—Siento decepcionarte, pero yo no soy la que le agregó lo de
todopoderosa al título.
Me aparté un mechón de pelo negro de los ojos. Dax y yo
habíamos estado trabajando para ampliar mi habilidad mágica, pero sin éxito.
Mientras practicábamos en la planta baja de la torre de Irys, la Guardiana, intentaba
que el fastidio que sentía no afectara negativamente a las clases. En realidad,
la torre también era un poco mía, porque Irys me había cedido tres pisos para
que yo los usara.
Dax estaba intentando enseñarme cómo mover objetos con la
magia. Había reubicado los muebles y había colocado las butacas en filas
ordenadas; le había dado la vuelta al sofá y lo había puesto de costado.
Ninguno de mis esfuerzos por recuperar la agradable distribución de Irys e
impedir que me persiguiera una mesilla sirvió. Aunque no fue por falta de
interés… yo tenía la camisa pegada a la piel sudorosa.
De repente, tuve un escalofrío. Los postigos estaban bien
cerrados, pero, pese al fuego que ardía en la chimenea y las alfombras que
cubrían el suelo, el salón estaba helado. Las paredes eran del mármol blanco,
maravillosas en la estación caliente, pero absorbían todo el calor de la
habitación en la estación fría. Me imaginé la calidez siguiendo las vetas
verdes de la piedra y escapándose al exterior.
Dax Greenblade, mi amigo, se tiró de la túnica hacia abajo.
Era alto y delgado. Su físico era el típico de un miembro del clan Greenblade.
A mí me recordaba a una brizna de hierba, incluido el filo cortante: su lengua.
—Es evidente que no tienes la capacidad de mover objetos,
así que probemos con el fuego. ¡Hasta un bebé puede prender una llama!
—exclamó, y puso una vela sobre la mesa.
—¿Un bebé? Ya estás exagerando otra vez.
La capacidad de acceder a la fuente de poder y hacer magia
de una persona se manifestaba en la pubertad.
—Detalles, detalles —dijo Dax, agitando una mano como si
estuviera apartando una mosca—. Ahora, concéntrate en encender esta vela.
Yo arqueé una ceja. Hasta aquel momento, mis esfuerzos con
objetos inanimados no habían tenido resultados. Podía sanar el cuerpo de mi
amigo, oír sus pensamientos e incluso ver su alma, pero cuando alcanzaba un
hilo de magia e intentaba mover una silla, no ocurría nada.
Dax me mostró tres dedos extendidos.
—Tienes tres razones para ser capaz de hacer esto. Una, eres
poderosa. Dos, tienes tenacidad. La tercera es que has vencido a Ferde, el
Ladrón de Almas.
Que había escapado y era libre de empezar otra juerga de
robo de almas.
—¿Y podrías recordarme en qué me está ayudando Ferde?
—Se supone que esto es una charla para levantarte el ánimo.
¿Quieres que enumere todas tus heroicidades?
—No. Continuemos con la clase —dije yo.
Lo que menos quería era que Dax me contara los últimos
cotilleos. La noticia de que yo era Halladora de Almas había corrido como la
pólvora en la Fortaleza de los Magos. Y yo todavía no podía pensar en aquel
título sin estremecerme de dudas, preocupación y miedo.
Intenté concentrarme y conectarme a la fuente de poder. El
poder envolvía al mundo como una manta, pero sólo los magos podían tirar de
hilos de magia de aquella manta para usarlos. Yo atraje una hebra y la dirigí
hacia la vela, intentando que la mecha se prendiera.
Nada.
—Inténtalo con más fuerza —me dijo Dax.
Yo incrementé el poder y volví a apuntar.
Tras la vela, Dax se puso rojo y comenzó a tartamudear como
si estuviera conteniendo una tos. Entonces, la mecha se encendió ante mis ojos.
—Eso es de mala educación —protestó Dax con una expresión
cómica.
—Tú querías que se encendiera.
—¡Pero quería que lo hicieras por ti misma! Los Zaltana y
sus extraños poderes. Me has obligado a encender la vela. ¡Bah! Y pensar que yo
quería vivir tus aventuras a través de ti…
—Cuidado con lo que dices de mi clan, o… —lo miré a modo de
amenaza.
—¿O qué?
—Le diré al Segundo Mago dónde vas cada vez que él saca uno
de sus viejos libros de la estantería —dije.
Bain era el mentor de Dax pero, aunque al Segundo Mago le
apasionaba la historia antigua, Dax hubiera preferido leer sobre los últimos
bailes de moda.
