miércoles, 4 de septiembre de 2013

Capítulo 5

El sol iluminaba unos cuantos metros del agujero. Bajo la tapa había un par de escalones cortados en la arenisca.
—¿Sientes a alguien ahí dentro? —me preguntó Leif.
Yo tiré de un hilo de poder y me proyecté hacia la oscuridad. Rocé con la conciencia muchas de aquellas mentes oscuras, pero no a personas.
—Murciélagos —dije—. Hay muchos. ¿Y tú?
—Sólo satisfacción y petulancia.
—¿Será otra pista falsa? —preguntó Marrok.
—¿O una trampa? —preguntó Tauno. Miró a su alrededor con movimientos furtivos, como si le preocupara que salieran cientos de Vermin de la tierra.
—Uno tiene que entrar ahí para informarnos —dijo el Hombre Luna, mirando a Tauno—. Sabía que necesitaríamos un explorador.
Tauno se sobresaltó. Las gotas de sudor le recorrían la frente. Tragó saliva.
—Necesitaré una luz.
Leif tomó una de sus pequeñas antorchas de cocina de su mochila.
—No duran mucho —le dijo. La encendió y se la entregó a Tauno.
Con la luz, el explorador Sandseed bajó primero por la abertura. Esperar me resultó difícil. Me imaginé todo tipo de peligros en el camino de Tauno, y estaba pensando que se había caído y se había roto una pierna, o algo peor, cuando él apareció por el agujero nuevamente.
—Las escaleras conducen a una gran cavidad de la que nacen muchos túneles. He visto varias huellas en la tierra, pero tenía que volver antes de que se me apagara la luz —dijo Tauno—. También he oído correr el agua cerca.
Ya lo sabíamos. Los Vermin habían huido por aquella cueva.
—Leif, ¿qué necesitas para conseguir que esa luz dure más? —le pregunté.
—No estarás pensando en bajar ahí, ¿verdad? —me preguntó Marrok, horrorizado.
—Claro que sí. Quieres encontrar a Cahil, ¿no?
—¿Y por qué estás tan segura de que ha bajado ahí?
Yo miré a Leif, y dijimos al unísono:
—Satisfacción y petulancia.
Mientras Leif y Tauno volvían al campamento Daviian por madera, el Hombre Luna y yo pensamos en qué podíamos hacer con los caballos. Necesitaríamos la capacidad de Marrok para rastrear y el agudo sentido de la orientación de Tauno
para encontrar el camino dentro de la caverna. Leif y yo teníamos que llevar a Cahil de vuelta a Citadel, así que eso sólo dejaba libre al Hombre Luna.
—No voy a quedarme esperando —afirmó él.
—Alguien tiene que quedarse para darles de comer y de beber a los caballos —dije yo.
Kiki relinchó. Yo abrí mi mente para ella.
«No es necesario», me dijo. «Esperamos, y después vamos».
«¿Adonde?».
«Al mercado».
Vi una imagen del mercado Illiais en mi cabeza. Al ser el punto de comercio más importante de todo el sur de Sitia, el mercado estaba situado entre la frontera oeste de la Selva Illiais y las tierras del clan Cowan.
«¿Cómo es que conoces el mercado?», le pregunté.
«Conozco la tierra como conozco la hierba».
Yo sonreí. La concisa visión de Kiki sobre la vida me sorprendía por sus muchas capas de emoción. Si yo pudiera ver el mundo de la misma manera, mi vida sería más fácil.
El Hombre Luna me había estado observando.
—Quizá Kiki debiera convertirse en tu tutora.
—¿Para qué? ¿Para ayudarme a convertirme en Halladora de Almas?
—No. Tú eres una Halladora de Almas. Ella puede ayudarte a ser Halladora de Almas.
—¿Más consejos crípticos del Tejedor de Historias?
—No. Está claro como el aire —dijo él, y me sonrió—. Vamos a preparar a los caballos.
Les quitamos las bridas y las riendas y las metimos en las alforjas. Cuando Leif y Tauno volvieron, distribuimos las provisiones por nuestras mochilas, y lo sobrante lo dejamos en las alforjas. Los caballos tendrían las sillas puestas, pero nos aseguramos de que nada quedara colgando y de que nada impidiera sus movimientos naturales.
Mi mochila era más pesada de lo normal, pero yo tenía el presentimiento de que quizá necesitáramos algunos de los instrumentos que llevaba dentro.
