—Que todo el mundo mantenga la calma —ordenó Cahil.
Su larga y ancha espada era una amenaza impresionante. La
gente de la sala se mantuvo en sus asientos. La mayoría eran comerciantes, no
había ningún soldado entre ellos.
Cahil se había dejado crecer el pelo rubio hasta los
hombros, y lo llevaba suelto. Aparte de eso, estaba igual. Llevaba la misma
ropa de viaje gris oscuro, las mismas botas de montar negras, tenía los mismos
ojos azul claro y la misma expresión de odio en el semblante.
—Mi amigo quiere intercambiar a Marrok por Yelena —dijo
Cahil, e inclinó la cabeza hacia Ferde. Yo me di cuenta de que usaba la palabra
amigo. ¿Cómo podía decir que aquella criatura era su amigo?
El Ladrón de Almas llevaba una túnica y unos pantalones que
ocultaban la mayor parte de los tatuajes rojos de su cuerpo. Tenía una
cimitarra en una mano y una cerbatana en la otra, y me miraba con frialdad.
Pese a su cuerpo fuerte y ágil, yo me di cuenta de que su magia continuaba
siendo débil. Sin embargo, sentí una punzada de miedo en el estómago.
—Espero que tengáis unos cuantos Hechiceros más en el grupo
—le dije a Cahil—. El Ladrón de Almas no está en condiciones de enfrentarse a
tres magos.
—Quizá haya fracasado en mi búsqueda de poder —intervino
Ferde—. Sin embargo, ahora sirvo a otro que ha aprendido la magia de la sangre.
El sonido de las llamas rugiendo en la chimenea me alcanzó
antes que el calor. Miré hacia atrás y me di cuenta de que la hoguera había
crecido. Sentí un terror que me empujaba a actuar antes de que apareciera el
Hechicero de Fuego.
Le envié un hilo de poder al Hombre Luna.
«Tú ataca al hombre de la cerbatana. Yo me ocuparé de
Ferde», le dije. Él accedió. «Leif», dije, «ataca al hombre que está sobre
Marrok y después entretén a Cahil».
«¿Cuándo?», me preguntó él.
—¡Ahora! —grité.
Entonces, proyecté mi mente hacia Ferde, pasé sus barreras
mentales y tomé control de su cuerpo. Fue un movimiento de defensa propia que
había aprendido cuando Goel me atrapó. Me había encadenado y a mí no me quedaba
más recurso que usar la magia. Había enviado mi alma al interior del cuerpo de
Goel.
Cuando Ferde se dio cuenta de que lo había invadido,
concentró toda su energía en expulsarme. Yo hice caso omiso de sus esfuerzos.
Él me amenazó con matarme de la misma manera en que había acabado con sus
víctimas.
Me atravesaron los recuerdos. Oí los gritos. Sentí el olor a
sangre rancia y tuve visiones de mutilaciones. Los deseos negros de poder y
dominación que Ferde satisfacía a través de la tortura y la violación me
causaron repugnancia.
Para detenerlo, atrapé su alma y la estrujé, exponiendo sus
miedos más profundos y los eventos que habían causado aquella adicción al
poder. El tío favorito que lo había atado y había abusado de él. La hermana
mayor que lo había atormentado. El padre que lo despreciaba. La madre, en la
que él había confiado y a quien le había contado lo ocurrido, y que lo había
enviado a vivir de nuevo a casa de su tío como castigo por mentir.
Quizá un Tejedor de Historias hubiera podido ayudar a Ferde
a desentrañar los nudos de las hebras de su vida, pero yo las arranqué y las
separé, rompí los hilos. Él se convirtió de nuevo en una víctima indefensa. Yo
examiné su memoria para obtener todos los detalles, toda la información sobre
los Daviian Vermin. Cuando terminé, miré a mi alrededor por sus ojos.
Mi cuerpo estaba tendido en el suelo, en coma. El Hombre
Luna luchaba contra un Vermin. Cahil estaba atacando a Leif, cuyo machete no
era suficiente para defenderse. En poco tiempo tendría que rendirse. Tauno y
Marrok luchaban contra los demás Vermin, y la gente de la posada había
organizado una fila para echar agua sobre el fuego.
