeinado por el viento, le confería el aspecto de un joven
universitario.
—Celebro que tu vecino estuviera aquí —apuntó—. Travis, ¿no?
—Sí. —Alzó la cara para mirarlo—. ¿Lo conoces?
—No, pero gestionamos el seguro de su clínica, aunque ésa es
una de las cuentas que lleva mi padre.
—Pensé que conocías a todo el mundo en esta pequeña
localidad.
—Y así es. Pero me crié en Morehead City y de chiquillo no
tenía relación con nadie de Beaufort. Además, me parece que él es unos años
mayor que yo. Probablemente ya se había ido a estudiar a la universidad cuando
yo empecé en el instituto.
Gabby asintió. En el silencio, sus pensamientos vagaron
nuevamente hacia Travis, su expresión seria mientras auxiliaba a Molly, la
tranquila seguridad en su voz mientras le explicaba lo que sucedía. En el
silencio, se sintió un poco culpable, y se inclinó hacia Kevin para tocarle el
cuello con la nariz. Kevin le acarició el hombro, y ella se sintió nuevamente reconfortada por la familiaridad de ese tacto.
—Me alegra que hayas venido; realmente necesitaba estar
contigo esta noche —susurró Gabby.
Él le besó el cabello.
—¿Y dónde iba a estar, si no?
—Lo sé, pero tenías esa reunión, y además mañana temprano
has de marcharte de viaje...
—No pasa nada. Sólo se trata de una convención. Únicamente
necesito diez minutos para meter cuatro cosas en la maleta y ya está. Lo único
que siento es no haber podido llegar antes.
—Probablemente te habrías muerto de asco.
—Probablemente. Pero, de todos modos, lo siento.
—No tienes que sentirlo, de verdad.
Él le acarició el pelo cariñosamente.
—¿Quieres que anule el viaje? Estoy seguro de que mi padre
lo comprenderá, si me quedo contigo mañana.
—No, no hace falta. De todos modos, he de ir a trabajar.
—¿Estás segura?
—Sí, pero gracias por ofrecerte. Significa mucho para mí.
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