Yo miré el fuego que calentaba la sala de la posada. ¿Se
arriesgaría el Hechicero de Fuego a que lo vieran el resto de los huéspedes?
—Podrían observar el edificio y atacarnos —dijo el Hombre
Luna.
—Vaya una idea más halagüeña —murmuró Leif.
Yo me puse en contacto con Kiki. Ella estaba durmiendo en el
establo, pero se despertó rápidamente. Si había Vermin alrededor de la posada,
los demás caballos y ella se disgustarían.
«¿Olor?», le pregunté.
«Noche. Paja. Heno dulce», dijo ella.
Todo bien por el momento.
«¿Kiki ayuda? Vigila. Escucha. Huele para ti».
«¿Y si te cansas?».
«Rusalka. Garnet. Turnos».
«Buena idea. Yo bajaré y abriré la puerta del establo».
«Dama Lavanda no baja. Kiki abre».
Yo sonreí, recordando cómo ella había quitado el cerrojo de
su compartimiento de los establos de la Fortaleza cuando Goel, uno de los
hombres de Cahil, me había atacado. Goel no la había visto. Probablemente, no
supo qué fue lo que le golpeó hasta que recuperó el conocimiento entre las
tablas rotas de la valla de la pradera.
—¿Yelena? ¿Hola? —dijo Leif, y me dio un codazo.
—Estoy aquí.
—¿Qué vas a hacer? —me preguntó Leif.
—Es demasiado tarde como para hacer otra cosa. Kiki y los
caballos vigilarán el exterior del edificio y me avisarán si se acerca alguien.
Hombre Luna, ¿cuántas entradas tiene este edificio?
—Dos. La principal, que conduce a la calle, y una trasera,
por la cocina.
—¿Y arriba? ¿Hay otra escalera que sube desde la cocina?
—Sí, pero podemos cerrar la puerta. Da a nuestro pasillo.
—Bien. Haremos turnos de dos horas de vigilancia. Necesito
descansar después de sanar las heridas de Tauno, así que yo no haré el primer
turno. El Hombre Luna puede empezar, seguido de Leif, Tauno y yo.
Dejamos al Hombre Luna en la sala común. Yo ayudé a Tauno a
subir a su habitación. Estaba tan dolorido que se movía muy despacio. Cuando
estuvo cómodo en la cama, yo tiré de una hebra de poder y examiné sus lesiones.
Aparte de dos costillas rotas, sus otras heridas eran menores. Al asumir sus
heridas me encogí de dolor, y después lo expulsé de mi cuerpo.
Tauno me apretó las manos con agradecimiento antes de quedarse
dormido. Yo me fui a mi cama, aunque no tan exhausta como me había sentido
después de otras curaciones en el pasado. Quizá mis habilidades de sanadora
hubieran mejorado con la práctica. ¿O acaso me había acostumbrado a usar la
magia?
—Yelena, despiértate —dijo Leif, y me sacudió el hombro.
Mientras yo lo miraba con los párpados medio cerrados, él
dejó el farol sobre la mesa.
—Tú eres la que ha fijado el horario. Vamos —dijo Leif, y me
quitó la manta.
—Está bien. Dulces sueños —respondí; me levanté, tomé el
farol y salí de la habitación.
El pasillo estaba oscuro y silencioso. Comprobé que la
puerta que iba hacia las escaleras de la cocina estaba cerrada. Bien. Después
descendí a la zona común y percibí el eco de mis pasos. Hice un circuito por la
zona para asegurarme de que no hubiera intrusos. Dejé el farol en la mesa y
salí a visitar a los caballos. El aire frío me atravesó la capa.
Kiki estaba en el callejón, frente a la posada. Su pelo
oscuro se mezclaba con las sombras, pero la mancha blanca de su cara reflejaba
la luna llena.
«¿Olores?», pregunté mientras la rascaba por detrás de las
orejas.
«Frescos. No malos».
«¿Algún problema?».
Ella resopló, divertida.
«Dos hombres. Una mujer».
Ella recordó cómo dos hombres intentaban robarle a una
mujer.
Estaban tan concentrados registrándole las bolsas que no se
dieron cuenta de que Kiki se aproximaba sigilosamente. En silencio porque Kiki,
como todos los caballos Sandseed, se negaba a llevar herraduras. Kiki se había
dado la vuelta y había usado los cuartos traseros con precisión. Los dos
hombres aterrizaron a media manzana de allí, y la mujer, después de mirar a
Kiki con los ojos desorbitados, corrió en dirección opuesta. Me pregunté por
qué la mujer estaba en la calle tan tarde.
«Ahora difundirá rumores de que la rescató un caballo
fantasma», le dije a Kiki. «Quizá cambien el nombre de la posada por el de
Cuatro Fantasmas».
«Me gustan los fantasmas. Son callados».
«¿Ves a los fantasmas?».
Maria V. Snyder - Dulce Fuego - 3º Soulfinders
Escaneado por Mariquiña-Naikari y Corregido por ID Nº
Paginas 92-252
«Sí».
«¿Dónde?».
«Aquí. Allí. En sitios».
«¿Aquí?», le pregunté, y miré a mi alrededor. La calle
estaba desierta. «Yo no veo ninguno».
«Los verás», respondió ella, y me olisqueó los bolsillos de
la capa. «A mí también me gustan las pastillas de menta».
Yo le di los dulces.
