martes, 9 de julio de 2013

En Nombre del Amor - Nicholas Sparks (Capitulo 05)


CAPITULO 05

A lo largo de las siguientes dos semanas, Gabby se convirtió en una experta a la hora de entrar y salir a escondidas, por lo menos cuando se trataba de hacerlo de su casa.
No le quedaba otra alternativa. ¿Qué diantre iba a decirle a Travis? Había hecho un ridículo tan espantoso, y él aún había empeorado más las cosas comportándose tan magnánimo, que obviamente se había visto obligada a alterar las normas de entrada y salida. Ahora, la regla número uno consistía en evitarlo a toda costa. La única actuación de la que se sentía orgullosa —lo único positivo que había sacado de aquella experiencia tan horrorosa— era que se había disculpado en su consulta.
No obstante, le resultaba difícil continuar por esa línea. Al principio, lo único que había tenido que hacer era aparcar el coche dentro del garaje, pero ahora que se acercaba la fecha del parto, había tenido que volver a aparcar el coche en la calle para que Molly pudiera preparar el nido.
Aquello significaba que Gabby tenía que llegar y marcharse cuando estaba segura de que Travis no estaba cerca.
Había rebajado los cincuenta años que inicialmente se había propuesto pasar desapercibida para su vecino. Ahora pensaba que con un par de meses más bastaría, o a lo mejor medio año sería suficiente para que él olvidara el asunto, o por lo menos para que no se acordara de su deplorable actuación. Gabby sabía que el paso del tiempo ejercía un extraño influjo a la hora de difuminar los márgenes de la realidad hasta que sólo quedaba una imagen confusa, y cuando eso sucediera, ella retomaría poco a poco sus rutinas. Empezaría por pequeños cambios —un saludo por aquí cuando se apeara del coche, quizás otro saludo si coincidían los dos en sus respectivas terrazas—, y a partir de ahí avanzarían paso a paso. Pensó que con el tiempo quizá llegarían a mantener una relación cordial —a lo mejor incluso llegarían a reírse algún día juntos por la forma en que se habían conocido—, pero hasta ese momento, ella prefería vivir como una espía.
Evidentemente, había tenido que aprenderse los horarios de Travis. No le había costado mucho: un rápido vistazo al reloj cuando él se marchaba por la mañana mientras ella lo observaba desde la cocina. El regreso a casa después del trabajo había resultado incluso más fácil: cuando ella llegaba, él solía estar navegando con la barca o practicando esquí náutico. Aunque en el fondo, eso hacía que los atardeceres fueran la peor traba. Puesto que él estaba «por ahí fuera», ella tenía que estar «ahí dentro», a pesar de que la puesta de sol fuera espectacular, y a menos que decidiera ir a visitar a Kevin, no le quedaba más remedio que quedarse encerrada, estudiando su libro de astronomía, el que había comprado con la esperanza de impresionar a Kevin una noche que se dedicaran a observar las estrellas, lo cual, por desgracia, todavía no había tenido lugar.
Suponía que se podría haber comportado de un modo más adulto en lo que concernía a aquel asunto, pero tenía la extraña impresión de que, si se encontraba con Travis cara a cara, irremediablemente él «rememoraría» todo lo sucedido en vez de «prestarle la debida atención», y lo último que deseaba era causarle una impresión aún peor de la que ya tenía. Además, había otros temas que le preocupaban.
Kevin, por ejemplo. Él pasaba a visitarla un rato prácticamente todos los días, al anochecer, e incluso se había quedado a dormir el fin de semana anterior, después de jugar al golf, por supuesto, para no perder la costumbre. Kevin adoraba el golf. También habían salido tres veces a cenar y habían ido dos veces al cine, y habían pasado parte del domingo por la tarde en la playa, y un par de días antes, mientras estaban sentados en el sofá, él le había quitado los zapatos mientras bebían una copa de vino.
—¿Qué haces?
—Pensé que igual te gustaría que te masajeara un poco los pies. Supongo que los tienes entumecidos, después de pasarte todo el día de pie.
—Será mejor que primero me los lave.
—No me importa si no están limpios. Y además, me gusta mirar los dedos de tus pies. Son muy monos.
—No tendrás un fetichismo secreto con los pies, ¿eh?
—No, mujer. Lo único es que me gustan tus pies —respondió él, empezando a hacerle cosquillas en los pies, y ella los apartó, riendo a carcajadas.
Un momento después, se estaban besando apasionadamente, y cuando él se tumbó a su lado, le declaró que la quería mucho. Por la forma en que se lo dijo, Gabby tuvo la impresión de que podría considerar la posibilidad de irse a vivir con él, lo cual era bueno. Era la vez que él había estado más cerca de hablar de su futuro en común, pero...
Pero ¿qué? Eso era lo que siempre aguaba la fiesta, ¿no? ¿Era el acto de vivir juntos un paso más hacia delante o sólo una forma de alargar el presente? ¿De veras ella necesitaba que él se le declarase? Gabby se quedó pensativa unos instantes. La verdad era que... sí. Pero no hasta que él estuviera preparado, lo cual la llevaba, inevitablemente, a formularse preguntas que se habían ido gestando cada vez que estaban juntos: ¿cuándo estaría él preparado? ¿Realmente llegaría a estarlo algún día? Y, por supuesto, ¿por qué él no estaba preparado para casarse con ella? ¿Había algo malo en querer casarse en lugar de simplemente irse a vivir con él? Había llegado un momento en que ni tan sólo estaba segura sobre esa cuestión. Es como muchas parejas que han pasado tantos años juntos que tienen la certeza de que acabarán casándose algún día, y al final lo hacen; en cambio otras saben que aún tardarán en casarse, por lo que deciden irse a vivir juntos, y la relación también funciona. A veces, Gabby se sentía como si fuera la única con las ideas claras; para ella, el matrimonio siempre había sido una vaga idea, algo que acabaría por... suceder.
Y sucedería, ¿no?
Esos enrevesados pensamientos le provocaron dolor de cabeza. Lo que realmente quería era sentarse fuera en la terraza y saborear un vaso de vino y olvidarse de todo durante un rato. Pero Travis Parker estaba en su terraza, ojeando una revista, por lo que eso no iba a ser posible. Así que, un jueves más, se quedó encerrada dentro de casa.
Cómo deseaba que Kevin no tuviera que trabajar hasta tan tarde, porque de ese modo podrían hacer alguna actividad juntos. Él tenía una reunión a última hora con un dentista que estaba a punto de abrir su consulta y que por eso necesitaba toda clase de seguros. Tampoco era para echarse a llorar —sabía que él se dedicaba en cuerpo y alma al negocio familiar—, pero lo peor de todo era que a la mañana siguiente, a primera hora, Kevin tenía que marcharse con su padre a Myrtle Beach para asistir a una convención, así que no tendría oportunidad de verlo hasta el miércoles siguiente, lo cual significaba que tendría que pasar incluso más tiempo acurrucada como una gallina. El padre de Kevin había abierto una de las compañías de seguros más grandes en la zona este de Carolina del Norte, y, con cada año que pasaba, Kevin iba asumiendo más responsabilidades en la oficina de Morehead City, mientras su padre se preparaba para retirarse del negocio. A veces se preguntaba cómo debía de ser esa experiencia —tener una carrera profesional ya marcada desde el día en que empezó a dar sus primeros pasos—, pero suponía que había cosas peores, especialmente porque el negocio iba viento en popa. A pesar de apestar a nepotismo, no se podía decir que Kevin no se ganara el sueldo; por aquella época, su padre pasaba menos de veinte horas a la semana en la oficina, lo cual obligaba a Kevin a trabajar casi sesenta horas a la semana. Con casi treinta empleados, los problemas de dirección eran interminables, pero Kevin poseía una portentosa habilidad para tratar con la gente. Por lo menos, eso era lo que algunos de sus empleados le habían comentado en las dos ocasiones que había asistido a la cena de Navidad de la empresa.
