—Hemos llegado —dijo Irys.
Yo miré a mi alrededor. La selva estaba repleta de vida. Había matorrales
exuberantes que nos cortaban el paso y lianas que colgaban de los árboles. Se oía
constantemente el trino de los pájaros, y unas pequeñas criaturas peludas, que nos
habían seguido durante todo el camino, nos miraban desde sus escondites, detrás de
enormes hojas.
—¿Dónde? —pregunté, mirando a las otras tres chicas.
Se encogieron de hombros al mismo tiempo, igualmente confusas.
Sus vestidos finos de algodón estaban empapados en sudor a causa de la
pesada humedad del aire. También yo tenía los pantalones negros y la camisa blanca
que llevaba pegados a la piel. Estábamos cansadas de cargar con nuestras mochilas
por los senderos de la selva, y molestas por las innumerables picaduras de insectos.
—Hemos llegado al hogar de los Zaltana —dijo Irys—. Muy posiblemente, a tu
hogar.
Yo miré a todas partes y en ninguna vi nada que pudiera parecer un poblado.
Durante el transcurso de nuestro viaje hacia el sur, siempre que Irys nos había
avisado de que llegábamos a uno de nuestros destinos, normalmente nos
encontrábamos en mitad de una aldea o un pueblo, con casas de madera, de ladrillo
o de piedra, rodeados de campos y granjas.
Sus habitantes, vestidos con alegres colores, nos daban la bienvenida, nos daban
de comer y escuchaban nuestra historia. Después, ciertas familias eran avisadas con
gran apresuramiento, y en un torbellino de balbuceos y excitación, uno de los niños
de nuestro grupo, que había vivido en un orfanato en el norte, se reuniría con su
familia, una familia de la que nada había sabido hasta aquel momento.
—¿Su hogar? —pregunté.
Irys suspiró.
—Yelena, las apariencias pueden ser engañosas.
—Busca en tu mente, no con tus sentidos —le dijo.
Yo froté con las manos la madera de mi cayado, concentrándome en la
suavidad de la superficie. Vacié mi mente y los ruidos de la selva se disiparon
mientras yo aguzaba mi capacidad mental. Con mi visión mental, me deslicé entre
los arbustos con una serpiente, buscando un poco de sol. Después subí por las ramas
de los árboles como un animal de largos miembros, con tanta facilidad que parecía
que estábamos volando.
Después, arriba, me mezcle con gente que había en las copas de los árboles. Sus
mentes estaban abiertas y relajadas. Estaban decidiendo qué iban a cenar y hablando
de las noticias de la ciudad. Sin embargo, una mente se preocupaba por los sonidos
que provenían de abajo. Algo no marchaba bien. Allí había alguien extraño. Un
posible peligro. «¿Quién está en mi mente?».
Entonces, volví. Irys me estaba mirando fijamente.
—¿Viven en los árboles? —le pregunté.
Ella asintió.
—Pero, recuerda, Yelena; sólo por que la mente de alguien sea receptiva y
admita tu entrada, no debes penetrar en sus pensamientos más profundos. Eso sería
romper nuestro Código Ético.
Sus palabras tenían un tono áspero, el de una maga profesora que reprendía a
su pupila.
—Lo siento —dije.
Ella sacudió la cabeza.
—Olvido que aún estás aprendiendo. Tenemos que llegar a Citadel cuanto
antes y comenzar tu instrucción, pero me temo que esta parada durará un tiempo.
—¿Por qué?
—No puedo dejarte con tu familia aquí, tal y como hice con los otros niños, y
sería muy cruel llevarte demasiado pronto.
Justo entonces, una voz potente dijo desde arriba:
—Venettaden.
Irys alzó el brazo y murmuró algo, pero a mí se me congelaron los músculos
antes de que pudiera repeler la magia que nos había envuelto. No podía moverme.
Después de un instante de pánico, calmé mi mente. Intenté erigir un muro mental de
defensa, pero la magia que me había atrapado derribaba los ladrillos con tanta
rapidez como yo los amontonaba.
Sin embargo, a Irys no la había afectado.
—Somos amigas de los Zaltana. Soy Irys, del clan de los Jewelrose, Cuarta
Maga del Consejo.
Otra voz extraña salió de entre los árboles. Mientras la magia me liberaba, me
temblaban las piernas, y me dejé caer al suelo para esperar a que pasara el mareo. Las
gemelas, Gracena y Nickeely, se derrumbaron juntas, gimoteando. May se frotó las
piernas.
