jueves, 5 de septiembre de 2013

Capítulo 11

No llegué a la casa de mis padres. Mi prima Nutty me interceptó por el camino y me dio el mensaje de que debía acudir a la sala común. Arrugó la nariz e hizo un sonido de fastidio al ver mi ropa rota y manchada. Me dijo que necesitaba un traje nuevo y que me lo iba a hacer. Después fue a buscar a Esau y a Perl para darles el mismo mensaje que a mí.
Cuando llegué a la gran sala, encontré allí reunidos a Oran, Violet, Chestnut y los dos exploradores. Cuando me vio, Stono se sentó. Palideció intensamente, y a mí me preocupó que pudiera desmayarse. Murmuró unas palabras de agradecimiento hacia mí, esquivando mi mirada. Oran y Violet continuaron preguntando a Chestnut por las serpientes.
Chestnut tartamudeó nerviosamente.
—Quería ayudar.
—No tenías nuestro permiso —le dijo Oran—. Y ahora, ¿cuántas personas han muerto?
—Seis —respondió Chestnut en voz baja.
—Bien hecho, Chessie —intervino Stono—. Ojalá los hubieras matado a todos. ¡Ojalá les hubieras sacado los intestinos y los hubieras ahogado con ellos! —exclamó con un brillo asesino en la mirada.
Los mayores rodearon a Stono con una expresión horrorizada.
Violet se recuperó primero.
—Stono, has pasado por una experiencia terrible. Ve a descansar —le ordenó.
Él se puso en pie con las piernas temblorosas y dio unos cuantos pasos, pero se detuvo junto a mí.
—Mataré a la serpiente que intentó comerte si quieres —me susurró al oído—. Dime lo que puedo matar por ti.
Yo me volví a protestar, pero él se alejó.
—¿Qué te ha dicho? —me preguntó Oran.
¿Qué había sido? ¿Una oferta de venganza para la serpiente o algo más perturbador?
—Me ha dicho que le gustaría ayudarme.
—No sin nuestro permiso —dijo Oran, dándose un golpe en el pecho con importancia.
—No puedes usar a los miembros de nuestro clan como si fueran tu ejército personal. Hiciste mal en arrastrar a Chestnut a una situación desconocida y peligrosa en la que podría haber muerto.
Yo ya me había hartado de Oran Cinchona Zaltana. Me acerqué a él y le dije:
—Podría haber muerto, pero no ha sucedido. Si hubiéramos esperado a que nos dieras permiso, habríamos perdido a tres miembros del clan. Y yo no debatiría demasiado tiempo sobre cómo vais a buscar a un posible nido de Vermin que viven en vuestra selva. Si esperáis demasiado, es posible que se multipliquen.
—¿De qué estás hablando? —me preguntó Violet. Entonces, Esau y Perl llegaron a la sala. Habían oído mi advertencia, y mi madre se llevó la mano al cuello. La expresión sombría de mi padre se intensificó.
—Padre, ¿podrías informar a los ancianos sobre la amenaza que se cierne sobre nosotros? Yo tengo otros asuntos de los que ocuparme —dije.
—¿Adónde vas? —me preguntó mi madre.
—A buscar a mis amigos.
Encontré a Leif en casa de mis padres, profundamente dormido en el sofá. Pasé de puntillas a su lado para no despertarlo y subí a mi habitación. Pronto se pondría el sol, y quería volar con los murciélagos.
Al tumbarme en mi estrecha cama, noté que el sueño me vencía. Me resistí, pensando en el Hombre Luna. Él nos había ayudado a Leif y a mí a salvar a Stono. Quizá el esfuerzo lo hubiera dejado tan exhausto que no podía responder a mi búsqueda.
Mientras la luz iba apagándose en el exterior, tiré de un hilo de magia de la fuente de poder y proyecté la mente hacia la selva. Encontré la conciencia colectiva de los murciélagos y me uní a su búsqueda, flotando de un animal a otro, sintiendo el espacio debajo y a mi alrededor. Los murciélagos invadieron toda la Selva Illiais. La selva no era grande, y el mercado estaba en su límite oeste. Unos cuantos murciélagos bajaron en picado hacia las hogueras del mercado, pero evitaron el aire polvoriento y los ruidosos grupos de gente.