Sí, se sentía muy orgullosa de él; sin embargo, no podía evitar el sentimiento de abandono en noches como aquélla, que le parecían noches perdidas. Quizá podría salir a estirar las piernas un rato a Atlantic Beach, donde podría tomarse una copa de vino mientras presenciaba la puesta de sol. Por un momento, consideró esa posibilidad. Pero cambió de opinión. No pasaba nada si se quedaba sola en casa, pero la idea de beber en la playa sola la hacía sentirse muy desdichada. La gente pensaría que no tenía ni un solo amigo en el mundo, lo cual no era cierto. Tenía un montón de amigas. Lo único que pasaba era que ninguna de ellas se hallaba a menos de ciento cincuenta kilómetros a la redonda, y aquello tampoco le infundía ánimos.
Si saliera con su perrita, sin embargo..., bueno, eso ya era otro cantar. Esa era una práctica completamente normal, incluso saludable. Había necesitado varios días y la mayoría de los analgésicos de su botiquín, pero al final el dolor por culpa de su primer día de ejercicio físico había desaparecido. No había regresado a la clase de Body Pump —los que asistían eran sin lugar a dudas masoquistas—, pero había empezado a mantener una rutina bastante regular en el gimnasio. Por lo menos, en los últimos días. Había ido tanto el lunes como el miércoles, y estaba decidida a buscar un rato libre para ir también al día siguiente.
Se levantó del sofá y apagó el televisor. Molly no estaba cerca, y se encaminó hacia el garaje, pues supuso que la encontraría allí. La puerta del garaje estaba entornada. Cuando entró y encendió la luz, lo primero que vio fueron unas bolitas peludas que no paraban de moverse alrededor de Molly.
Gabby soltó un grito de sorpresa; un momento más tarde, sin embargo, empezó a gritar asustada. Travis acababa de entrar en la cocina para sacar una pechuga de pollo de la nevera cuando oyó los repentinos golpes frenéticos en la puerta de su casa.
—¿Doctor Parker? ¿Travis? ¿Estás ahí?
Sólo necesitó unos instantes para reconocer la voz de Gabby. Cuando abrió la puerta, vio que su vecina lo miraba con cara de susto. Estaba muy pálida.
—¡Ven, por favor! —imploró ella—. ¡Molly no está bien!
Travis reaccionó al instante; mientras Gabby se ponía a correr de vuelta a su casa, él cogió el maletín que guardaba detrás del asiento del pasajero en la furgoneta, el que utilizaba cuando recibía alguna llamada de algún granjero y tenía que desplazarse para examinar animales en las granjas. Su padre siempre había recalcado la importancia de tener a punto un maletín con todo lo necesario y Travis había seguido el consejo a ciegas. En esos momentos, Gabby ya casi había llegado a su puerta, y la dejó abierta, al tiempo que desaparecía dentro de casa. Travis la siguió un momento más tarde y la avistó en la cocina, cerca de la puerta abierta que comunicaba con el garaje.
—¡Está jadeando y vomitando! —explicó ella, visiblemente alterada, mientras se acercaba a su perrita—. Y... tiene algo colgando en...
Travis intervino al instante al reconocer el desprendimiento uterino, con la esperanza de que no fuera demasiado tarde.
—Deja que me lave las manos —dijo rápidamente. Se frotó las manos con brío en el fregadero de la cocina, y mientras se lavaba continuó diciéndole—: ¿Hay alguna forma de conseguir más luz ahí dentro? ¿Una lámpara o algo similar?
—¿No piensas llevarla a la clínica veterinaria?
—Probablemente sí —contestó él, manteniendo el tono de voz bajo—. Pero no ahora. Primero quiero intentar algo. Y lo que necesito es más luz, ¿entendido? ¿Puedes ayudarme?
—Sí, sí..., claro. —Gabby desapareció de la cocina, y regresó un momento después con una lámpara—. ¿Se pondrá bien?
—Dentro de un par de minutos sabré si es grave. —Con las manos alzadas como un cirujano, señaló con la cabeza hacia el maletín que había en el suelo—. ¿Puedes llevarme el maletín hasta el garaje? Déjalo cerca de Molly y busca un enchufe para la lámpara. Tan cerca de Molly como sea posible, ¿de acuerdo?
—De acuerdo —contestó ella, intentando no perder la calma.
Travis se acercó a la perrita despacio mientras Gabby enchufaba la lámpara, y suspiró aliviado al ver que Molly estaba consciente. Oyó que gemía, lo cual era normal, dada la situación. Acto seguido, centró toda su atención en la masa tubular que se desprendía de su vulva y examinó los cachorros, prácticamente con la certeza de que el alumbramiento había tenido lugar en la última media hora, y pensó que eso era bueno. Menos posibilidades de necrosis...
—¿Y ahora qué? —preguntó Gabby.
—Agarra a Molly y háblale en voz baja. Necesito que me ayudes a calmarla.
Cuando ella se hubo arrodillado, Travis también se colocó al lado de la perrita, escuchando mientras Gabby murmuraba y susurraba palabras de remanso, con la cara pegada a la de Molly. La perrita sacó la lengua para lamer a su dueña, otra buena señal. Travis se puso a examinar el útero con mucha delicadeza, y Molly se encogió instintivamente.
—¿Qué le pasa?
—Es un prolapso uterino. Eso significa que una parte del útero se ha desprendido y se ha desplazado de su lugar. —Palpó el útero, examinándolo con cuidado para ver si había roturas o áreas necróticas—. ¿Ha tenido problemas durante el alumbramiento?
—No lo sé —dijo ella, aturdida—. Ni siquiera sé cuándo ha dado a luz. Se pondrá bien, ¿verdad?
Concentrado en el útero, Travis no contestó.
—Abre el maletín. Busca la solución salina. También necesitaré gelatina.
—¿Qué vas a hacer?
—Necesito limpiar el útero, y después lo manipularé un poco. Quiero intentar reducirlo manualmente y, si tenemos suerte, se contraerá solo, por sí mismo. Si no, tendré que llevarla a la clínica para operarla. Preferiría evitar esa opción...
Gabby encontró la solución salina y la gelatina, y se las entregó. Travis lavó el útero, después volvió a lavarlo dos veces más antes de coger la gelatina para lubricarlo, con la esperanza de que aquello diera resultado.
Gabby no podía mirar, así que se concentró en Molly, susurrándole con la boca pegada a la  oreja que era una perrita muy buena. Travis permanecía quieto, moviendo rítmicamente la mano dentro del útero.
No sabía cuánto rato hacía que estaban en el garaje —podría haber sido diez minutos o podría haber sido una hora—, pero al final vio que Travis se echaba hacia atrás, como si intentara relajar la tensión de sus hombros. Fue entonces cuando se fijó en sus manos vacías.
—¿Ya está? —se aventuró a preguntar—. ¿Está bien?