—¿Para qué has venido, Irys Jewelrose? —le preguntó la voz.
—Creo que he encontrado a vuestra hija perdida —respondió ella.
Una escalera de cuerda descendió hasta nosotras desde la copa del árbol.
—Vamos, chicas —dijo Irys—. Toma, Yelena, sujeta el final de la escalera
mientras nosotras subimos.
Tuve un pensamiento mezquino, preguntándome quién sujetaría la escalera
cuando yo tuviera que subir. La voz molesta de Irys me reprendió mentalmente.
«Yelena, tú no tendrás problema para subir a los árboles. A lo mejor debería
pedirles que retiren la escalera cuando te llegue el momento de subir, porque quizá
prefieras usar el garfio y la cuerda».
Por supuesto, Irys tenía razón. Yo me había escondido en los árboles de mis
enemigos de Ixia, sin la ayuda de una escalera. E, incluso en aquellos días, disfrutaba
de un buen paseo por las copas de los árboles, lo cual mantenía mi destreza a punto.
Irys me sonrió.
«Quizá lo lleves en la sangre».
Se me encogió el estómago al recordar a Mogkan. Él había dicho que yo tenía la
maldición de la sangre de los Zaltana. Yo no tenía motivos para confiar en aquel
mago, que ya estaba muerto, y había estado evitando hacerle preguntas sobre los
Zaltana a Irys para no hacerme ilusiones sobre el hecho de formar parte de una
familia. Yo sabía que, incluso mientras agonizaba, Mogkan habría sido capaz de
intentar algún truco despreciable.
Mogkan y el hijo del general Brazell, Reyad, me habían secuestrado junto a
otros treinta niños de Sitia.
Con una media de dos niños al año, habían llevado a los niños y a las niñas al
territorio de Ixia, al norte, al orfanato del general Brazell, para usarlos en sus
malvados planes. Todos los niños tenían el potencial de convertirse en magos,
porque habían nacido en familias con una gran magia.
Irys me había explicado que los poderes mágicos eran un regalo, y que de cada
clan sólo salían unos cuantos magos.
—Claro que, cuantos más magos haya en una familia —había dicho Irys—, más
oportunidad hay de que nazcan más en la próxima generación. Mogkan se había
arriesgado al secuestrar a niños tan pequeños; los poderes mágicos sólo se
manifiestan en la madurez de una persona.
—¿Y por qué había más niñas que niños? —le pregunté yo.
—Sólo un treinta por ciento de nuestros magos son varones, y Bain Bloodgood
es el único que ha alcanzado el estatus de maestro.
Mientras yo sujetaba la escalera de cuerda que colgaba de la cubierta de
vegetación, me pregunté cuántos Zaltana serían magos. Por encima de mí, las tres
muchachas se sujetaron los bajos del vestido en los cinturones. Irys ayudó a May a
subir al primer escalón de cuerda, y después, Gracena y Nickeely la siguieron.
Cuando habíamos cruzado la frontera de Sitia, las chicas no habían titubeado a
la hora de cambiar sus uniformes del norte por los vestidos de colores brillantes que
llevaban las mujeres del sur. Los chicos habían cambiado sus uniformes por túnicas y
pantalones sencillos, de algodón. Yo, sin embargo, había seguido llevando mi
uniforme de catadora de comida hasta que la humedad me había obligado a comprar
unos pantalones masculinos y una camisa.
Después de que Irys hubiera desaparecido en la gran cubierta vegetal, yo puse
el pie sobre el primer escalón. Me sentía como si tuviera las botas llenas de agua,
tanto, que me pesaban. La renuencia tiraba de mis piernas hacia abajo mientras yo
intentaba subir. A mitad de camino me detuve. ¿Y si aquella gente no me quería? ¿Y
si no creían que yo era su hija perdida? ¿Y si eran demasiado viejos como para que
les importara?
Todos los niños que ya habían encontrado sus hogares habían sido aceptados
inmediatamente. Tenían entre siete y trece años, y sólo habían estado unos años
separados de sus familias. El parecido físico, las edades y los nombres habían
facilitado la reinserción. En aquel momento, ya sólo éramos cuatro. Las gemelas,
Gracena y Nickeely, tenían trece años. May era la más pequeña, con doce, y yo era la
mayor, con veinte.
Según Irys, los Zaltana habían perdido a una niña de seis años catorce años
antes. Aquél era un largo tiempo para estar alejada. Yo ya no era una niña.
