miércoles, 4 de septiembre de 2013

Capítulo 10

Nos miramos los unos a los otros, con estupefacción, durante un momento. Los Vermin teman las manos llenas de sangre. Después, los tres volvieron a su macabra tarea, ignorándome. Asombrada, avancé hacia ellos alzando mi arco para atacar. Sin embargo, una fuerza abrasadora me empujó desde detrás, como si alguien me hubiera golpeado con una sartén al rojo vivo.
Caí al suelo con dureza. El arco se me escapó de las manos, y todo el aire se me salió de los pulmones. El dolor se me extendió por la espalda. Rodé por el suelo, convencida de que tenía la ropa ardiendo. Intentando respirar, seguí rodando por el suelo hasta que vi lo que me había atacado. Me quedé espantada. El campamento Vermin había crecido tres veces su tamaño anterior. Había un hombre en mitad de la hoguera.
El hombre salió de entre la leña ardiente. Estaba abrasado y negro de los pies a la cabeza, y tenía pequeñas llamas prendidas en el cuerpo como si fueran plumas. Avanzó hacia mí. Yo superé mi parálisis y me alejé arrastrándome de él. Él se detuvo. Un rastro de fuego lo unía a la hoguera.
—¿Te he sorprendido, mi pequeño murciélago? —me preguntó—. Contaste nueve, cuando en realidad eran diez. Un buen truco.
Él sabía que mi conciencia había volado con los murciélagos. Pero, ¿quién era?
Miré a mi alrededor por la selva, buscando ayuda. Leif y mis amigos estaban al borde del claro. Tenían los brazos y las manos alzados, como si se estuvieran protegiendo el rostro de un viento abrasador. Su ropa estaba manchada de hollín y sudor, y tenían la mirada apartada del hombre.
—No tendrás ayuda de ellos, mi pequeño murciélago. Se quemarán si se acercan.
Yo intenté proyectar mi mente en la del hombre llameante, pero sus defensas eran impenetrables. Era un Hechicero de increíble poder. Se me acababan las opciones. Miré hacia detrás y vi mi arco.
El Hechicero señaló con un dedo y creó una línea de fuego que apareció entre mi arma y yo. Me puse en pie de un salto. El calor me abrasó el vello de la nariz, e hizo que se evaporara la humedad de mi boca. Saboreé cenizas. Un muro de aire caliente me empujó, y el Hechicero apareció ante mí. Sin embargo, su conexión con la madera ardiente permaneció.
—El fuego es tu ruina, pequeño murciélago. No puedes llamarlo. No puedes controlarlo.
Se me estaba asando el cuerpo, como si me hubieran ensartado en un palo y estuvieran cocinándome sobre una hoguera. Busqué mentalmente por la selva con la esperanza de encontrar ayuda. Sin embargo, no percibí nada, salvo los pensamientos de pánico de mis amigos y a una serpiente que curioseaba cerca de nosotros.
Justo cuando pensaba que iba a desmayarme, él extendió las manos y una burbuja de aire fresco me acarició. La ruptura con el calor me produjo un alivio enorme. Me tambaleé.
—Toma mis manos. No te quemaré. Viaja conmigo a través del fuego.
—¿Por qué?
—Porque me perteneces.
—No es una buena respuesta. Hay otros que han dicho lo mismo.
—Necesito completar mi misión.
—¿Y cuál es?
Las llamas de sus hombros temblaron cuando él se rió.
—Buen intento. Acepta mi oferta, o te quemaré a ti, y a tus amigos también. Os reduciré a un montón de cenizas.
—No.
Las llamas de su cuerpo se intensificaron antes de que se encogiera de hombros.
—No importa.
El aire frío desapareció, y la intensidad del calor me cortó la respiración.
—Sólo necesito que te duermas, murciélago. Entonces, te tomaré.
Se me cerró la garganta; comencé a perder la visión. El sueño era una forma agradable de describir el proceso de la asfixia. Era extraño, pero me dio una idea.
Con mis últimas energías, me saqué una cápsula del bolsillo y la aplasté con la mano. El líquido pegajoso se me extendió por la palma de la mano. Caí de rodillas, y lo último que recordé antes de que el mundo se derritiera fue que algo marrón y verde me atrapaba.