—Sí y no —contestó él—. El útero vuelve a estar en su sitio, y se ha contraído sin problemas, pero necesito llevarla a la clínica. Tendrá que permanecer en reposo un par de días mientras recupera las fuerzas, y necesitará algunos antibióticos y líquidos. También tendré que hacerle una radiografía. Pero si no surgen más complicaciones, muy pronto estará como nueva. Ahora lo que haré será dar marcha atrás con mi furgoneta hasta la puerta de tu garaje. Dentro tengo un par de mantas viejas sobre las que Molly podrá tumbarse.
—¿Y no... volverá a... salírsele?
—No debería. Tal y como te he dicho, se ha contraído correctamente.
—¿Y qué les pasará a los cachorros?
—Los llevaremos a la clínica con ella. Necesitan estar con su mamá.
—¿Y eso no empeorará la situación de Molly?
—No debería. Pero precisamente por eso necesito suministrarle líquidos, para que pueda amamantar a los cachorros.
Gabby notó que se le relajaban los hombros; no se había dado cuenta de la tensión que había acumulado en esa parte del cuerpo. Por primera vez, sonrió.
—No sé cómo agradecértelo —suspiró.
—Acabas de hacerlo.
Después de recogerlo todo, Travis colocó a Molly en la furgoneta con mucho cuidado, mientras Gabby llevaba los cachorros. Cuando los seis estuvieron bien colocados, Travis asió el maletín y lo lanzó en el asiento del pasajero. Rodeó la furgoneta y abrió la puerta del conductor.
—Ya te informaré de su evolución —dijo.
—Yo también quiero ir.
—Preferiría que Molly descansara, y si tú estás en la sala, es posible que ella no se relaje.
Necesita recuperarse. Tranquila; te aseguro que la cuidaré. Me quedaré toda la noche con ella. Te doy mi palabra.
Gabby dudó unos instantes.
—¿Estás seguro?
—Se recuperará. Te lo prometo.
Ella consideró sus palabras, y acto seguido le ofreció una sonrisa temblorosa.
—En mi trabajo nos enseñan que nunca se debe prometer nada, ¿sabes? Nos aconsejan que digamos que haremos todo lo que esté en nuestras manos.
—¿Te sentirías mejor si no te hiciera esa promesa?
—No. Pero sigo pensando que sería mejor que fuera contigo.
—¿No tienes que trabajar mañana?
—Sí, pero tú también.
—Ya, pero es que éste es mi trabajo. Es lo que hago. Y además, sólo tengo un colchón. Si vienes, tendrás que dormir en el suelo.
—¿Me estás diciendo que no me ofrecerías el colchón?
Travis se encaramó en la furgoneta.
—Supongo que lo haría si no me quedara más remedio —confesó, con una risita burlona—. Pero me preocupa lo que tu novio pueda pensar si se entera de que hemos pasado la noche juntos.
—¿Cómo sabes que tengo novio?
Él agarró la puerta para cerrarla al tiempo que respondía, con el semblante visiblemente desilusionado:
—No lo sabía. —Procuró sonreír para recuperar la compostura—. Mira, deja que me lleve a Molly, ¿de acuerdo? Llámame mañana y te informaré de cómo ha pasado la noche.
Gabby acabó por ceder.
—Vale, de acuerdo.
Travis cerró la puerta, y ella oyó el ruido del motor al ponerse en marcha. Él asomó la cabeza por la ventanilla.
—No te preocupes —volvió a decir—. Se pondrá bien.
Condujo con suavidad hasta la calle, luego giró a la izquierda. Cuando se alejaba, sacó la mano por la ventanilla para despedirse. Gabby le devolvió el gesto, a pesar de que sabía que él no podía verla, sin apartar la vista de las luces rojas traseras del automóvil, que desaparecieron cuando el coche dobló en la esquina.
Después de que Travis se marchara, ella deambuló por su cuarto hasta que se detuvo delante de la cómoda. Siempre había sabido que no estaba como para parar un tren, pero por primera vez en muchos años, se miró al espejo preguntándose qué era lo que un hombre —aparte de Kevin— pensaba cuando la veía.
A pesar de su visible agotamiento y de su pelo despeinado, no tenía tan mal aspecto como temía. Esa constatación hizo que se sintiera bien, aunque no sabía por qué. Inexplicablemente, se ruborizó al rememorar la expresión de desilusión en la cara de Travis cuando le dijo que tenía novio. No es que se sintiera menos atraída por Kevin, pero...
Ciertamente se había equivocado al juzgar a Travis Parker; se había equivocado por completo, desde el principio. Él se había comportado de forma más que comedida y sensata durante la emergencia. Todavía estaba impresionada, aunque pensó que no debería estarlo. Se recordó que, después de todo, era veterinario, o sea, que se había limitado a hacer su trabajo.
Sin poder dejar de pensar en la cuestión, decidió llamar a Kevin, quien reaccionó de inmediato y le prometió que al cabo de cinco minutos estaría en su casa.
—¿Cómo estás? —se interesó Kevin. Gabby se inclinó hacia él y se sintió reconfortada cuando él la abrazó.
—Supongo que un poco nerviosa.
Él la estrechó con más fuerza, y ella pudo oler su aroma, fresco y limpio, como si se hubiera duchado antes de ir a verla. Su pelo, desaliñado y despeinado por el viento, le confería el aspecto de un joven universitario.
—Celebro que tu vecino estuviera aquí —apuntó—. Travis, ¿no?
—Sí. —Alzó la cara para mirarlo—. ¿Lo conoces?
—No, pero gestionamos el seguro de su clínica, aunque ésa es una de las cuentas que lleva mi padre.
—Pensé que conocías a todo el mundo en esta pequeña localidad.
—Y así es. Pero me crié en Morehead City y de chiquillo no tenía relación con nadie de Beaufort. Además, me parece que él es unos años mayor que yo. Probablemente ya se había ido a estudiar a la universidad cuando yo empecé en el instituto.
Gabby asintió. En el silencio, sus pensamientos vagaron nuevamente hacia Travis, su expresión seria mientras auxiliaba a Molly, la tranquila seguridad en su voz mientras le explicaba lo que sucedía. En el silencio, se sintió un poco culpable, y se inclinó hacia Kevin para tocarle el cuello con la nariz. Kevin le acarició el hombro, y ella se sintió nuevamente  reconfortada por la familiaridad de ese tacto.
—Me alegra que hayas venido; realmente necesitaba estar contigo esta noche —susurró Gabby.
Él le besó el cabello.
—¿Y dónde iba a estar, si no?
—Lo sé, pero tenías esa reunión, y además mañana temprano has de marcharte de viaje...
—No pasa nada. Sólo se trata de una convención. Únicamente necesito diez minutos para meter cuatro cosas en la maleta y ya está. Lo único que siento es no haber podido llegar antes.
—Probablemente te habrías muerto de asco.
—Probablemente. Pero, de todos modos, lo siento.
—No tienes que sentirlo, de verdad.
Él le acarició el pelo cariñosamente.
—¿Quieres que anule el viaje? Estoy seguro de que mi padre lo comprenderá, si me quedo contigo mañana.
—No, no hace falta. De todos modos, he de ir a trabajar.
—¿Estás segura?
—Sí, pero gracias por ofrecerte. Significa mucho para mí.

