jueves, 4 de julio de 2013

En Nombre del Amor - Nicholas Sparks (Capitulo 04)

CAPITULO 04
Travis Parker permanecía de pie junto a la ventana, observando cómo Gabby llevaba de nuevo a Molly hasta el coche. Sonrió para sí, recreándose en las muecas de aquella mujer. A pesar de que apenas la conocía, lo que había visto le llevaba a la conclusión de que se trataba de una de esas personas cuyas expresiones son una ventana abierta de cada uno de sus sentimientos.
Indudablemente, ésa era una cualidad poco común en los tiempos que corrían. A menudo tenía la impresión de que había mucha gente que vivía constantemente aparentando y fingiendo, escudándose detrás de máscaras y perdiendo su verdadera personalidad en el proceso. Tenía la certeza de que Gabby jamás actuaría de ese modo.
Se guardó las llaves en el bolsillo y se dirigió hacia su furgoneta, con la promesa de que regresaría al cabo de media hora, después de comer. Agarró la nevera portátil —cada mañana se preparaba el almuerzo— y condujo hasta el mismo sitio de cada día. Un año antes había comprado un terreno al final de Front Street desde el que se apreciaba una vista privilegiada de las playas de
Shackleford Banks, el terreno donde un día quería construir la casa de sus sueños. El único problema era que no estaba totalmente seguro de lo que eso significaba. Su vida, en general, era muy sencilla, y soñaba con erigir una casita rústica como las que había visto en los Cayos de
Florida, unas edificaciones de marcado carácter cuya fachada parecía centenaria, pero increíblemente luminosas y espaciosas en su interior. No necesitaba demasiado espacio —una habitación y quizás un despacho, además del comedor—, pero tan pronto como empezó a desarrollar la idea, concluyó que el terreno era más apropiado para una casa con un aire más familiar. La imagen de la casa de sus sueños se tornó más confusa, puesto que sin lugar a dudas la nueva casa incluía una esposa y unos niños, en el futuro, algo que de momento quedaba muy lejos de sus planes.
A veces se sorprendía al pensar tanto respecto a su forma de ser como en la de su hermana, ya que Stephanie tampoco mostraba prisa por casarse. Sus padres llevaban casi treinta y cinco años casados, y Travis no conseguía imaginarlos como dos personas solteras y con dos identidades separadas, del mismo modo que no podía imaginarse a sí mismo batiendo los brazos como un par de alas para elevarse hasta las nubes. Sí, había oído historias sobre cómo se habían conocido durante una acampada en unas convivencias religiosas que había organizado el instituto donde ambos estudiaban, y cómo su madre se había cortado el dedo mientras partía una tarta de postre y su padre había cubierto la herida con su mano como si se tratara de un vendaje para cortar la hemorragia. Sólo tocarla y... «¡Bing, bang, bum! Supe que era la mujer de mi vida; así de sencillo», decía su padre.
Hasta entonces, Travis no había experimentado ningún «bing, bang, bum». Ni nada que se asemejara. Por supuesto que se acordaba de Olivia, su novia en el instituto; todo el mundo allí creía que formaban una pareja perfecta. Ahora ella vivía al otro lado del puente en Morehead City, y de vez en cuando coincidían en alguna tienda o en el supermercado. Hablaban durante un minuto aproximadamente sobre trivialidades y luego se despedían amistosamente y cada uno seguía su camino.
Desde Olivia, había tenido innumerables novias, por lo que no se consideraba un novato en lo que atañía a mujeres. Las encontraba atractivas e interesantes, más aún, se sentía genuinamente atraído por ellas. Estaba orgulloso de poder declarar que jamás había experimentado nada parecido a una separación dolorosa con ninguna de sus ex, ni ellas tampoco con él. Cuando rompían era casi siempre por mutuo acuerdo, como la mecha de una vela que se apaga suavemente en vez del aparatoso estallido de los fuegos artificiales. Se consideraba amigo de cada una de sus ex novias —incluyendo a Mónica, la última— y creía que ellas opinaban lo mismo acerca de él. Lo que pasaba simplemente es que no era la media naranja para ninguna de ellas, y ellas tampoco lo eran para él. Había sido testigo de cómo tres de sus ex novias se casaban con unos tipos fantásticos, e incluso lo habían invitado a las tres bodas. Casi nunca pensaba en la posibilidad de encontrar a «su alma gemela» o a alguien con quien quisiera «pasar el resto de su vida», pero en las pocas ocasiones en que pensaba en ello, siempre acababa imaginando a una mujer que compartiera las mismas aficiones al aire libre que tanto le apasionaban. La vida era para vivirla, ¿o no? Por supuesto, todo el mundo tenía responsabilidades, y él aceptaba las suyas sin rechistar. Disfrutaba con su trabajo, ganaba suficiente dinero para vivir desahogadamente, tenía una casa y pagaba las facturas sin demora, pero no anhelaba una vida vacía, sin nada más que esas obligaciones. Deseaba experimentar la vida. O, mejor dicho: «necesitaba» experimentar la vida.
Siempre había sido así, por lo menos desde que tenía uso de razón. Como estudiante, Travishabía sido organizado y aplicado, y siempre había sacado buenas notas sin dejarse la piel.