Cuando estuvimos listos, Leif encendió las antorchas de madera, que había impregnado de un aceite que llevaba en las alforjas de Rusalka. Dejó la mayor parte de sus pócimas y medicinas allí, alardeando de que podía encontrar cualquier cosa que necesitáramos en la selva.
—Si encontramos la salida —murmuró Marrok—. ¿Qué haremos si nos perdemos en las cavernas?
—Eso no va a suceder —dijo el Hombre Luna—. Yo marcaré el camino con pintura. Si no podemos encontrar el camino de salida, volveremos a la planicie. Los caballos esperarán hasta que Yelena les diga que se marchen.
El Hombre Luna le pasó el brazo por los hombros a Marrok. Marrok se puso tenso, casi como si esperara un golpe.
—Confía en ti mismo, Rastreador. Nunca te has perdido —le dijo el Hombre Luna.
—Nunca he estado en una cueva —repuso Marrok.
—Entonces, será una nueva experiencia para nosotros dos —dijo el Hombre Luna, con los ojos brillantes de impaciencia. Sin embargo, Marrok se encogió.
A mí no me resultaban extraños los lugares pequeños y oscuros. Antes de convertirme en la catadora de la comida del Comandante, había pasado un año en las celdas del Comandante, esperando a que me ejecutaran. Aunque no estaba ansiosa por volver a un lugar así, controlaría los nervios con tal de capturar a Ferde.
—Hay algunas cuevas en la selva —dijo Leif—. La mayoría son guaridas de leopardos, y la gente las evita, pero yo he explorado algunas —dijo.
Nuestras miradas se cruzaron, y por su sonrisa triste, yo supe que había registrado aquellas cavernas buscándome. Tauno y Marrok tomaron una antorcha cada uno. Con Tauno como guía, entramos en la cueva por la pequeña abertura.
Las antorchas iluminaron un túnel de un metro de anchura. Había marcas de palas en las toscas paredes, que indicaban que el espacio había sido cavado. Los escalones se convirtieron en baches que ralentizaban nuestro paso a medida que nos deslizábamos hacia abajo por el pasadizo. Yo tosí, porque el polvo que levantábamos se había mezclado con el flujo de aire húmedo constante.
Cuando llegamos a la caverna, la luz de Tauno iluminó unas piedras que parecían dientes. Unas cuantas colgaban del techo, y otras surgían del suelo, como si estuviéramos en la boca de una bestia gigante.
—No os mováis —dijo Marrok, mientras examinaba el suelo.
Mientras él buscaba rastros, las sombras danzaban en las paredes llenas de agujeros. Había profundos pozos de negrura que señalaban otros túneles, y pequeños charcos de agua en el suelo. El sonido del goteo y el correr del agua llenaba el aire con un zumbido agradable que contrarrestaba el desagradable olor de humedad mineral, mezclado con un hedor animal.
El Hombre Luna agachó los hombros y comenzó a jadear.
—¿Te ocurre algo? —le pregunté.
—Las paredes me oprimen. Me siento apretado. Sin duda, es mi imaginación —dijo, y siguió marcando las paredes del túnel con pintura roja.
—Por aquí —dijo Marrok, y nos mostró una serie de salientes que descendían por un pasadizo.
El olor que ascendía de aquel pasadizo era intenso y fétido. Yo tuve náuseas. Tauno comenzó a bajar. Los salientes resultaron ser grandes piedras colocadas una sobre la otra. Continuamos el camino, y con algunas maldiciones y murmullos, alcanzamos a Tauno.
Él esperó en el último saliente visible. Más allá de él, el pasadizo terminaba en una oscuridad total. Tauno dejó caer su antorcha. Aterrizó en un suelo de piedra, mucho más abajo.
—Demasiado lejos como para saltar —dijo Tauno.
Yo saqué el garfio de mi mochila y lo enganché en una grieta, contenta de haber decidido llevarlo. Até la cuerda al gancho y probé la fuerza de sujeción del garfio. Estaba seguro por el momento, pero el Hombre Luna se curó en salud y sujetó la cuerda cuando Tauno saltó por el borde y descendió.
Pese al frío, el Hombre Luna estaba sudando. Su respiración arrítmica resonaba contra las paredes. Cuando Tauno llegó al fondo, el Hombre Luna soltó la cuerda. Tauno tomó la antorcha y exploró la zona, antes de darnos el aviso de que podíamos bajar. Uno por uno, nos unimos a él en el fondo del pasadizo. Dejamos el garfio en su lugar por si necesitábamos volver.