jueves, 4 de julio de 2013

En Nombre del Amor - Nicholas Sparks (Capitulo 04)

CAPITULO 04
Travis Parker permanecía de pie junto a la ventana, observando cómo Gabby llevaba de nuevo a Molly hasta el coche. Sonrió para sí, recreándose en las muecas de aquella mujer. A pesar de que apenas la conocía, lo que había visto le llevaba a la conclusión de que se trataba de una de esas personas cuyas expresiones son una ventana abierta de cada uno de sus sentimientos.
Indudablemente, ésa era una cualidad poco común en los tiempos que corrían. A menudo tenía la impresión de que había mucha gente que vivía constantemente aparentando y fingiendo, escudándose detrás de máscaras y perdiendo su verdadera personalidad en el proceso. Tenía la certeza de que Gabby jamás actuaría de ese modo.
Se guardó las llaves en el bolsillo y se dirigió hacia su furgoneta, con la promesa de que regresaría al cabo de media hora, después de comer. Agarró la nevera portátil —cada mañana se preparaba el almuerzo— y condujo hasta el mismo sitio de cada día. Un año antes había comprado un terreno al final de Front Street desde el que se apreciaba una vista privilegiada de las playas de
Shackleford Banks, el terreno donde un día quería construir la casa de sus sueños. El único problema era que no estaba totalmente seguro de lo que eso significaba. Su vida, en general, era muy sencilla, y soñaba con erigir una casita rústica como las que había visto en los Cayos de
Florida, unas edificaciones de marcado carácter cuya fachada parecía centenaria, pero increíblemente luminosas y espaciosas en su interior. No necesitaba demasiado espacio —una habitación y quizás un despacho, además del comedor—, pero tan pronto como empezó a desarrollar la idea, concluyó que el terreno era más apropiado para una casa con un aire más familiar. La imagen de la casa de sus sueños se tornó más confusa, puesto que sin lugar a dudas la nueva casa incluía una esposa y unos niños, en el futuro, algo que de momento quedaba muy lejos de sus planes.
A veces se sorprendía al pensar tanto respecto a su forma de ser como en la de su hermana, ya que Stephanie tampoco mostraba prisa por casarse. Sus padres llevaban casi treinta y cinco años casados, y Travis no conseguía imaginarlos como dos personas solteras y con dos identidades separadas, del mismo modo que no podía imaginarse a sí mismo batiendo los brazos como un par de alas para elevarse hasta las nubes. Sí, había oído historias sobre cómo se habían conocido durante una acampada en unas convivencias religiosas que había organizado el instituto donde ambos estudiaban, y cómo su madre se había cortado el dedo mientras partía una tarta de postre y su padre había cubierto la herida con su mano como si se tratara de un vendaje para cortar la hemorragia. Sólo tocarla y... «¡Bing, bang, bum! Supe que era la mujer de mi vida; así de sencillo», decía su padre.
Hasta entonces, Travis no había experimentado ningún «bing, bang, bum». Ni nada que se asemejara. Por supuesto que se acordaba de Olivia, su novia en el instituto; todo el mundo allí creía que formaban una pareja perfecta. Ahora ella vivía al otro lado del puente en Morehead City, y de vez en cuando coincidían en alguna tienda o en el supermercado. Hablaban durante un minuto aproximadamente sobre trivialidades y luego se despedían amistosamente y cada uno seguía su camino.
Desde Olivia, había tenido innumerables novias, por lo que no se consideraba un novato en lo que atañía a mujeres. Las encontraba atractivas e interesantes, más aún, se sentía genuinamente atraído por ellas. Estaba orgulloso de poder declarar que jamás había experimentado nada parecido a una separación dolorosa con ninguna de sus ex, ni ellas tampoco con él. Cuando rompían era casi siempre por mutuo acuerdo, como la mecha de una vela que se apaga suavemente en vez del aparatoso estallido de los fuegos artificiales. Se consideraba amigo de cada una de sus ex novias —incluyendo a Mónica, la última— y creía que ellas opinaban lo mismo acerca de él. Lo que pasaba simplemente es que no era la media naranja para ninguna de ellas, y ellas tampoco lo eran para él. Había sido testigo de cómo tres de sus ex novias se casaban con unos tipos fantásticos, e incluso lo habían invitado a las tres bodas. Casi nunca pensaba en la posibilidad de encontrar a «su alma gemela» o a alguien con quien quisiera «pasar el resto de su vida», pero en las pocas ocasiones en que pensaba en ello, siempre acababa imaginando a una mujer que compartiera las mismas aficiones al aire libre que tanto le apasionaban. La vida era para vivirla, ¿o no? Por supuesto, todo el mundo tenía responsabilidades, y él aceptaba las suyas sin rechistar. Disfrutaba con su trabajo, ganaba suficiente dinero para vivir desahogadamente, tenía una casa y pagaba las facturas sin demora, pero no anhelaba una vida vacía, sin nada más que esas obligaciones. Deseaba experimentar la vida. O, mejor dicho: «necesitaba» experimentar la vida.
Siempre había sido así, por lo menos desde que tenía uso de razón. Como estudiante, Travishabía sido organizado y aplicado, y siempre había sacado buenas notas sin dejarse la piel.
Normalmente solía conformarse con un notable en vez de un excelente, lo cual sacaba a su madrede sus casillas. «Imagínate las notas que sacarías si estudiaras más», le repetía cada vez quellevaba las notas a casa. Pero la escuela no lo seducía de la misma forma que montar en bicicleta a una velocidad vertiginosa o hacer surf en las playas de Outer Banks. Mientras otros niños opinaban que sólo el baloncesto o el fútbol estaban a la altura de poder considerarse deportes, él soñaba con la sensación de mantenerse suspendido en el aire con su motocicleta después de lanzarse por una rampa de tierra o con el subidón de adrenalina que sentía cuando aterrizaba sin ningún rasguño. De niño le encantaban los deportes de riesgo, incluso antes de que existiera tal concepto, y a los treinta y dos años estaba seguro de que los había probado prácticamente todos.
En la distancia, divisó unos caballos salvajes congregándose cerca de las dunas de Shackleford
Banks, y mientras los observaba, sacó su bocadillo. Pan de centeno con unas lonchas de pavo y mostaza, una manzana y una botella de agua; casi cada día comía lo mismo, después de devorar el mismo desayuno a base de copos de avena, huevos revueltos con leche y un plátano. Así como su cuerpo le exigía su dosis periódica de adrenalina, su dieta no podía ser más aburrida. Sus amigos se maravillaban de su autocontrol, pero lo que no sabían era que esa rigidez tenía más que ver con su paladar limitado que con la disciplina. Cuando tenía diez años, lo obligaron a acabarse un plato de pasta china remojada en salsa de jengibre, y se pasó casi toda la noche vomitando. Desde entonces, el más leve olor a jengibre le revolvía el estómago, y su paladar ya nunca volvió a ser el mismo. En general era poco aventurero con la comida, se inclinaba por lo predecible y sencillo, en vez de por cualquier cosa con un aroma exótico; además, gradualmente, a medida que se hacía mayor, había ido apartándose de la comida basura. Ahora, después de más de veinte años, le daba demasiado miedo cambiar.
Mientras comía el bocadillo —predecible y sencillo— se sorprendió al pensar en la dirección que habían tomado sus pensamientos. No era propio de él. Normalmente no mostraba ninguna tendencia hacia las reflexiones profundas. (Otra causa del inevitable apagón suave en sus relaciones, según María, su ex novia de hacía seis años.) En general se lo tomaba todo con calma, haciendo lo que necesariamente tenía que hacer y pensando en modos de disfrutar del resto de su tiempo libre. Ese era uno de los puntos positivos de estar soltero: podía hacer más o menos lo que quisiera, cuando quisiera, y la introspección era sólo una opción.