Me desperté estremeciéndome. Chestnut me estaba mirando con preocupación. Me abanicaba con una hoja grande para darme aire fresco y limpio. Tenía arrugas de agotamiento alrededor de los ojos.
—Supongo que hay una serpiente que se tendrá que ir con hambre —dijo mi primo.
—¿A qué te refieres? —pregunté, notando un dolor agudo en la garganta. Cuando intenté sentarme, me di cuenta de que estábamos sobre la rama de un árbol
Chestnut me ayudó.
—Le dije a la serpiente que, si morías, podía comerte —me explicó sonriendo.
—Siento decepcionarla.
—No importa. Quizá tengamos algún Vermin de sobra para alimentarla —dijo, y la sonrisa se le borró de los labios.
Yo lo recordé todo.
—¡El Hechicero de Fuego! ¡Mi padre! ¡Los demás! ¿Qué…
Chestnut alzó la mano.
—Cuando la serpiente te atrapó y te subió a los árboles, el Hechicero se distrajo lo suficiente como para que Leif pudiera atravesar la pared de calor. Con la ayuda del Hombre Luna, Leif pudo romper la unión entre la hoguera y el Hechicero —dijo Chestnut—. El Hechicero desapareció. El resto de los Vermin salieron corriendo, perseguidos por el Hombre Luna, Tauno y Marrok.
—¿Y Leif?
—Está abajo, con tu padre.
Antes de que yo pudiera preguntar, Chestnut me dijo:
—Tu padre está bien, pero no creo que Stono vea la luz del día otra vez.
Un repentino propósito me dio energías.
—Ayúdame a bajar.
Cuando llegamos al suelo, me acerqué a Leif. Tenía la cabeza de Stono en el regazo. Evité mirar el estómago sanguinolento de Stono. Mi padre y el otro chico explorador estaban tendidos en el suelo, a su lado, inmóviles, aún paralizados por el curare. Yo no vi a mis amigos.
—¿Dónde están los demás? —pregunté.
—No han vuelto todavía —respondió Chestnut. Se sentó en el suelo, junto a Leif, y le tomó la mano a Stono.
—Al menos, no siente dolor —susurró Leif.
Mi hermano tenía la cara llena de hollín y sudor. El fuego le había hecho agujeros en la ropa. Olía a humo.
Yo me arrodillé junto a Leif. Puse dos dedos en el cuello de Stono y noté un pulso débil. Stono gruñó, y sus párpados temblaron.
—No está paralizado como los demás, para que el ritual de Kirakawa pudiera funcionar —dije yo.
—¿Puedes salvarlo? —preguntó Leif.
Las heridas de Stono eran mortales. Yo no había sanado a nadie con unas lesiones tan graves. Tula tenía la nuez aplastada cuando murió; yo pude reparar aquel daño, pero no pude despertarla sin su alma. ¿Por qué no? Según Roze, yo tenía el poder de crear un ejército sin alma.
—Yelena —me dijo Leif con impaciencia—. ¿Puedes salvarlo?
¿Podría salvarme a mí misma si asumía sus heridas? Tomé aire. Sólo había una manera de averiguarlo.
Cerré los ojos, tiré del poder y agarré hebras gruesas de magia para enrollarlas en mi estómago. Me agaché hacia Stono y me obligué a examinar la masa distendida y sanguinolenta, viendo sus heridas a través de mi magia. Latían con un brillo rojo y apremiante cuando me concentré en ellas.
Sin previo aviso, el corazón de Stono se paró y su alma salió de su cuerpo. Por instinto, inspiré su alma del aire y la guardé en un lugar seguro de mi mente.
Hice caso omiso de sus pensamientos confusos y me concentré en sus heridas. El estómago me explotó con el dolor de un millón de cuchillos clavándoseme en las entrañas. Agarrándome el abdomen, me acurruqué. La sangre me anegó las manos, los brazos, se derramó por el suelo. El aire se llenó del hedor caliente de los fluidos del cuerpo.
Luché por apartar el dolor, pero se aferraba a mí, abriéndose camino a bocados hacia mi espina dorsal y el corazón. La voz de Leif me resonó en los oídos. Quería algo. Molesta por su insistencia, transferí mi atención a él durante un momento. Su energía fluyó hacia mi cuerpo. Detuvimos el avance del dolor, pero no pudimos conquistarlo. Sólo era cuestión de tiempo que nuestras fuerzas fallaran y perdiéramos la batalla.