Aunque el tiempo que pasé con Ferde me pareció una
eternidad, sólo habían pasado unos segundos. Yo alcé la cerbatana que el Ladrón
de Almas llevaba entre las manos y disparé dardos impregnados con curare.
Primero, a Cahil, y después a los Vermin. Así terminé con la lucha.
El agua no iba a terminar con el Hechicero de Fuego, pero
sus cohortes estaban neutralizados, así que abandonó la batalla.
—La próxima vez, mi pequeño murciélago —me dijo.
El fuego murió con un siseo, y dejó una voluta de humo
aceitoso.
Yo volví a mi cuerpo. Tenía la sensación de que los miembros
me pesaban una tonelada cada uno. Leif me ayudó a ponerme en pie.
La señora Floranne se acercó. Se agarró el delantal entre
las manos y lo retorció.
—¿Qué hacemos?
—Envíen a alguien a buscar a los guardias de la ciudad.
Necesitaremos ayuda para transportar a los prisioneros a Citadel —dije yo.
Ella envió al mozo del establo.
—¿Todos han recibido un dardo con curare? —me preguntó Leif.
Yo miré a Ferde. Se había desplomado en el suelo.
—Todos menos uno. He examinado su alma y no volverá a
causarnos problemas.
—¿Durante cuánto tiempo?
—Nunca.
—¿Y crees que eso ha sido sabio? —inquirió el Hombre Luna.
Su cimitarra estaba llena de sangre, y tenía cortes en el pecho—. Podías haber
obtenido el mismo resultado sin dañar su mente.
—Yo…
Leif saltó en mi defensa.
—Espera; si tú hubieras tenido la oportunidad, lo habrías
decapitado. Además, se lo merecía. Y no importa, de todos modos. Roze le habría
hecho lo mismo en cuanto hubiéramos llegado a Citadel. Lo único que ha hecho
Yelena ha sido ahorrar tiempo.
Yo sentí pequeños dardos de miedo en el corazón. Aquellas
palabras de Leif me resonaron en la mente. «Roze le habría hecho lo mismo».
Tenía razón. Me sentí entumecida; ni siquiera me había parado a sopesar las
consecuencias de mis acciones.
No te interpongas; soy la todopoderosa Halladora de Almas.
Me sentí asqueada. Los libros de historia no hablaban bien de los Halladores de
Almas. Quizá Roze y los Consejeros tuvieran razón al sentir miedo hacia mí.
Después de lo que acababa de hacerle a Ferde, temí que pudiera convertirme en
una déspota hambrienta de poder.
—Tenemos que marcharnos lo antes posible —dijo el Hombre
Luna.
Nos habíamos reunido en la sala común de la posada otra vez.
Los guardias de la ciudad habían puesto a Cahil y a los demás bajo custodia el
día anterior. Habíamos pasado el día explicándoles a los guardias quiénes eran
Cahil y su grupo, y la tarde intentando convencerlos de que enviaran a los
prisioneros ante el Consejo. Leif y Marrok acompañarían a los guardias aquella
mañana. Yo tenía intención de ir con el Hombre Luna y Tauno a las tierras de
los Sandseed, a las Llanuras de Avibian.
—Estás preocupado por tu clan —dije.
—Sí. Y también pienso que necesitamos aprender más sobre el
Kirakawa, el Hechicero de Fuego y tus habilidades antes de que tengamos otro
encontronazo con los Vermin.
—Pero tu clan ha olvidado los detalles. ¿Cómo vas a aprender
más?
—Podemos consultarle a Gede. Es otro Tejedor de Historias,
pero también es descendiente de Guyan, y quizá tenga información.
El Hombre Luna me robó mi magdalena y se la comió.
Después de desayunar, todos preparamos el equipaje y nos
pusimos en camino. Leif y Marrok montaron sobre Rusalka y se dirigieron hacia
la guarnición de la ciudad. Marrok tomaría prestado el caballo de uno de los
guardias para el viaje hacia Citadel.
Los demás fuimos hacia el este por las abarrotadas calles de
Booruby. Tauno compartía la silla de Kiki conmigo, y el Hombre Luna montaba
sobre Garnet.