Normalmente solía conformarse con un notable en vez de un excelente, lo cual sacaba a su madrede sus casillas. «Imagínate las notas que sacarías si estudiaras más», le repetía cada vez quellevaba las notas a casa. Pero la escuela no lo seducía de la misma forma que montar en bicicleta a una velocidad vertiginosa o hacer surf en las playas de Outer Banks. Mientras otros niños opinaban que sólo el baloncesto o el fútbol estaban a la altura de poder considerarse deportes, él soñaba con la sensación de mantenerse suspendido en el aire con su motocicleta después de lanzarse por una rampa de tierra o con el subidón de adrenalina que sentía cuando aterrizaba sin ningún rasguño. De niño le encantaban los deportes de riesgo, incluso antes de que existiera tal concepto, y a los treinta y dos años estaba seguro de que los había probado prácticamente todos.
En la distancia, divisó unos caballos salvajes congregándose cerca de las dunas de Shackleford
Banks, y mientras los observaba, sacó su bocadillo. Pan de centeno con unas lonchas de pavo y mostaza, una manzana y una botella de agua; casi cada día comía lo mismo, después de devorar el mismo desayuno a base de copos de avena, huevos revueltos con leche y un plátano. Así como su cuerpo le exigía su dosis periódica de adrenalina, su dieta no podía ser más aburrida. Sus amigos se maravillaban de su autocontrol, pero lo que no sabían era que esa rigidez tenía más que ver con su paladar limitado que con la disciplina. Cuando tenía diez años, lo obligaron a acabarse un plato de pasta china remojada en salsa de jengibre, y se pasó casi toda la noche vomitando. Desde entonces, el más leve olor a jengibre le revolvía el estómago, y su paladar ya nunca volvió a ser el mismo. En general era poco aventurero con la comida, se inclinaba por lo predecible y sencillo, en vez de por cualquier cosa con un aroma exótico; además, gradualmente, a medida que se hacía mayor, había ido apartándose de la comida basura. Ahora, después de más de veinte años, le daba demasiado miedo cambiar.
Mientras comía el bocadillo —predecible y sencillo— se sorprendió al pensar en la dirección que habían tomado sus pensamientos. No era propio de él. Normalmente no mostraba ninguna tendencia hacia las reflexiones profundas. (Otra causa del inevitable apagón suave en sus relaciones, según María, su ex novia de hacía seis años.) En general se lo tomaba todo con calma, haciendo lo que necesariamente tenía que hacer y pensando en modos de disfrutar del resto de su tiempo libre. Ese era uno de los puntos positivos de estar soltero: podía hacer más o menos lo que quisiera, cuando quisiera, y la introspección era sólo una opción.
«Tiene que ser por Gabby», pensó, aunque no comprendía el porqué. Apenas la conocía, y dudaba mucho de que tuviera la oportunidad de conocer a la verdadera Gabby Holland. Sí, había visto a la Gabby enfadada la otra noche, y a la Gabby entonando el mea culpa hacía un rato, pero no tenía ni idea de cómo se comportaba en circunstancias normales. Sospechaba que tenía un buen sentido del humor, aunque tras considerarlo dos veces se dijo que no sabía por qué había llegado a tal conclusión. Y sin lugar a dudas era inteligente, aunque eso podría haberlo deducido por la clase de trabajo que desempeñaba. Aparte de eso..., intentó sin éxito imaginarla saliendo una noche a cenar con él. Sin embargo, estaba contento de que hubiera pasado por la clínica veterinaria, aunque sólo fuera para concederles la oportunidad de iniciar una nueva relación como vecinos. Una de las cosas que había aprendido con el tiempo era que una mala relación entre vecinos podía amargarle la vida a cualquiera. El vecino de Joe era la clase de individuo que quemaba hojas el primer día esplendoroso de primavera; además, lo primero que hacía cada sábado por la mañana era repasar su jardín con la máquina cortacésped, y los dos habían estado a punto de llegar a las manos en más de una ocasión después de una larga noche de insomnio a causa de los berridos de su bebé. A veces, Travis tenía la impresión de que la gente estaba perdiendo la cortesía, y lo último que quería era que Gabby hallara motivos para no hablar con él.
Quizá la invitaría la próxima vez que vinieran sus amigos a cenar...
«Sí, eso haré», pensó. Una vez hubo tomado la decisión, agarró la nevera portátil y se encaminó hacia la furgoneta. En la agenda de aquella tarde contaba con el típico desfile de perros y gatos por la consulta, pero a las tres alguien tenía que llevarle un geco1. Le encantaba examinar animales exóticos; la sensación de que sabía de qué hablaba —lo cual era cierto— siempre dejaba a los dueños impresionados. Disfrutaba observando sus caras de sorpresa: «Me pregunto si este veterinario conoce la anatomía y la fisiología exacta de cada bicho que puebla la Tierra». Y él fingía que sí que lo sabía. Pero la verdad era un poco más prosaica. No, por supuesto que no conocía todos los detalles de todas las criaturas que poblaban la Tierra ¿quién podría?—, pero una infección era una infección, y casi siempre se trataba del mismo modo, sin que importara la especie del animal; sólo variaba la dosis de la medicación, y eso lo podía verificar en un libro de referencia que guardaba en el cajón de su mesa.
Mientras se montaba en el coche, empezó a pensar en Gabby otra vez y se preguntó si le gustaría hacer surf o snowboard. Le parecía improbable, pero a la vez tenía la extraña corazonada de que, a diferencia de la mayoría de sus ex novias, ella estaría a la altura de las circunstancias en cualquiera de los dos deportes, si se le daba la oportunidad. No sabía por qué, y mientras ponía en marcha el coche intentó alejar esos pensamientos de su mente, diciéndose que eso no importaba.
Salvo que, de alguna manera, sí que importaba.

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