—Está bien, está bien. Has ganado y has demostrado que
tenías razón. No tienes capacidad para encender fuego. Yo seguiré traduciendo
lenguas antiguas —dijo Dax con gesto adusto—, y tú sigue buscando almas.
Yo sabía que bromeaba, pero también percibía el trasfondo de
sus palabras. Su inseguridad acerca de mis habilidades tenía un motivo de peso.
El último Hallador de Almas nació en Sitia ciento cincuenta años antes, y
durante su corta existencia, había convertido a sus enemigos en esclavos sin
voluntad propia, y había estado a
punto de conseguir su objetivo de hacerse con el mando del
país. La mayoría de los sitianos no se tomaría bien la noticia de que existía
una Halladora de Almas.
El momento embarazoso pasó, y Dax volvió a su buen humor de
siempre.
—Será mejor que me vaya. Tengo que estudiar. Tenemos un
examen de historia mañana, ¿te acuerdas?
Yo gruñí, pensando en el grueso tomo que me estaba
esperando.
—Tus conocimientos sobre la historia de Sitia también son
patéticos.
—Dos razones —repliqué yo, extendiendo dos dedos—: Una,
Ferde Daviian. Dos, el consejo de Sitia.
Dax hizo un gesto vago con la mano.
—Sí, ya sé —le dije yo—. Detalles, detalles.
Él sonrió, se envolvió en su capa y dejó entrar una ráfaga
de aire helador al salir. Las llamas del hogar temblaron durante un instante.
Yo me acerqué a la chimenea para calentarme las manos, y comencé a pensar de
nuevo en aquellas dos razones.
Ferde era un miembro del clan Daviian, que era un grupo
renegado del clan Sandseed. Los miembros del clan Daviian querían algo más de
la vida que vagar por las Llanuras de Avibian y contar historias. En su
búsqueda del poder, Ferde había secuestrado y torturado a doce chicas para
robarles el alma e incrementar su magia. Valek y yo lo habíamos detenido antes
de que pudiera completar su búsqueda.
Sentí dolor por Valek en el corazón. Acaricié el colgante en
forma de mariposa que llevaba al cuello. Él había regresado a Ixia un mes
antes, pero yo lo echaba de menos más y más a cada día que pasaba. Quizá
debiera ponerme en peligro de muerte deliberadamente. Él tenía un don especial
para aparecer cuando más lo necesitaba.
Por desgracia, aquellos tiempos eran peligrosos, y no
habíamos tenido muchas oportunidades para estar juntos. Yo deseaba con todas
mis fuerzas que me asignaran una misión diplomática en Ixia.
El consejo de Sitia no aprobaría un viaje así hasta que
decidieran lo que iban a hacer conmigo. Los once líderes de los clanes y los
cuatro Magos Maestros componían aquel consejo, y habían estado discutiendo
sobre mi nuevo papel de Halladora de Almas durante todo el mes pasado. De los
cuatro maestros, Irys Jewelrose, la Cuarta Maga, era mi apoyo más grande, y
Roze Featherstone, la Primera Maga, era mi detractora más firme.
Me quedé mirando el fuego, siguiendo la danza de las llamas
con los ojos. Seguí pensando en Roze. Los movimientos de las llamas dejaron de
ser aleatorios. Se movían con un determinado ritmo, se dividían y gesticulaban
como si estuvieran sobre un escenario.
Qué raro. Parpadeé. En vez de volver a la normalidad, el
fuego creció hasta que me llenó la visión y bloqueó el resto de la habitación.
Los brillantes dibujos de color
me atravesaron los ojos. Los cerré, pero la imagen
permaneció allí. Sentí aprensión; pese a mis fuertes barreras mentales, un mago
tejía su magia a mi alrededor.
Atrapada, observé la escena del fuego hasta que se convirtió
en una figura con apariencia real de mí misma. El cuerpo sin alma se puso en
pie y Enciéndeme señaló otra figura. Se dio la vuelta, persiguió a la otra
persona y la estranguló.
Alarmada, intenté detener aquella visión del fuego, pero no
lo conseguí. Me vi obligada a observarme a mí misma haciendo más gente sin
alma, que a su vez, seguía matando. Un ejército contrario atacó. Destellaron
las espadas de fuego, y salpicaron llamas de sangre. Me habría quedado
impresionada con el nivel artístico de aquel mago si no hubiera estado tan
horrorizada por la matanza del fuego.
Con el tiempo, mi ejército fue extinguido, y a mí me
atraparon con una red de fuego. Enciéndeme fue arrastrada, encadenada a un
poste y sofocada con aceite.