Cuando llegamos a las Llanuras de Avibian, los caballos
comenzaron a galopar con su paso de ráfaga de viento, y viajamos hasta que el
sol se puso. Entonces, nos detuvimos a descansar en una parte inhóspita de las
llanuras. Sólo había unas briznas de hierba en la arena, y no veíamos ningún
árbol que diera leña para encender una hoguera. Tauno reconoció la zona en
cuanto desmontó.
El Hombre Luna sacó de su bolsa unas nueces de aceite que le
había dado Leif. Era uno de los descubrimientos de mi padre. Las nueces de
aceite arderían el tiempo suficiente como para calentar el agua para hacer un
estofado.
El Hombre Luna y yo atendimos a los caballos. Después, Tauno
volvió con un par de conejos que había cazado con su arco y los despellejó para
cocinarlos.
Cuando hubimos cenado, le pregunté al Hombre Luna por Guyan.
—¿Qué ocurrió con los dirigentes Efe?
—Hace unos dos mil años, la gente de la tribu nómada de los
Efe era pacífica. Seguían al ganado y al tiempo —me respondió él. Se recostó en
la silla de Garnet, y se animó según continuaba con el relato—. Antes de
convertirse en miembro oficial de la tribu, una persona joven tenía que hacer
una peregrinación de un año y llevar una historia nueva a la tribu. Se cuenta
que Hersh se marchó durante muchos años, y cuando volvió, llevó consigo el
conocimiento de la magia de la sangre. Al principio, enseñó a unos cuantos
magos Efe, llamados Guerreros, a potenciar su poder. Eran ritos pequeños que
requerían una gota de su propia sangre. El poder adicional se disipaba cuando
la tarea se había completado. Entonces, Hersh les mostró cómo mezclar la sangre
con tinta e inyectársela en la sangre. De ese modo, el poder no se disipaba, y
se convertían en Guerreros más fuertes. Pronto descubrieron que usar la sangre
de otro era incluso más potente. Y la sangre del corazón, extraída de las
cámaras, era increíblemente fortalecedora.
El Hombre Luna se movió un poco para ponerse más cómodo y
miró hacia el cielo negro.
—El problema es que usar la magia de la sangre se convierte
en algo adictivo. Aunque los Guerreros Efe eran poderosos, querían serlo
incluso más. No mataban a los miembros de su propio clan, pero sí buscaban
víctimas entre sus vecinos. No querían cuidar del ganado y buscar comida, así
que les robaban a los demás lo que necesitaban. Esto continuó durante mucho
tiempo. Y habría continuado si un Efe llamado Guyan no hubiera detenido a los
Guerreros. Él mantuvo pura su magia, y se sentía horrorizado por todo lo que
estaba viendo. Organizó una resistencia. Los detalles de la batalla se
perdieron con los tiempos, pero la cantidad de magia que se obtuvo de la manta
de poder fue tanta que derribó las Montañas Daviian y rasgó la manta. Cuando
todo terminó. Guyan reunió a los miembros supervivientes de clan y estableció
el papel de los Tejedores de Historias, que ayudaron a curar a la gente y a
arreglar el manto de poder.
El Hombre Luna se quedó callado y bostezó.
Yo comparé su narración con lo que sabía de la historia de
Sitia.
—¿Se puede arreglar de verdad la fuente de poder?
—Guyan fue el primer Tejedor —dijo Tauno—. Tenía poderes
increíbles, con los que podía arreglar la fuente de poder. Nadie más ha
mostrado esa capacidad desde entonces.
El Hombre Luna asintió.
—La manta no es perfecta. Tiene agujeros, rasgaduras… Quizá
llegue un momento en el que se desgastará por completo, y la magia será algo
pasado.
Sonó un chasquido del fuego. Yo me sobresalté. La última de
las nueces de aceite de Leif se apagó y nos dejó a oscuras. Tauno se ofreció
para hacer el primer turno de vigilancia; el Hombre Luna y yo nos acostamos.
Yo me quedé despierta, temblando, pensando en la fuente de
poder. Cuando había averiguado la existencia de aquellos agujeros, llamados
Vacíos, me había llevado una desagradable sorpresa. Alea Daviian me había
arrastrado a una zona sin poder para torturarme y matarme. Al ser incapaz de
acceder a mi magia, yo había quedado indefensa. Sin embargo, a pesar de que me
ató de pies y manos, no me había registrado por si llevaba armas, y yo pude
usar la navaja para escapar.