La voz resignada del Hombre Luna sonó en mi mente.
«No puedo dejarte sola. ¿Qué te ha hecho pensar que podías contrarrestar el poder del ritual Kirakawa por ti misma?».
«Yo no…».
«¿Pensabas? ¿Sabías? ¿Importa ahora?».
La energía azul del Hombre Luna se sumó a la de Leif, y entre los tres conseguimos apartar el dolor.
Yo alargué el brazo hacia Stono y posé mi mano en su estómago blando.
«Vuelve», le ordené a su alma.
Sentí en el brazo un picor, un cosquilleo. Cuando oí que jadeaba para tomar aliento, aparté la mano.
Estaba demasiado exhausta como para moverme. Me quedé dormida allí mismo.
En algún momento, alguien me despertó.
—¿Teobroma? —preguntó Leif. Su voz sonaba distante.
Mis pensamientos agotados salieron de entre una neblina.
—Mochila —murmuré.
—¿Dónde?
Leif me agitó. Yo le aparté las manos, pero él no cejó.
—¿Dónde?
—En la mochila. En la selva. Serpiente.
—Yo iré —dijo Chestnut.
El sonido de sus pasos alejándose me arrulló, y me dormí de nuevo.
Me desperté atragantándome con un líquido repugnante. Entre toses, me incorporé y escupí.
—Todavía tienes que beber el resto —me dijo mi padre.
Me ofreció una taza.
—¿Qué es? —le pregunté, y agarré la taza. El contenido verdoso olía a agua pantanosa.
—Té de «sopasagrias». Le devuelve las fuerzas al cuerpo. Vamos, bebe.
Yo hice un gesto de asco y me llevé la taza a los labios. Sin embargo, no pude tomar el té.
Esau suspiró. Tenía el pelo, largo y gris, lleno de sangre y suciedad. Parecía mayor de los cincuenta años que tenía. El cansancio tiraba de sus hombros hacia abajo.
—Yelena, me gustaría volver a casa. Tu madre debe de estar muy angustiada.
Tenía razón. Conteniendo la respiración, tragué el té. La garganta me quemaba mientras tragaba el líquido, pero después de un momento, me sentí más despierta y vigorosa.
El sol subía por el cielo. Yo me di cuenta de que el claro estaba vacío.
—¿Dónde están los demás?
—Te lo diré de camino a casa —me respondió mi padre, y se levantó.
Tomé mi mochila y revisé el contenido. Después me la puse al hombro. Mi arco descansaba en el suelo, junto a una ancha marca quemada. Yo levanté el arma y pasé las manos por la madera de ébano. Parecía que estaba intacta. Una sorpresa agradable ya que, durante la pelea, yo pensaba que el Hechicero había dejado el arco reducido a cenizas.
Sentí miedo al pensar en aquel Hechicero. Nunca había conocido una magia como aquélla. No tenía ninguna preparación para luchar contra él, y no se me ocurría nadie en Sitia que igualara su poder. Pero, ¿y en Ixia? Pensé en Valek. ¿Podría salvarlo su inmunidad a la magia de las llamas del Hechicero del Fuego? ¿O lo consumirían?
—Vamos, Yelena —me dijo Esau.
Yo me quité aquellos pensamientos morbosos de la cabeza y seguí a mi padre. Él comenzó a andar a buen ritmo, y cuando lo alcancé, le pregunté qué había ocurrido después de que me quedara dormida.
Él resopló, divertido.
—¿Quieres decir cuando te desmayaste?
—Acababa de salvar la vida de Stono. Y la tuya también.
Esau se detuvo y me dio un abrazo.
—Lo sé. Lo hiciste muy bien.
Él me soltó tan rápidamente como me había abrazado, y continuó caminando por la selva. Yo me apresuré a seguirlo.
—¿Y los demás? —pregunté.
—Has estado dormida durante un día entero. Pensamos que era mejor que Leif y Chestnut se llevaran a Stono y a Barken al pueblo. Los Sandseed y el otro hombre de Ixia no han vuelto.
Yo me detuve.
—Quizá tengan problemas.