«¿Quieres explicarme el asunto de los fantasmas?».
«No».
Ella se retiró por el callejón y yo volví a la posada. La
luz del farol temblaba mientras yo hice otra pasada por la cocina y las
habitaciones de arriba antes de acomodarme junto al fuego. Superé mi aprensión
y puse dos troncos más en la chimenea para que prendieran sobre las ascuas, y
de ese modo, poder calentarme agua para un té. Aquella llama tan pequeña no sería
suficiente para el Hechicero del Fuego.
Al buscar la bolsa de la infusión en mi mochila, di con la
figura que me había entregado Opal y la desenvolví con curiosidad para saber
cuál era el animal que la había llamado. Un murciélago gris oscuro de ojos
verdes cobró vida en mis manos. De la sorpresa, estuvo a punto de caérseme. Sin
embargo, aunque tenía las alas abiertas sobre mi palma, no echó a volar. La
magia de Opal brillaba en el centro del murciélago.
Noté un cosquilleo por el brazo. Reflexioné sobre las
ventajas de ser una criatura de la noche. ¿Podría encontrar a Marrok o a Cahil
en aquel momento, mientras dormía la ciudad? Atraje el poder y proyecté la
mente, pero sólo di con una confusa mezcolanza de imágenes de sueños. Una vez
más, demasiada gente para poder aclararme. Me retiré.
El agua comenzó a hervir. Me preparé el té y, con la taza
humeante en las manos, me di cuenta de que el sueño me venía. Entonces me puse
en pie y di unas cuantas vueltas por la habitación para espabilarme. Volví a
sentarme y me fijé en el fuego. Latía con un ritmo que iba parejo al de mi
corazón. Los movimientos de las llamas eran como una coreografía, como si
estuvieran intentando comunicarme algo. Algo importante.
Me arrodillé junto a la chimenea. Me llamaron unos dedos de
color naranja y amarillo.
«Ven», me decían. «Ven con nosotros. Abraza el fuego».
Yo me acerqué unos cuantos centímetros más, hasta que olas
de calor me acariciaron el rostro.
«Ven, necesitamos decirte…».
«¿Qué?», pregunté, y me incliné aún más. Las llamas
crepitaron junto a mi piel.
—¡Yelena!
La voz del Hombre Luna me devolvió a la realidad. Me aparté
del hogar y no me detuve hasta que llegué al extremo opuesto de la habitación.
Me estremecí.
—Gracias —le dije.
—Tenía la sensación de que algo no iba bien —dijo, y
descendió el resto de los escalones—. Me he despertado como si mi manta se
hubiera prendido.
—Me alegro de que te despertaras.
—¿Qué ha ocurrido?
—No lo sé con certeza —dije yo, y me arrebujé en la capa—.
Me pareció ver almas en el fuego.
—¿Atrapadas?
—No sé… creo que querían que me uniera a ellas.
Él frunció el ceño y miró fijamente las llamas.
—No creo que debas estar a solas con un fuego. Yo terminaré
el turno de Tauno.
—¿Terminar? —pregunté yo, y miré por la ventana.
Estaba empezando a clarear. Yo había perdido la noción del
tiempo, y no había despertado a Tauno para que me relevara. No era una buena
señal.
—Ve a dormir un poco. Cuando te despiertes, tenemos que
hacer planes.
Poco después, el toque ensordecedor de la campana con la que
la señora Floranne avisaba para desayunar interrumpió mi sueño. Leif estaba
sentado al borde de la cama con las manos en los oídos para protegerse del
ruido. Con el silencio llegó el alivio, y él bajó los brazos.
—Va a tocar de nuevo si no bajamos pronto —dijo mi hermano.
Aquélla fue toda la motivación que me hizo falta. Aparté la
manta, me levanté y seguí a Leif hacia la sala común. La señora Floranne estaba
sirviendo el té mientras sus empleadas se ocupaban de la comida. El olor a
sirope dulce impregnaba el aire.
La noche de descanso se reflejaba en la cara de Tauno. La
hinchazón había desaparecido, y los moretones habían pasado de ser rojos a ser
una ligera mancha púrpura. Él se movía sin hacer gestos de dolor.
Desayunamos huevos, pan y miel, y después comenzamos a
hablar de nuestros próximos pasos. La puerta de la sala común se abrió
violentamente. Marrok apareció en el umbral con una espada ensangrentada en la
mano.
Nosotros cuatro nos pusimos en pie de un salto. Se nos
olvidó el desayuno. Sacamos nuestras armas mientras la conversación en la sala
se interrumpía y se convertía en un silencio mortal.
—Vamos —dijo Marrok, señalando la puerta con la espada—.
Vayámonos antes de que lleguen.
—¿Quiénes? —pregunté.
—Cahil y sus… sus… amigos —dijo Marrok, escupiendo las
palabras—. Me escapé —agregó, con una expresión de horror. Tenía un corte en el
cuello que le sangraba profusamente—. Los he perdido, pero saben dónde estamos.
—¿Cuántos son?
—Siete.
—¿Armados?
—Espadas, cimitarras y curare.
—¿Vendrán pronto?
Marrok miró hacia atrás y se quedó helado. La espada se le
cayó. Una enorme mano lo empujó y lo tiró al suelo.
Detrás de Marrok, Ferde, Cahil y cinco Vermin irrumpieron en
la habitación.
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