«Tiene que ser por Gabby», pensó, aunque no comprendía el porqué. Apenas la conocía, y dudaba mucho de que tuviera la oportunidad de conocer a la verdadera Gabby Holland. Sí, había visto a la Gabby enfadada la otra noche, y a la Gabby entonando el mea culpa hacía un rato, pero no tenía ni idea de cómo se comportaba en circunstancias normales. Sospechaba que tenía un buen sentido del humor, aunque tras considerarlo dos veces se dijo que no sabía por qué había llegado a tal conclusión. Y sin lugar a dudas era inteligente, aunque eso podría haberlo deducido por la clase de trabajo que desempeñaba. Aparte de eso..., intentó sin éxito imaginarla saliendo una noche a cenar con él. Sin embargo, estaba contento de que hubiera pasado por la clínica veterinaria, aunque sólo fuera para concederles la oportunidad de iniciar una nueva relación como vecinos. Una de las cosas que había aprendido con el tiempo era que una mala relación entre vecinos podía amargarle la vida a cualquiera. El vecino de Joe era la clase de individuo que quemaba hojas el primer día esplendoroso de primavera; además, lo primero que hacía cada sábado por la mañana era repasar su jardín con la máquina cortacésped, y los dos habían estado a punto de llegar a las manos en más de una ocasión después de una larga noche de insomnio a causa de los berridos de su bebé. A veces, Travis tenía la impresión de que la gente estaba perdiendo la cortesía, y lo último que quería era que Gabby hallara motivos para no hablar con él.
Quizá la invitaría la próxima vez que vinieran sus amigos a cenar...
«Sí, eso haré», pensó. Una vez hubo tomado la decisión, agarró la nevera portátil y se encaminó hacia la furgoneta. En la agenda de aquella tarde contaba con el típico desfile de perros y gatos por la consulta, pero a las tres alguien tenía que llevarle un geco1. Le encantaba examinar animales exóticos; la sensación de que sabía de qué hablaba —lo cual era cierto— siempre dejaba a los dueños impresionados. Disfrutaba observando sus caras de sorpresa: «Me pregunto si este veterinario conoce la anatomía y la fisiología exacta de cada bicho que puebla la Tierra». Y él fingía que sí que lo sabía. Pero la verdad era un poco más prosaica. No, por supuesto que no conocía todos los detalles de todas las criaturas que poblaban la Tierra ¿quién podría?—, pero una infección era una infección, y casi siempre se trataba del mismo modo, sin que importara la especie del animal; sólo variaba la dosis de la medicación, y eso lo podía verificar en un libro de referencia que guardaba en el cajón de su mesa.
Mientras se montaba en el coche, empezó a pensar en Gabby otra vez y se preguntó si le gustaría hacer surf o snowboard. Le parecía improbable, pero a la vez tenía la extraña corazonada de que, a diferencia de la mayoría de sus ex novias, ella estaría a la altura de las circunstancias en cualquiera de los dos deportes, si se le daba la oportunidad. No sabía por qué, y mientras ponía en marcha el coche intentó alejar esos pensamientos de su mente, diciéndose que eso no importaba.
Salvo que, de alguna manera, sí que importaba.

En Nombre del Amor - Nicholas Sparks (Capitulo 03)


Capítulo 03

El día se perfilaba como otro de tantos en que Gabby se preguntaba cómo era posible que hubiera decidido trabajar en una consulta pediátrica. Después de todo, había tenido la oportunidad de trabajar en la unidad de cardiología en un hospital, lo cual había sido su intención mientras cursaba sus estudios en la Facultad de Ciencias Experimentales y de la Salud. Le encantaba intervenir en operaciones complejas, y le parecía un puesto perfecto hasta que realizó sus últimas guardias y por casualidad le tocó trabajar con un pediatra que le llenó la cabeza de pájaros acerca de la encomiable labor y la alegría insuperable de cuidar a recién nacidos. El doctor Bender, un médico veterano de pelo cano que jamás perdía la sonrisa y que conocía prácticamente a todos los niños en Sumter, Carolina del Sur, intentaba convencerla de que, aunque en cardiología estaría mejor remunerada y seguramente la posición parecía más glamorosa, no existía nada más reconfortante en el mundo como el acto de sostener a un bebé y verlo crecer durante los primeros años críticos de su vida. Normalmente ella asentía sin rechistar, pero en su último día, él forzó la situación emplazando un bebé entre sus brazos. Mientras el pequeñín se dormía, la voz del doctor Bender flotó a su alrededor: «En cardiología todo son emergencias y, por más que hagas, parece que el estado de tus pacientes siempre empeora.
Después de unos años, debe de ser agotador. Te puedes quemar muy deprisa, si no vas con cuidado. En cambio, cuidar de un bebé como éste... —Hizo una pausa, señalando a la criatura—. No hay nada más grande en el mundo».
A pesar de la oferta de trabajo en cardiología en un hospital de su pueblo natal, Gabby acabó por aceptar el trabajo con los doctores Furman y Melton, en Beaufort, Carolina del Norte. De entrada le pareció que el doctor Furman no se enteraba de nada, y que el doctor Melton era un sujeto con muchas ganas de flirtear, pero el puesto vacante suponía una oportunidad para estar más cerca de Kevin. Y en cierto modo estaba convencida de que el doctor Bender tenía razón. No se había equivocado respecto a los recién nacidos. A Gabby casi siempre le encantaba tratarlos, incluso cuando tenía que ponerles alguna inyección y sus gritos la sobresaltaban. Los que ya empezaban a dar sus primeros pasos también eran un encanto. La mayoría de ellos eran unas personitas adorables, y le encantaba observarlos mientras se aferraban a sus mantitas o a sus osos de peluche y la miraban con aquella expresión tan inocente. Eran los padres los que la sacaban de quicio. El doctor Bender había olvidado mencionar un punto crucial: en cardiología, tratabas con un paciente que acudía a la consulta por voluntad propia o por necesidad; en pediatría, sin embargo, te las veías con pacientes que estaban a menudo bajo la custodia de unos padres neuróticos sabelotodo. Eva Bronson era uno de los ejemplos más claros.
Eva, que sostenía a George en su regazo, parecía mirar a Gabby con altivez. El hecho de que no fuera técnicamente una doctora y de que fuera relativamente joven provocaba la misma reacción en numerosos padres, que la miraban como si fuera una enfermera sobre-pagada.
—¿Está segura de que el doctor Furman no tiene un momentito para visitar a mi hijo? —La mujer enfatizó la palabra «doctor».
—Está en el hospital —replicó Gabby—. Y tardará en volver. Además, estoy segura de que él le dirá lo mismo que yo. Su hijo está bien.
—Ya, pero sigue tosiendo.
—Tal y como le he dicho antes, los niños pueden toser hasta incluso transcurridas seis semanas después de un resfriado. Sus pulmones tardan más en curarse, pero eso es absolutamente normal.
—¿Así que no piensa recetarle ningún antibiótico?
—No, no lo necesita. No tiene mucosidad en los oídos, ni en la nariz ni en la garganta, y no he detectado ningún síntoma de bronquitis en los pulmones. No tiene fiebre y su aspecto es saludable.
George, que acababa de cumplir dos años, no paraba de moverse en la falda de Eva, intentando zafarse de ella, con una energía desbordante. Eva lo sujetó con más fuerza.