Yo retiré mi mente de ellos. No había encontrado ni rastro del Hombre Luna ni de los demás en la selva, y pensé que Leif y yo debíamos ir al mercado al día siguiente. Era el lugar donde habíamos convenido encontrarnos cuando estábamos en la Planicie Daviian. Si el Hombre Luna había seguido a los Vermin desde la selva, finalmente nos buscaría allí. Aquélla era mi esperanza.
Cuando me desperté, al día siguiente, había un grupo de gente en el salón de mis padres, todos embebidos en una animada conversación.
—Te toca a ti. Yo llevé una carreta llena de pomelos la última vez —le decía Nutty a Chestnut—. ¿Lo ves? —le preguntó, y le mostró la mano derecha—. Aún tengo ampollas.
—No soy tonto. Esas ampollas son de quedarte toda la noche terminando la ropa que le debes a Fern—replicó Chestnut—. Te toca a ti ir al mercado.
—No puedes cortar todas las enredaderas de curare, Esau. Tardarías estaciones enteras —decía Perl—. ¿Y qué pasa con los Vermin? Si te atraparan de nuevo… —Perl se llevó la mano a la garganta, como si estuviera intentando evitar que la emoción se le desbordara del corazón.
—Eso no me preocupa —respondió mi padre—. ¡Me preocupa lo que pueden hacer con el curare!
—El curare se puede contrarrestar con teobroma —le dijo Leif a Esau—. Sólo tenemos que asegurarnos de que todo el mundo lleve suficiente teobroma.
—No es mi turno —dijo Nutty.
—Sí es —repuso Chestnut.
—¡Yelena! —gritó Nutty al verme—. ¡Te he hecho otro traje de falda pantalón! —dijo, y me mostró una tela de color azul y amarillo claro.
—Gracias —le dije yo—. No tienes que ir al mercado, Nutty. Yo le llevaré los trajes a Fern. Y, Leif, el teobroma es bueno para recuperar el movimiento, pero te deja indefenso contra un ataque mágico. Padre, ¿podrías encontrar una manera de que el teobroma funcione contra el curare sin los efectos secundarios? Eso sería más útil que arrancar todas las enredaderas. Además, no he visto señales de que ningún Vermin esté recolectando enredaderas ahora, pero pienso que sería buena idea enviar a un grupo de exploradores a la selva de vez en cuando.
—Ha llegado Yelena —bromeó Leif—. Problema resuelto.
—Será más fácil con el teobroma que intentar convencer a Oran y Violet de que envíen equipos de reconocimiento —dijo Esau—. ¡Quieren meterse en nuestra casa y esconderse!
—Yo me ocuparé de Oran y Violet —dijo Perl.
Su rostro tenía una expresión decidida. Se volvió hacia mí.
—¿Te vas hoy?
—Tengo que ir a buscar a los caballos y a nuestros amigos.
—¿Están en el mercado? —preguntó Leif en tono de esperanza.
—Es demasiada gente para que pueda averiguarlo. En cualquier caso, necesitamos buscar pistas de Ferde y Cahil.
En aquel momento, podían estar en cualquier sitio, haciendo cosas innombrables.
—No sin desayunar antes —dijo Perl, y se marchó a la cocina apresuradamente.
—Iré por los vestidos —dijo Nutty, y se marchó también.
—Yo iré a preparar mi bolsa —añadió Leif con una sonrisa—. No hay un día aburrido contigo, hermanita.
—¿Qué necesitas? —me preguntó Esau.
—Se me están acabando el teobroma y el curare.
Él entró al ascensor para subir al segundo piso. Chestnut miró a su alrededor por la estancia, que de repente, se había quedado silenciosa. Estaba nervioso y esquivaba mi mirada. Yo me di cuenta de que quería hablar de algo.
—Ahora es el momento —le dije—. Cuando vuelva todo el mundo…
—No puedo… me está costando superar… ¿Cómo puedes estar tan calmada? Haciendo planes, impartiendo órdenes. Han muerto seis personas. Stono ha vuelto de la muerte y ahora es distinto…
—¿En qué sentido?
—Probablemente no sea nada. Ha sufrido una gran conmoción, pero se ha vuelto más duro —dijo Chestnut, agitando la cabeza—. Ése no es el problema. Han muerto seis personas devoradas por serpientes. Ésa es la cuestión.
—¿Nunca habías perdido a nadie ante una serpiente?