—¿Dos guerreros Sandseed y un soldado contra tres Daviian? Lo dudo.
—¿Y contra tres Vermin con curare?
—¡Ah, demonios! —escupió Esau—. Ojalá nunca hubiera descubierto esa maldita sustancia —dijo, y se dio un golpe con los puños en los muslos—. Tenía la esperanza de que la cantidad que les robaron a los Sandseed ya se hubiera terminado.
—¿Conseguiste extraerlo de las enredaderas de la selva?
—Sí.
—Entonces, ¿cómo saben hacerlo ellos?
—¿Y dónde lo están haciendo? —preguntó Esau, mirando a su alrededor—. Quizá en la jungla. Voy a cortar todas las enredaderas de curare y las voy a quemar —juró Esau.
Yo le puse una mano en el brazo.
—Recuerda por qué la buscaste. Tiene muchos usos beneficiosos. Nuestra preocupación más inmediata debería ser por el Hombre Luna y por los demás. Voy a intentar ponerme en contacto con él.
Alcancé la fuente de poder y proyecté la mente hacia la selva. Rocé una variedad de vida. Los valmures que se movían por los árboles, los pájaros que estaban posados en las ramas y otras pequeñas criaturas que corrían bajo los arbustos.
Sin embargo, no podía localizar el pensamiento del Hombre Luna.
¿Acaso los Vermin lo habían escondido tras un escudo anulador? ¿Había muerto? Busqué también a Tauno y a Marrok, pero no conseguí nada.
—Vayamos a casa y busquemos un modo de encontrarlos. A todos ellos, incluyendo a los Vermin —dijo mi padre.
Aquello me recordó a los guardias Vermin que habíamos rociado con el perfume de serpiente.
—Podemos interrogar a los guaridas Daviian. ¿Están en nuestro pueblo?
Esau se tiró de la túnica manchada como si tuviera que decirme algo desagradable.
—Cuando te atrapó la serpiente, no se puso muy contenta al descubrir que no eras una hembra. Así que Chestnut, para poder evitar que te devorara, tuvo que concentrar todos sus esfuerzos en salvarte.
—¿Y?
—Perdió el control de las otras serpientes.
—¿Los guardias han muerto?
—Una consecuencia desafortunada, pero también tiene una ventaja —dijo Esau.
—¿Y cuál es?
—Ahora hay cuatro serpientes muy llenas, que no molestarán a los Zaltana durante mucho tiempo.
Me quité del cuerpo toda la sangre seca que pude en el pequeño riachuelo que discurría bajo el pueblo de mi clan. Mi madre se preocuparía mucho si me viera de aquel modo, pese a que estuviera ante ella sana y salva.
Mientras subía por la escalera de cuerda a la cubierta de árboles, pensé en todo lo que había ocurrido recientemente. Mi vida en Ixia, aunque tuviera que ser la catadora de alimentos del Comandante, parecían unas vacaciones.
¿Por qué me quería marchar de Ixia cuando vivía allí? Una de las razones más importantes era la orden de ejecución que pesaba sobre mí por el hecho de ser maga. Aquello y también, el deseo de ver a mi familia de quienes no recordaba nada hasta que el Hombre Luna desbloqueó mi memoria. Bien, ya había conocído a mis padres y la orden de ejecución había sido revocada. La idea de volver a Ixia, con Valek, me tentaba.
Cuando llegué a lo alto de la escalera, entré en un pequeño recibidor hecho de ramas atadas entre sí. El guardia Zaltana que estaba allí me informó de que mi padre me esperaba en casa.
Caminé hacia el apartamento de mis padres, maravillándome de la ingenuidad y la artesanía con que se había erigido aquel inmenso complejo de viviendas sobre el suelo de la selva. Los Zaltana eran ingeniosos y decididos, y también obstinados. A mí me habían acusado de tener todos aquellos rasgos.
Me pregunté si aquellas cualidades serían suficientes para enfrentarme al Hechicero de Fuego. ¿Tenía la experiencia o el conocimiento mágico para encontrar al Hombre Luna, capturar a Ferde e impedirles a los Vermin que mataran a más gente?

Aquella lista de tareas tan «desalentadora y larga no iba a disuadirme de intentarlo. Sin embargo, ¿cuántas personas más resultarían heridas o muertas por mi causa?

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