—Bueno, ya que el doctor Furman no está, quizá pueda examinarlo el doctor Melton. Estoy completamente segura de que mi hijo necesita un antibiótico. A la mitad de los niños en la guardería los están medicando con antibióticos; seguro que se trata de una enfermedad infecciosa.
Gabby fingió escribir algo en la ficha. Esa mujer siempre quería que le recetaran un antibiótico a George. Eva Bronson era una adicta a los antibióticos, si es que existía tal cosa.
—Si le sube mucho la fiebre, venga otra vez y lo examinaré de nuevo.
—No quiero «volver otra vez». Por eso he venido «hoy». Creo que lo mejor será que lo vea un «médico».
Gabby se esforzó por no perder los estribos.
—Muy bien. Veré si el doctor Melton puede hacer un hueco en su apretada agenda y ver a George.
Cuando hubo abandonado la salita, Gabby se detuvo en el pasillo, consciente de que antes tenía que prepararse. No quería hablar otra vez con el doctor Melton; había hecho todo lo posible por evitarlo durante toda la mañana. Tan pronto como el doctor Fulman se marchó al hospital para intervenir en una cesárea de emergencia en el Hospital General Carteret de Morehead City, el doctor Melton empezó a revolotear cerca de ella, lo bastante cerca como para que Gabby se diera cuenta de que acababa de realizar gárgaras con un enjuague bucal.
—Supongo que estaremos solos el resto de la mañana —le había dicho él.
—Quizá no haya demasiado trabajo —había contestado Gabby con un tono neutral. No estaba lista para encararse a él; no se atrevía a hacerlo si el doctor Furman no estaba cerca.
—Siempre hay muchos pacientes, los lunes. Esperemos que no tengamos que trabajar hasta la hora de comer.
—Esperemos —repitió ella.
El doctor Melton había cogido un historial médico junto a la puerta de la consulta al otro lado del pasillo. Lo repasó rápidamente, y justo cuando Gabby se disponía a marcharse, oyó de nuevo su ronca voz:
—Y hablando de comer, ¿has probado alguna vez los tacos de pescado?
Gabby pestañeó inquieta.
—¿Cómo?
—Conozco un lugar extraordinario en Morehead, cerca de la playa. Podríamos pasarnos por allí y, de paso, traer más tacos para el resto del personal.
A pesar de que él había mantenido el semblante serio —en realidad, podría haber estado hablando con el doctor Furman en vez de con ella—, Gabby retrocedió incómoda.
—No puedo. He de llevar a Molly al veterinario. He pedido hora esta mañana.
—¿Te dará tiempo?
—Me han dicho que sí.
El vaciló unos instantes.
—Muy bien; otra vez será.
Mientras Gabby cogía un historial médico, se estremeció con una mueca de dolor.
—¿Estás bien? —se interesó el doctor Melton.
—Sí, sólo son un poco de agujetas, nada más —contestó antes de desaparecer en la salita.
La verdad era que notaba todos los músculos entumecidos. Muy entumecidos. Le dolía todo el cuerpo, desde el cuello hasta los tobillos, y el malestar parecía ir en aumento. Si se hubiera limitado a salir a correr un rato el domingo, seguramente ahora estaría bien. Pero la nueva, la intrépida Gabby, no había tenido suficiente. Después de hacer aerobismo —y muy orgullosa de que, a pesar de que había mantenido un ritmo lento, no había tenido que detenerse ni una sola vez—, había ido al gimnasio Gold en Morehead City para hacerse socia. Había firmado los papeles mientras el entrenador le explicaba las numerosas clases con nombres complicadísimos a las que podía asistir prácticamente a cualquier hora. Cuando se disponía a ponerse de pie para marcharse, él mencionó que había una clase nueva llamada Body Pump que estaba a punto de empezar.
—Es una clase fantástica —le dijo—. Trabajamos todo el cuerpo: es una combinación de gimnasia aeróbica con ejercicios propios de la sala de musculación. Deberías probarlo.
Y eso fue lo que hizo. Y sólo esperaba que Dios no le tuviera en cuenta a ese chico la trastada que le había hecho.
No de inmediato, por supuesto. Ni durante la clase, en la que se había sentido bien. Aunque en el fondo sabía que debería tomárselo con más calma, decidió seguir el ritmo de la mujer ataviada con escasísima ropa, retocada con cirugía estética, y con un kilo de máscara de ojos en las pestañas que tenía a su lado. Había levantado pesas sin parar, y después había corrido por la sala hasta que creía que el corazón se le iba a escapar por la boca, luego había levantado más pesas otra vez, y de nuevo había corrido por la sala sin parar. Cuando acabó la sesión, con todos los músculos temblando, Gabby se sintió como si hubiera dado el siguiente paso en su evolución. Al salir del gimnasio se compró un batido con muchas proteínas, simplemente para completar la transformación.
De camino a casa, entró en una librería para comprar un libro de astronomía, y después, cuando estaba a punto de quedarse dormida, se dijo que era la primera vez en mucho tiempo que se sentía más animada respecto a su futuro, salvo por el hecho de que sus músculos parecían estar agarrotándose más a cada minuto que pasaba.
Lamentablemente, la nueva e intrépida Gabby descubrió que le costaba horrores levantarse de la cama a la mañana siguiente. Le dolía todo el cuerpo. No, mejor dicho, lo que sentía iba más allá del dolor. Mucho peor que dolor. Era una tortura. Notaba como si cada músculo de su cuerpo hubiera pasado por un exprimidor de zumos. La espalda, el pecho, el abdomen, las piernas, los glúteos, los brazos, el cuello..., ¡incluso le dolían los dedos de las manos! Necesitó tres intentos hasta que finalmente consiguió sentarse en la cama y, tras arrastrar los pies hasta el baño, se dio cuenta de que el acto de limpiarse los dientes sin gritar le costaba una descomunal dosis de autocontrol. En el botiquín buscó un poco de todo —una aspirina, paracetamol, un antiinflamatorio—, y al final, decidió tomarse todas las píldoras juntas. Se las tragó con un vaso de agua mientras se observaba atentamente en el espejo.
—Vale, creo que te has pasado un poco haciendo ejercicio —admitió.
Pero ya era demasiado tarde, incluso se encontraba peor, los analgésicos no surtían efecto. O quizá sí. Por lo menos, aquella mañana fue capaz de trabajar —siempre y cuando no hiciera movimientos muy bruscos—. Pero el dolor persistía, y el doctor Furman se había ido, y lo último que deseaba era tener que lidiar con el doctor Melton.
Sin otra alternativa, preguntó a una de las enfermeras en qué sala estaba y, después de dar unos golpecitos en la puerta, asomó la cabeza. El doctor Melton alzó la vista de su paciente, y su expresión se animó al verla.
—Siento interrumpirlo. ¿Podemos hablar un momento?
—Por supuesto. —Se levantó del taburete, dejó el historial del paciente mientras abandonaba la sala y cerró la puerta tras él—. ¿Has cambiado de opinión respecto a la comida?
Gabby sacudió la cabeza y le expuso el caso de Eva Bronson y George; él le prometió que hablaría con esa mujer tan pronto como pudiera. Mientras se alejaba por el pasillo cojeando, podía notar los ojos de él clavados en su espalda.