—No. Sé que no es una muerte terrible. Al menos, han muerto antes de que se los coman. Siempre he tenido curiosidad… —no terminó la frase. Se encogió de culpabilidad.
—Curiosidad por ver a una serpiente devorar su presa, y te sientes responsable por no haber detenido a las serpientes.
—Sí.
—Piensa en lo que habría ocurrido si las serpientes hubieran liberado a los Vermin.
—Stono y tú habríais muerto.
—No me alegro de la muerte de seis personas, pero teniendo en cuenta la alternativa, puedo racionalizarlo —dije, pero me estremecí. Siempre y cuando no lo pensara demasiado—. Me has preguntado cómo puedo estar tan calmada. No tengo tiempo para no estarlo. Me gustaría sentir pena, preocuparme y continuar, pero eso no consigue resultados.
—Y los resultados son importantes, ¿verdad, Yelena? —me preguntó Leif mientras entraba en la habitación—. Una de las cosas más importantes que me enseñó la Primera Maga cuando llegué a la Fortaleza fue dejar de lado el sentimentalismo. Roze cree que se le concedió el don de la magia con un propósito, y no permite que la culpabilidad ni el remordimiento le impidan conseguirlo.
Leif se frotó la barbilla; su expresión se tornó pensativa.
—Tú te pareces mucho a ella.
—No es cierto —respondí yo.
—Era un cumplido. Las dos sois inteligentes. Hacéis las cosas. Tenéis un liderazgo natural.
Yo no estaba de acuerdo. Yo no me comportaba como Roze. Ella era una tirana que pensaba que lo sabía todo, y no se detenía a pensar en otras opciones ni en las opiniones de los demás. Yo no era así. ¿Verdad?
—Aunque ella tiene mal carácter —dijo Leif—. Se equivocó en cuanto a la dirección de Ferde y Cahil. No se va a poner muy contenta al saberlo.
—En eso sí estoy de acuerdo —dije.
—¿En qué estás de acuerdo? —preguntó Esau. Tenía los brazos llenos de frascos.
Nutty llegó con su montón de ropa. Después, Perl apareció con una bandeja llena de fruta y té. Cuando terminamos de comer, había pasado la mañana.
—Será mejor que nos vayamos. Vamos a tener que darnos prisa si queremos llegar al mercado antes de que anochezca —dijo Leif.
—Yelena, tienes que volver a hacernos una visita en condiciones —dijo mi madre—. Quizá cuando tu vida se estabilice un poco —agregó. Después se quedó pensando un instante y siguió—: Quizá puedas encontrar tiempo para venir. No creo que tu vida se estabilice durante un largo tiempo.
—¿Lo sabes por tu magia? —le pregunté.
—No querida. Por tu historia —dijo ella, sonriendo.
Después recuperó la expresión severa de madre y me soltó un sermón advirtiéndome de que tuviera cuidado.
Con las mochilas llenas, Leif y yo bajamos la escalera hasta el suelo de la selva. El comenzó a caminar a buen paso y lo seguí. Cuando paramos para descansar, dejé mi pesada mochila en el suelo y me froté la espalda dolorida. Entendí a un caballo de carga… ¡Kiki!
—Leif, ¿este camino es ancho hasta el mercado?
—Si no han caído árboles recientemente… Los Zaltana lo mantienen limpio. ¿Por qué?
—Por los caballos.
Él se dio una palmada en la frente. Yo proyecté mi mente y busqué los pensamientos de Kiki.
Estaba escondida, junto a Garnet y Rusalka, en el bosque, al oeste del mercado.
«Tarde», me dijo. «Sucios. Hambrientos».
«¿Podéis venir a buscarnos al camino de la selva? Llegaremos antes al mercado. Estaréis limpios antes».
Ella accedió. Leif y yo continuamos caminando en silencio.
—Se me olvida siempre que puedes comunicarte con los caballos —dijo Leif—. Creo que debes de ser la primera de la historia de Sitia.
—¿Estás seguro?
—Todos los estudiantes de la Fortaleza deben aprender la vida de los magos antiguos y sus poderes, pero seguro que el Maestro Bloodgood lo sabe.
El Segundo Mago era como un libro de historia viviente, y a mí me quedaba mucho por aprender, de magia y de historia, tanto que a veces me sentía abrumada y recordaba lo poco preparada que estaba.