—Tengo buenas y malas noticias —nos dijo Tauno.
—Dínoslo —ladró Marrok.
—Hay una salida de esta cámara, pero no creo que el Hombre Luna ni Leif quepan por ella —dijo Tauno, y nos mostró una pequeña abertura. La llama de la antorcha tembló debido al aire que provenía del canal.
Yo miré a Leif. Aunque Marrok era más alto que él, Leif tenía los hombros más anchos. ¿Cómo habían pasado Cahil y Ferde por allí? ¿O habían tomado una ruta distinta? Era difícil juzgar el tamaño de una persona basándose en la memoria. Quizá no hubieran tenido ningún problema.
—Primero, exploremos el túnel. Vamos a ver lo que hay al otro lado —dije yo.
Tauno desapareció por el agujero con agilidad. Leif se agachó junto a la abertura para examinarla.
—Tengo más aceite de plantas —dijo—. Quizá podamos engrasarlo y deslizamos por él —propuso. Dio un paso atrás cuando la luz de Tauno iluminó la abertura.
—Se hace más ancho tres metros más abajo, y termina en otra cueva —dijo Tauno. Tenía los pies cubiertos de barro negro y maloliente—. Es la fuente del hedor —respondió, cuando le preguntamos qué era—. Guano de murciélago. Hay mucho.
Nos costó mucho recorrer aquellos tres metros, y yo me desesperé por todo lo que tardamos en estrujar a dos hombres tan grandes para que cupieran por aquella estrecha abertura. Sería imposible alcanzar a Cahil y a los demás. Y el ataque de pánico del Hombre Luna cuando se atascó durante un instante puso a todo el mundo los nervios de punta.
Allí, hundidos hasta los tobillos en excremento de murciélago, formábamos un grupo muy triste. Mi consternación se reflejaba en el rostro de todo el mundo. Y no se debía al olor pútrido y ácido. Leif tenía los hombros arañados y ensangrentados, y el Hombre Luna tenía la piel de los brazos rasgada. Le sangraban las manos.
El Hombre Luna tenía la respiración entrecortada.
—Volvamos. Deberíamos… volver —dijo entre jadeos—. Mala idea. Mala idea. Mala idea.
Yo reprimí mi preocupación por Cahil. Conecté con la fuente de poder, tiré de un hilo y busqué la mente del Hombre Luna. Un miedo claustrofóbico había empujado a la lógica y la razón a un lado. Me hundí más en su pensamiento y encontré al fuerte Tejedor de Historias. Le recordé la importancia de nuestro viaje. Un Tejedor de Historias Sandseed no se dejaría dominar por el pánico. La respiración del Hombre Luna se calmó, y yo me retiré de su mente.
—Lo siento —dijo él—. No me gusta esta cueva.
—A nadie nos gusta —murmuró Leif.
Sin soltar la hebra de magia, me concentré en los brazos del Hombre Luna. Se le habían desprendido largas tiras de piel de los brazos. Cuando me concentré en sus heridas, los brazos comenzaron a dolerme como si tuviera quemaduras. Cuando ya no puedo soportar más el fuego de las heridas, usé la magia para apartarlo de mí. Me tambaleé de alivio, y me habría desplomado al suelo si Leif no me hubiera agarrado.
El Hombre Luna examinó sus brazos.
—Esta vez no he podido prestarte mi fuerza —me dijo—. Tu magia me ha inmovilizado.
—¿Qué es esto? —preguntó Leif.
Él alzó mi mano hacia la luz. La sangre se derramaba por mis brazos, pero no podía encontrar la lesión. Cuando había ayudado a Tula, una de las víctimas de Ferde, Irys había pensado que yo asumí sus heridas y después me curé a mí misma. Supongo que había ocurrido lo mismo con la mejilla aplastada de Marrok. Sin embargo, al ver la prueba física, la teoría de Irys se convirtió en realidad. Me quedé mirando la sangre y me mareé.
—Eso es interesante —dijo Leif.
—¿Interesante en un sentido bueno o malo? —pregunté yo.
—No lo sé. Nadie lo había hecho antes.
Yo miré al Hombre Luna.
—Un par de Tejedores de Historias tienen el poder de sanar, pero no así —me dijo—. Quizá sea algo que sólo puede hacer una Halladora de Almas.
—¿Quizá? ¿Es que no lo sabes? Entonces, ¿por qué me has hecho creer que lo sabes todo sobre mí? —le pregunté.
Él se frotó el brazo.