Alea también quería recoger mi sangre, y me pregunté si
tenía pensado llevar a cabo el ritual de Kirakawa conmigo. Supuse que nunca lo
sabría. No podía preguntárselo a una mujer muerta. ¿O sí? La mente se me llenó
de imágenes de espíritus que flotaban sobre mí, y me sentí como si estuviera
envuelta en una capa de hielo.
A la mañana siguiente tomamos un desayuno frío de fiambre y
queso. El Hombre Luna había calculado que llegaríamos al campamento principal
de los Sandseed a última hora de la tarde.
—He intentado ponerme en contacto con los ancianos —dijo el
Hombre Luna—, pero hay una fuerte barrera de magia protectora alrededor del
campamento. O mi gente ha conseguido rechazar a los Vermin y ese escudo es un
seguro contra otro ataque, o los Vermin han tomado el control y se están
defendiendo.
—Esperemos que ocurra lo primero —dije yo.
Seguimos cabalgando durante casi todo el día. Sólo nos
detuvimos para que descansaran los caballos. Antes de llegar al punto en que
seríamos visibles desde el campamento, volvimos a parar. Tauno iba a reconocer
el terreno e iba a informarnos.
Se quitó de la espalda el arco y las flechas y se echó agua
por la ropa. Después rodó por el suelo arenoso, y los granos se le pegaron al
cuerpo. Se camufló tan bien que pronto se desvaneció ante nuestra mirada.
Mientras el Hombre Luna se mantenía sereno, yo estuve
paseándome de un lado a otro con nerviosismo hasta que Tauno volvió.
—El campamento es seguro —dijo—. Si salimos ahora,
llegaremos antes de que anochezca.
Mientras nos preparábamos para irnos, nos contó lo que había
visto.
—Todo me ha parecido normal. Yanna lavaba la ropa y Jeyon
estaba desollando una libre. Me acerqué y vi a los ancianos hablando alrededor
del fuego. Los niños estaban aprendiendo sus lecciones, y los jóvenes
practicando con las espadas de madera. Había muchas cabezas secándose al sol.
—¿Cabezas? —pregunté yo.
—Nuestros enemigos —respondió el Hombre Luna con
naturalidad, como si decorar con cabezas de decapitados fuera lo más normal del
mundo.
—Es buena señal —prosiguió Tauno—. Significa que hemos
ganado la batalla.
Sin embargo, Tauno no estaba feliz.
—¿Has hablado con alguien? —le pregunté.
—Sí. Jeyon me dijo que todo iba bien. No quería dejar pasar
la luz del día enterándome de los detalles —dijo, y miró al cielo—. Nos esperan
una comida caliente y un buen fuego.
Yo estaba de acuerdo. Tauno subió conmigo a lomos de Kiki y
el Hombre Luna montó a Gamet. Alegres, bromeamos y galopamos hacia el
campamento Sandseed.
Estaba terminando de ponerse el sol cuando las tiendas
blancas del campamento aparecieron ante nuestra vista. Había muchos Sandseed
alrededor del fuego, y percibí un rico aroma a estofado de carne. Escudriñé la
zona con mi magia, pero sólo sentí la fuerte protección de la que había hablado
el Hombre Luna.
Cuando crucé la barrera mágica, me preparé. Incluso Tauno se
aferró con fuerza a mi cintura. Sin embargo, la escena no cambió. Los Sandseed
continuaban allí. Se nos acercaron tres hombres y dos mujeres cuando detuvimos
los caballos, pero el resto continuó con su trabajo.
Las mujeres tenían cara de preocupación o pena. Debía de
haber habido bajas entre los Sandseed. Los hombres agarraron las bridas de los
caballos. Aquello me pareció extraño, porque ellos adiestraban a los animales
para que se mantuvieran quietos. Kiki retrocedió. Yo me agarré a sus crines
cuando ella echó hacia atrás la cabeza para evitar que los Sandseed la
agarraran.
«Mal olor», me dijo.
La luz del fuego se reflejó en el acero. Me di la vuelta
justo en el momento en que una masa de Vermin Daviian bien armados salía de las
tiendas.
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