Eran más de las doce cuando Gabby terminó con su último paciente de la mañana. Agarró el monedero y salió cojeando hacia el coche, consciente de que no tenía demasiado tiempo. Al cabo de cuarenta y cinco minutos tenía que estar de vuelta para atender a su primer paciente de la tarde; si no estaba demasiado rato en la clínica veterinaria, no tenía por qué preocuparse. Esa era una de las cosas positivas de vivir en una pequeña localidad con menos de cuatrocientos habitantes. Todo quedaba a un tiro de piedra. Mientras que Morehead City —cinco veces más grande que Beaufort— se hallaba justo al otro lado del puente que cruzaba la vía navegable intracostera y era el lugar que congregaba a la mayoría de la gente para realizar sus compras durante el fin de semana, la corta distancia bastaba para aportar a aquella localidad un aire aislado y ok distintivo, como la mayoría de los pueblos en el Down East, que era como los habitantes de la zona denominaban a esa parte del estado.
Beaufort era un pueblo precioso, especialmente el casco antiguo. En un día como aquél, con una temperatura perfecta para pasear, se asemejaba a como ella imaginaba que debía de haber sido Savannah, su pueblo natal, durante su primer siglo de vida.
Calles amplias, árboles frondosos y un centenar de viviendas restauradas ocupaban varias manzanas, hasta fundirse con Front Street —la calle peatonal— y un pequeño paseo entarimado con unas hermosísimas vistas al puerto deportivo. Los amarres estaban ocupados por barcas de paseo o de pesca de todas las formas y tamaños imaginables; un impresionante yate que debía de valer una millonada podía estar atracado entre una barquita para pescar cangrejos y un bonito y vistoso velero. También había un par de restaurantes con unas vistas espectaculares: locales antiguos y con carácter, rematados con unos bonitos patios techados y unas mesas de picnic que hadan que los clientes se sintieran como si estuvieran de vacaciones en un lugar donde el tiempo se hubiera detenido. Los fines de semana, al atardecer, algunas bandas de música actuaban en los restaurantes, y el 4 de julio del verano anterior, cuando ella había ido a visitar a Kevin, había venido tanta gente para escuchar música y ver los fuegos artificiales que el puerto se llenó literalmente de barcas. Sin suficientes amarres para todas ellas, los dueños de las barcas decidieron simplemente atarlas una junto a la otra, y saltaban de barca en barca hasta llegar al puerto, aceptando u ofreciendo cervezas a todos los que pasaban.
En el lado opuesto de la calle, las agencias inmobiliarias se mezclaban con las galerías de arte y las tiendas de souvenirs para los turistas. A Gabby le gustaba pasear al atardecer por las galerías de arte para mirar cuadros. De joven había soñado con ganarse la vida pintando o dibujando; necesitó unos pocos años para aceptar que su ambición excedía con creces su talento. Eso no significaba que no pudiera apreciar la calidad de una obra, y de vez en cuando descubría una fotografía o un cuadro que le provocaba una gran impresión. Dos veces se había decidido a comprar, y tenía dos cuadros colgados en las paredes de su casa. Había considerado la posibilidad de adquirir unos cuantos más para complementarlos, pero su presupuesto mensual no se lo permitía, por lo menos de momento.
Unos pocos minutos más tarde, Gabby aparcó al lado de su casa y soltó un grito apagado al salir del coche, antes de avanzar cojeando hasta la puerta principal. Molly, que la esperaba en el porche, se tomó su tiempo para olisquear el parterre, y luego dio un saltito para subirse al asiento del pasajero. Gabby soltó otro gritito de dolor cuando entró nuevamente en el coche, acto seguido bajó la ventana para que Molly pudiera sacar la cabeza, algo que le encantaba hacer.
La clínica veterinaria Down East estaba a tan sólo unos minutos, y Gabby aparcó en la zona de estacionamiento, oyendo cómo crujía la gravilla bajo las ruedas. El rústico y ajado edificio Victoriano se asemejaba más a una casa que a una clínica veterinaria. Ató a Molly con la correa, después echó un rápido vistazo al reloj. Rezaba por que el veterinario no se demorase demasiado.
La puerta principal se abrió con un estrepitoso chirrido, y Gabby notó que Molly tiraba de la correa cuando husmeó el tufo propio de las clínicas de animales. La mujer se dirigió al mostrador, pero antes de que pudiera articular ni una sola palabra, la recepcionista se puso de pie.
—¿Esta es Molly'? —preguntó.
Gabby no pudo ocultar su sorpresa. Todavía le costaba habituarse a la vida en aquella pequeña localidad.
—Sí. Y yo soy Gabby Holland.
—Encantada de conocerla. Soy Terri. ¡Qué perrita tan mona!
—Gracias.
—Nos preguntábamos si tardaría mucho en llegar. Esta tarde tiene que volver al trabajo,
¿verdad? —Asió un cuestionario en blanco—. Por favor, sígame hasta una de las salitas. Allí podrá rellenar esta hoja con más tranquilidad. De ese modo, el veterinario podrá visitarla sin demora. No tardará. Ya casi ha acabado.
—Perfecto, muchas gracias —respondió Gabby.
La recepcionista la guió hasta una sala contigua. Dentro había una balanza, y la mujer ayudó a Molly a subirse en ella.
—No hay de qué. Además, siempre estoy con mis hijos en su consulta pediátrica. ¿Qué tal? ¿Se siente a gusto en su nuevo puesto?
—La verdad es que sí; hay más trabajo de lo que me había figurado —contestó ella.
Terri anotó el peso, luego se dirigió otra vez hacia el pasillo.
—Me encanta el doctor Melton. Se ha portado magníficamente con mi hijo.
—Se lo diré —dijo Gabby.
Terri señaló hacia una salita amueblada con una mesa metálica y una silla de plástico, y le entregó el cuestionario a Gabby.
—Sólo tiene que rellenar esta hoja. Mientras tanto, le diré al veterinario que ya está aquí.
Terri se marchó y Gabby se sentó, satisfecha, aunque rápidamente esbozó una mueca de dolor al notar que se le tensaban los músculos de las piernas. Respiró hondo varias veces seguidas y esperó a que cesara el dolor; acto seguido, rellenó el cuestionario mientras Molly se paseaba por la sala.
No había transcurrido ni un minuto cuando la puerta se abrió. Lo primero que Gabby vio fue la bata blanca; un instante más tarde, se fijó en el nombre bordado en letras azules. Gabby se disponía a hablar, pero el repentino reconocimiento de aquella cara se lo impidió.
—Hola, Gabby —la saludó Travis—. ¿Cómo estás?
Gabby continuó mirándolo con la mandíbula desencajada, preguntándose qué diantre hacía su vecino allí. Estaba a punto de soltar un comentario desagradable cuando se dio cuenta de que sus ojos eran azules.
«¡Qué extraño! Juraría que eran marrones», pensó.
—Supongo que ésta es Molly —dijo él, interrumpiendo sus pensamientos—. Hola, bonita. —La acarició y le frotó el cuello—. Te gusta, ¿eh? ¿Sabes que eres muy guapa? ¿Cómo estás, bonita?
El sonido de su voz transportó a Gabby de nuevo al tenso encuentro varias noches antes.
—¿Tú eres..., eres el... veterinario? —tartamudeó.
Travis asintió mientras continuaba rascándole el lomo a Molly cariñosamente.
—Sí, junto con mi padre. Él abrió esta consulta, y yo empecé a trabajar con él cuando acabé mis estudios en la universidad.
No podía ser. De toda la gente de aquella localidad, tenía que ser él. ¿Cómo era posible que Gabby no pudiera tener un día normal, sin complicaciones?