Yo volví a mi cuerpo de golpe. Junto a la chimenea, noté la
tela de magia a mi alrededor. Se contrajo, y en mi ropa se encendieron pequeñas
llamas.
Y se extendieron.
No podía detener su avance con mi poder. Maldiciendo mi
falta de habilidad con el fuego, me pregunté por qué no poseía aquel poder en
concreto.
La respuesta me resonó en la mente. «Porque necesitamos una
manera de matarte».
Yo me desplomé y me alejé del fuego. Estaba empapada en
sudor y el sonido de la sangre hirviendo me silbaba en los oídos. Toda la
humedad se evaporó de mi boca y el corazón se me asó en el pecho. El aire
caliente me quemó la garganta. El olor a carne quemada me inundó la nariz y
sentí náuseas. Sentí dolor en todos los poros de la piel.
No tenía aire para gritar.
Rodé por el suelo, intentando apagar el fuego.
Me quemaba.
El ataque mágico cesó y me liberó del tormento. Me desplomé
y respiré el aire fresco.
—Yelena, ¿qué te ha pasado? —me preguntó Irys, mientras me
posaba la mano helada sobre la frente—. ¿Estás bien?
Mi mentora y amiga me miraba fijamente. En su expresión y en
la mirada de sus ojos verdes se reflejaba una gran preocupación.
—Estoy bien —dije con la voz quebrada, y fui presa de un
ataque de tos. Irys me ayudó a incorporarme.
—Mírate la ropa. ¿Es que te has quemado?
Tenía la camisa llena de hollín, y agujeros de quemaduras en
las mangas y los pantalones. Ya no podría arreglarlos. Tendría que pedirle a mi
prima, Nutty, que me hiciera otro par. Suspiré. Debería pedirle cien túnicas de
algodón y pantalones para ahorrarle tiempo. Los sucesos, incluyendo los ataques
mágicos, se confabulaban para hacer de mi vida algo interesante.
—Un mago me ha enviado un mensaje a través del fuego —le
expliqué a Irys. Aunque sabía que Roze era la maga más fuerte de Sitia, y podía
atravesar mis defensas mentales, no quería acusarla sin tener pruebas.
Antes de que Irys pudiera hacerme más preguntas, yo inquirí:
—¿Cómo ha ido la sesión del consejo?
A mí no me habían permitido acudir. Aunque el tiempo
lluvioso no era un incentivo para caminar hasta la Asamblea del Consejo, me
fastidiaba.
El consejo quería que yo estuviera informada de todos los
asuntos que trataban diariamente, como parte de mi formación para ser el enlace
entre Sitia y el territorio de Ixia. Mi formación como Halladora de Almas, sin
embargo, no era algo en lo que el consejo se hubiera puesto de acuerdo. Yo
pensaba que estaban preocupados por si, cuando yo descubriera el alcance de mi
poder, seguía el mismo camino que aquel antiguo Hallador de Almas.
—La sesión… —ella sonrió con ironía—. Bien y mal. El consejo
ha accedido a apoyar tu formación —me dijo. Después hizo una pausa.
Yo me preparé para escuchar sus palabras siguientes.
—Roze… se disgustó con esa decisión.
—¿Se disgustó?
—Se opuso ferozmente.
Al menos, ya sabía el motivo del mensaje de fuego.
—Ella aún cree que eres una amenaza. Así que el consejo ha
decidido que será ella quien te forme. Yo me puse en pie de un salto.
—No.
—Es la única manera.
Yo tuve que tragarme la respuesta. Había otras opciones.
Tenía que haberlas. Yo estaba en la Fortaleza de los Magos, rodeada de magos
con diferentes niveles de poder. Tenía que haber otro que pudiera trabajar
conmigo.
—¿Y tú, o Bain?
—Querían un mentor que fuera imparcial. De los cuatro
Maestros, sólo quedaba Roze.
—Pero ella no es…
—Lo sé. Esto podría ser beneficioso para ti. Al trabajar con
Roze, podrás convencerla de que no quieres regir los designios del país.
Entenderá que tu deseo es ayudar a Sitia y a Ixia.
La expresión de duda permaneció en mi semblante.
—A ella no le agradas, pero su anhelo de que Sitia continúe
a salvo libre supera sus sentimientos personales.
Irys me entregó un pliego de pergamino y evitó mi comentario
sarcástico sobre los sentimientos personales de Roze.
—Esto llegó durante la sesión del consejo.
Yo abrí el mensaje. Era una orden del Hombre Luna.
Yelena, he encontrado lo que buscas. Ven.
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