Leif interrumpió mis pensamientos.
—¿Conoces a alguien que pueda hablar con los caballos?
—El Jefe de Establos dice que conoce los estados de ánimo y las intenciones de los caballos, pero no oye sus palabras en la mente.
—¿Y en Ixia? ¿Alguien podía hablar con los animales?
Yo lo pensé. Cuando el Comandante se había hecho con el control de Ixia dieciséis años antes, había ordenado a Valek, su jefe de seguridad, que asesinara a todos los magos. Si un ixiano mostraba alguna habilidad mágica, sobre todo después de la pubertad, Valek mataba a aquella persona, si acaso no había huido a Sitia. En Ixia no había magos, supuestamente; pero recordé a Porter, el Maestro de Perreras. Tenía un don especial con los perros; no necesitaba correas ni silbatos para que lo obedecieran.
—Quizá algún otro —dije—. Aunque él nunca lo admitiría. Eso le valdría una sentencia de muerte.
—A lo mejor puede escapar a Sitia.
—No creo que quiera venir.
—¿Por qué no? —preguntó Leif, asombrado.
—Te lo explicaré más tarde.
No tenía la energía suficiente para explicarle a Leif la política del Comandante. Mi hermano se había criado en Sitia, y creía que Ixia era un lugar horrible para vivir. Que, con el estricto código de conducta del país vecino, en el que había que llevar uniforme y pedir permiso para casarse o mudarse de una casa a otra, los ciudadanos eran infelices. Ixia no era perfecta, pero tenía beneficios vivir allí. Para mí, Valek era uno.
Lo echaba de menos cada día, añoraba nuestras conversaciones sobre venenos y tácticas de lucha, y echaba de menos tener un alma gemela que supiera lo que necesitaba antes que yo misma. Suspiré. Era mejor tener inmunidad a la magia como Valek, que ser Halladora de Almas. Una Halladora de Almas completamente indefensa contra un Hechicero de Fuego. En aquel momento, el punto de vista del Comandante Ambrose sobre la magia no me parecía tan extremo.
—Leif, ¿y el Hechicero? —le pregunté. Desde el incidente de la selva, no había tenido tiempo para hablar con él—. ¿Habías visto alguna vez a un mago salir del fuego?
—No. Roze Featherstone puede hacer grandes fuegos que consumen edificios, pero si se acercara a alguno, se quemaría. Desde que tú has vuelto a casa, he estado
viendo todo tipo de magias extrañas. Tú sacas lo mejor y lo peor de la gente —dijo Leif, intentando bromear.
—Los Vermin están poniendo en práctica rituales mágicos antiguos. ¿Tú sabes algo de ellos?
—Los poderes de los Tejedores de Historias Sandseed son legendarios. Antes se llamaban Guerreros Efe. Pensaba que lo que se cuenta de aquellos guerreros era exagerado. Usando la magia de sangre, los Efe no tenían rival. Los otros clanes les daban todo lo que querían: comida, oro o sacrificios. Con eso, tenían la esperanza de aplacarlos. Hubo un desacuerdo entre los dirigentes Efe, y comenzó una guerra civil. La batalla aplanó las Montañas Daviian.
—¿Montañas?
—Ahora es una planicie.
—Oh, vaya.
—Exacto. Después de esa batalla, un nuevo líder llamado Guyan fue quien se hizo cargo de los supervivientes de la tribu. Declaró que plantaría las semillas de una nueva tribu en la arena que había caído cuando las montañas se habían destruido. Por eso se llaman Sandseed, que significa semilla en la arena, y sus magos se llaman Tejedores de Historias.
El ruido de unos cascos interrumpió la narración de Leif. Ver el rostro de Kiki me alegró, aunque en sus ojos azules se reflejaba el cansancio, y tenía la piel color bronce cubierta de barro. Garnet y Rusalka no estaban mucho mejor.
Leif y yo dimos de comer y de beber a los caballos. Yo quería cepillarlos y dejar que descansaran, pero Leif insistió en que fuéramos primero al mercado.
—Por la noche hay demasiados depredadores —dijo Leif—. Los caballos atraerán a todos los leopardos de la selva.
«Mercado no lejos», dijo Kiki. «Selva huele raro».