Maria V. Snyder - Dulce Fuego - 3º Soulfinders
Escaneado por Mariquiña-Naikari y Corregido por ID Nº Paginas 39-252
—Soy tu Tejedor de Historias. Lo sé todo sobre ti, pero no lo sé todo sobre los Halladores de Almas. ¿Te defines a ti misma con ese título, estrictamente?
—No.
Yo evitaba aquel título.
—Bueno —dijo él, como si con aquello lo hubiera aclarado todo.
—Vamos —dijo Marrok, a través de su camisa. Se había cubierto la nariz y la boca para mitigar el olor—. El rastro de los Daviian en esta porquería es fácil de seguir.
Con Marrok a la cabeza, seguimos caminando con cuidado. A medio camino por la cueva de los murciélagos, sentí un despertar. Tiré de una fina hebra de poder y me conecté con la mentes oscuras que flotaban sobre nosotros. Su necesidad de comida me presionó, y a través de ellos, percibí la situación exacta de cada uno de los murciélagos, de cada pared, de cada salida, de cada roca y de cada figura que pasaba por debajo. Todos salieron volando.
—¡Agachaos! —grité, mientras descendía una nube de criaturas.
El zumbido del batir de las alas fue aumentando mientras los cuerpecillos negros nos rodeaban. El aire estaba lleno de murciélagos. Habilidosamente, evitaban chocar con nosotros y entre ellos mientras se dirigían hacia la salida, a buscar los insectos y las bayas de la selva.
Mi mente viajó con ellos. El éxodo instintivo de miles de murciélagos que volaban por los estrechos túneles de la cueva era tan organizado como un ataque militar. Y como todos los eventos bien planificados, tomó un tiempo que todos los murciélagos salieran. Los músculos de las piernas me dolían cuando por fin pude incorporarme. Miré a mis compañeros. Ninguno estaba herido, aunque algunos estaban salpicados con guano.
Marrok había tirado la antorcha al suelo y tenía la cabeza cubierta con los brazos. Estaba resoplando de angustia.
—Capitán Marrok —le dije, con la esperanza de calmarlo—, la antorcha.
Mi orden consiguió hacerlo reaccionar. Tomó el palo apagado y me lo entregó.
—¿Por qué?
—Porque los murciélagos me han enseñado el camino de salida —dije, y sentí asco cuando tomé el palo cubierto de excremento—. Leif, ¿puedes volver a encender esto?
Leif asintió, y las llamas surgieron de la antorcha. Entonces, mi hermano me preguntó:
—¿Cuánto queda para la selva?
—No está lejos.
Yo guié al grupo a buen paso. Nadie se quejó. Todos tenían tantas ganas de salir del túnel como yo.
El sonido del agua y la frescura del aire fueron las únicas señales de que habíamos llegado a nuestro destino. El día se había convertido en noche mientras recorríamos el pasadizo subterráneo. Por los murciélagos, sabía que el agua fluía por el suelo de la salida y caía en cascada a la selva, a unos diez metros más abajo, sobre unos peñascos.
Los demás me siguieron hasta el borde de la corriente. Apagamos las antorchas y esperamos a que nuestra visión se adaptara a la débil luz de la luna. Yo observé la selva, que se extendía bajo nosotros, con la magia, buscando cualquier pista de una emboscada o de que hubiera algún leopardo de los árboles. También las serpientes eran un peligro para nosotros, pero la única vida que percibí fueron pequeñas criaturas que se escabullían por los matorrales bajos.
—Preparaos para mojaros —les dije, antes de meter la pierna hasta la rodilla en el agua profunda.
Mis botas se llenaron inmediatamente. Había muchas rocas en las que subirse, pero también estaban bajo el agua, o húmedas. Me quité la mochila y la tiré hacia un lugar seco en la orilla contraria.
—Con cuidado —dije.
Me volví y me agaché para bajar al agua. Al menos, el agua me quitó el excremento maloliente de encima.
Cuando todos estábamos en la corriente, la atravesamos y salimos a la orilla temblando y chorreando agua.
—¿Y ahora qué? —me preguntó Leif.
—Está demasiado oscuro para buscar un rastro —dijo Marrok—. A menos que tengamos más antorchas.
Yo miré a nuestro variopinto grupo. Tenía una muda de ropa seca en la mochila, pero Tauno y el Hombre Luna no tenían nada. La orilla era lo suficientemente ancha como para hacer una hoguera.
—Tenemos que secarnos y descansar un poco.

—Vais a morir —tronó una voz desde la selva.

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