—¿Por qué no dijiste nada la otra noche?
—Sí que lo hice. Te recomendé que la llevaras al veterinario, ¿recuerdas?
Ella achicó los ojos como un par de rendijas. Ese tipo parecía disfrutar exasperándola.
—Ya sabes a qué me refiero.
Él levantó la vista.
—¿Te refieres al hecho de que yo sea el veterinario? Intenté decírtelo, pero no me dejaste.
—Pues deberías haber insistido.
—No creo que estuvieras de humor para escucharme. Pero eso es ya agua pasada. No estoy ofendido. —Sonrió—. Y ahora deja que examine a esta señorita, ¿de acuerdo? Sé que has de volver a la consulta, así que intentaré ir lo más rápido posible.
Gabby podía notar que la rabia se apoderaba de ella ante la impasibilidad de su interlocutor. Así que... «No estoy ofendido», ¿eh? Por unos instantes pensó en levantarse y abandonar inmediatamente la sala. Lamentablemente, Travis ya había empezado a palparle el vientre a Molly.
Además, aunque se propusiera levantarse rápidamente no podría, puesto que en esos precisos momentos sus piernas parecían haberse declarado en huelga. Muerta de dolor por las agujetas, decidió cruzarse de brazos; al hacerlo notó algo parecido al filo de un cuchillo clavándosele en la espalda y en los hombros mientras él auscultaba a Molly con el estetoscopio. Se mordió el labio inferior, orgullosa de no haber gritado, todavía.
Travis la miró de soslayo.
—¿Estás bien?
—Sí —contestó ella.
—¿Estás segura? Tienes cara de estar sufriendo.
—Estoy bien —repitió ella.
Ignorando su tono arisco, Travis volvió a centrar su atención en la perrita. Desplazó el estetoscopio, volvió a auscultarla, luego examinó uno de sus pezones. Finalmente, se puso un guante de látex y le hizo un rápido reconocimiento interno.
—Sí, definitivamente, Molly está embarazada —concluyó él, sacándose el guante y tirándolo a la papelera—. Y según parece, está de siete semanas.
—Ya te lo dije. —Gabby lo fulminó con una mirada desafiante, y se contuvo para no añadir que Moby era el responsable.
Travis se levantó y se guardó el estetoscopio en el bolsillo de la bata. Agarró el cuestionario y le echó un vistazo.
—Y para que lo sepas, estoy totalmente seguro de que Moby no es el responsable.
—¿Ah, no?
—No. Lo más probable es que sea ese labrador que he visto merodear por el vecindario. Me parece que es del viejo Cason, aunque no estoy completamente seguro. Puede que sea el perro de su hijo. Sé que hace poco ha vuelto al pueblo.
—¿Y por qué estás tan seguro de que no ha sido Moby?
Travis empezó a repasar el cuestionario y, por un momento, ella dudó de si la había oído.
Entonces él se encogió de hombros.
—Por la simple razón de que Moby está esterilizado.
Existen momentos en que una sobrecarga mental puede bloquear la capacidad de hablar. De repente, Gabby pudo verse a sí misma en la vergonzosa situación de empezar a tartamudear y luego ponerse a llorar, y finalmente abandonar la sala corriendo. Recordaba vagamente que él le había intentado decir algo, lo que hizo que se sintiera aún más sofocada.
—¿Esterilizado? —balbuceó.
—Así es. —El alzó la vista del cuestionario—. Hace dos años. Mi padre lo hizo aquí, en esta clínica.
—Ah...
—También intenté decírtelo. Pero te marchaste y me dejaste con la palabra en la boca. Me sentía tan mal por no habértelo dicho que el domingo pasé a verte para contártelo, pero no estabas.
Gabby soltó lo primero que se le ocurrió:
—Estaba en el gimnasio.
—Me alegro.
El movimiento requirió un considerable esfuerzo, pero ella descruzó los brazos.
—Supongo que te debo una disculpa.
—No estoy ofendido —volvió a decir, y esta vez consiguió que Gabby se sintiera incluso peor—.
Pero mira, sé que tienes prisa, así que déjame que te diga un par de cosas sobre Molly, ¿de acuerdo?
Ella asintió, sintiéndose como si su profesor la acabara de castigar de cara a la pared en un rincón de la clase, sin poder olvidar su patética intervención del sábado por la noche. El hecho de que él se tomara las cosas con tanta tranquilidad no hacía más que empeorar su estado de ánimo.
—El periodo de gestación dura nueve semanas, por lo que le quedan dos. Molly tiene las caderas bastante anchas, así que no debes preocuparte por el parto, y ése era precisamente el motivo por el que quería que la trajeras. Los collies a veces tienen las caderas muy estrechas. En cuanto al resto, no hay nada que necesites hacer, pero no olvides que lo más probable es que Molly busque un lugar fresco y oscuro para dar a luz, así que quizá sería conveniente que pusieras unas mantas viejas en el garaje. Se puede acceder al garaje desde una puerta en la cocina, ¿verdad?
Gabby volvió a asentir, notando como si todo su cuerpo se estuviera encogiendo por segundos.
—Déjala abierta, y Molly probablemente empezará a pasearse por allí. Es lo que se llama preparar el nido, y es perfectamente normal. Lo más probable es que tenga a los cachorros cuando haya calma. Por la noche, o mientras tú estés trabajando, pero recuerda que es un acto completamente natural, así que no tienes que preocuparte por nada. Los cachorros se pondrán a mamar instintivamente, así que tampoco tienes que preocuparte por eso. Y seguramente luego tendrás que tirar las mantas, por lo que será mejor que utilices algunas viejas, ¿entendido?
Ella asintió por tercera vez, sintiéndose incluso más insignificante.
—Aparte de esto, no hay nada más que necesites saber. Si surge algún problema, tráela a la consulta. Si pasa algo por la noche, ya sabes dónde vivo.
—De acuerdo —carraspeó Gabby.
Cuando ella no dijo nada más, él sonrió y enfiló hacia la Puerta.
—Eso es todo. Ya puedes llevarla a casa, si quieres. Pero me alegro de que la hayas traído. No creía que fuera una infección, pero me quedo más tranquilo ahora que lo hemos descartado.
—Gracias —musitó Gabby—. Y, de nuevo, siento mucho...
Travis alzó la mano para detenerla.
—No pasa nada. De veras. Estabas angustiada, y es verdad que a Moby le gusta mucho deambular por el vecindario. Fue un error comprensible. Ya nos veremos, ¿de acuerdo?
Cuando él finalmente le dio a Molly una última palmadita, Gabby se sentía más pequeña que una hormiga. Después, Travis —el doctor Parker— abandonó la sala, y ella esperó un largo momento para confirmar que no iba a regresar. Entonces, lenta y dolorosamente se incorporó de la silla. Asomó la cabeza por la puerta y, tras confirmar que no había nadie en el pasillo, se dirigió al mostrador de recepción y pagó la visita con la máxima discreción posible.
De regreso a su trabajo, la única cosa que Gabby sabía con absoluta certeza era que, a pesar de que él le hubiera intentado quitar hierro al asunto, jamás superaría la vergüenza por lo que había hecho, y puesto que no había una roca lo bastante grande como para poder ocultarse debajo, su intención era hallar una forma de evitar a su vecino durante un tiempo. No para siempre, claro. Un periodo razonable, algo así como... los siguientes cincuenta años.