Montamos y cabalgamos hacia el mercado. Al estar con nosotros, los caballos no tenían que esconderse. Los cepillamos cerca de la hoguera Zaltana, detrás de los edificios del mercado, cuando comenzaba a atardecer. Muchos de los clanes habían construido establecimientos permanentes para que sus miembros se alojaran cuando estaban comerciando.
El Mercado Illiais no cerraba hasta por la noche. Se encendían antorchas para iluminar y permitir que continuara el comercio. Después de dejar tranquilos a los caballos, eché a caminar rápidamente por entre los edificios de bambú con tejados de paja, mirando a toda la gente del mercado, buscando al Hombre Luna. Paré a unos cuantos clientes y les pregunté si alguien había visto a mis amigos. Uno de los comerciantes recordaba que había visto a algunos hombres corriendo por el mercado unos días antes, pero no podía describirlos.
Mi mente se llenó de imágenes del Hombre Luna, de Tauno y de Marrok atados a estacas clavadas en el suelo para ser sometidos al ritual del Kirakawa. Si estaban escondidos tras un escudo anulador, no podría encontrarlos, y cada minuto que pasaba era otro minuto más para Cahil y Ferde.
Para concentrarme en lo que estaba haciendo y relajar la opresión que sentía en el pecho, inspiré profundamente el aire impregnado del aroma a especias y a deliciosa carne asada que ofrecían los comerciantes del clan Greenblade. Antes de comprar la comida, fui a entregarle los vestidos de Nutty a Fern, la vendedora de ropa y telas, y adquirí un tarro de miel de Avibia para el Jefe de Establos antes de volver al puesto de carne para que Leif y yo pudiéramos cenar.
Los dos esperamos otro día al Hombre Luna. Yo paseé por el mercado, maldiciendo entre dientes. Busqué por el bosque con mi magia, pero la zona estaba serena. Sin perturbaciones. Aquella noche hablamos de nuestro siguiente movimiento mientras estábamos sentados junto a la hoguera.
—Deberíamos volver a Citadel —dijo Leif—. Eso es lo más lógico.
—¿Y los Sandseed? Ellos dejaron a su clan sin protección en la planicie. Quizá necesiten ayuda, y deberíamos contarles lo del Hombre Luna y Tauno.
—¿Decirles qué? ¿Que los hemos perdido? Prefiero decirles que Tauno tiene miedo de las alturas y que el Hombre Luna es claustrofóbico.
Y yo preferiría que estuvieran con nosotros. Para no tener que tomar la decisión en aquel mismo momento, dije:
—La dirección del viaje hacia Citadel o la planicie es la misma. Mañana iremos hacia el norte.
Leif asintió. Después extendió su saco de dormir junto a la hoguera y se tumbó. Yo tomé la silla de Kiki para usarla como almohada, me tapé con la capa e intenté acomodarme en el suelo frío junto a mi hermano.
—Deberías acercarte más al fuego. Te vas a congelar —dijo Leif.
—Estoy bien.
—No lo estás. Tienes miedo de…
—Leif, duérmete. Mañana nos espera un día muy largo.
Yo me di la vuelta y me coloqué de espaldas a él. No quería que le pusiera nombre a mi miedo. Nombrarlo lo convertiría en realidad.
Muerta de frío, incómoda, di vueltas y me moví, intentando conciliar el sueño. Para evitar las pesadillas, me concentré en la luna, que se había elevado sobre las copas de los árboles. Estaba casi llena, y su disco brillante iluminaba el paisaje. Me pregunté por el poder de la luna, y por qué ciertas cosas, como el ritual Kirakawa, necesitaban su presencia para funcionar. Sentía el velo invisible de poder que envolvía el cielo, pero no sentía nada de la luna.
En un sutil parpadeo de luz, el Hombre Luna se fusionó con un rayo azul, como si mi pensamiento lo hubiera conjurado. Se quedó junto a nuestra hoguera, sin ropa ni su arma.
«¿Eres un sueño?», le pregunté.
Su cara estaba marcada con profundas arrugas de cansancio, pero esbozó una sonrisa y dijo:
«Quizá siempre haya sido un sueño. ¿Tú qué crees?».
«Creo que en este momento estoy demasiado cansada como para charlar de filosofía contigo. ¡Y si no eres real, al menos haz algo útil y dime dónde estás en realidad!».
«Estoy aquí».

El Hombre Luna cayó de rodillas al suelo.

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