Yo era la mayor de todos los que habían sobrevivido a los planes de Brazell y
habían permanecido de una pieza. Cuando los otros niños secuestrados llegaban a la
madurez, aquellos que habían mostrado poderes mágicos habían sido torturados
hasta que habían cedido sus almas a Mogkan y a Reyad. Mogkan había usado la
magia de aquellos cautivos sin mente para aumentar la suya, y había convertido a los
niños en cuerpos vivientes sin almas.
Irys tenía la triste tarea de informar a las familias de estos niños, pero yo me
sentía culpable por ser la única que había sobrevivido a los esfuerzos de Mogkan por
capturar mi alma. Sin embargo, el esfuerzo me había costado caro.
El pensar en mi lucha en Ixia me hizo recordar a Valek, se me encogió el
corazón de dolor. Agarrándome con un brazo a la cuerda de la escalera, acaricié el
colgante de mariposa que me había tallado. Quizá debiera planear una forma de
volver a Ixia. Después de todo, la magia de mi cuerpo ya no se descontrolaba, y yo
preferiría estar con él en vez de estar entre aquellos extraños sureños que vivían en
las copas de los árboles. Incluso el nombre del lugar, Sitia, me parecía raro al
pronunciarlo.
—Yelena, vamos —me dijo Irys desde arriba—. Estamos esperando.
Yo tragué saliva y continué subiendo. Al llegar a la parte superior de la
escalera, esperaba que terminara en una rama ancha o en una plataforma; sin
embargo, entré en una habitación.
Miré a mi alrededor con asombro. Las paredes y el techo de la habitación
estaban formadas por ramas que habían sido anudadas unas con otras. El sol se
filtraba por entre las hojas. Las butacas estaban hechas de palos, y los cojines con
hojas también; en aquella pequeña estancia había cuatro asientos solamente.
—¿Es ella? —le preguntó un hombre alto a Irys.
Llevaba una túnica y unos pantalones cortos, del color de las hojas, y, colgados
del hombro, un arco y un carcaj con flechas. Yo supuse que era el guardia. Sin
embargo, ¿por qué necesitaba armas si era el mago que nos había helado? Aunque
Irys había rechazado el encantamiento con facilidad. ¿Podría rechazar también una
flecha?
—Sí —le dijo Irys al hombre.
—Hemos oído rumores en el mercado, y nos preguntábamos si nos harías una
visita, Cuarta Maga. Por favor, quédate aquí —dijo—. Avisaré a los mayores.
Irys se sentó en una de las sillas, y las muchachas exploraron la habitación y
emitieron exclamaciones de admiración ante la vista que se divisaba por la única
ventana. Yo me paseé por el estrecho espacio. Parecía que el guardia había
desaparecido atravesando la pared, pero tras investigar, descubrí que había un
agujero que llevaba a un puente, también hecho de ramas.
—Siéntate —me dijo Irys—. Relájate. Aquí estás segura.
—¿Incluso con esta calurosa bienvenida? —repliqué yo.
—Es un procedimiento normal. Las visitas sin invitación son muy escasas. Con
el peligro constante de los depredadores de la selva, la mayor parte de los viajeros
contratan a un guía Zaltana. Has estado a la defensiva y nerviosa desde que te dije
que íbamos a venir. Estas personas son tu familia, ¿por qué iban a querer hacerte
daño?
Con esfuerzo, yo intenté relajarme.
—Lo siento.
El miedo a lo desconocido hacía que me sintiera alterada. Durante toda mi vida
en Ixia me habían dicho que mi familia estaba muerta. Que la había perdido para
siempre. Incluso así, yo soñaba con que encontraba a una familia adoptiva que me
cuidara y me quisiera. Sólo había abandonado aquel sueño cuando me convertí en el
experimento de Mogkan y Reyad, y después, una vez que tuvo a Valek, tenía la
sensación de que no necesitaba una familia.
—Eso no es cierto, Yelena —dijo Irys en voz alta—. Tu familia te ayudará a
descubrir quién eres y por qué. Los necesitas más de lo que te imaginas.
—Creía que habías dicho que iba contra tu Código Ético leerle la mente a
alguien —respondí yo, muy molesta por aquella intrusión en mis pensamientos
privados.
—Nosotras tenemos un vínculo de maestra y estudiante. Tú me diste
libremente permiso para entrar en tus pensamientos al aceptarme como mentora.
Sería más fácil desviar una catarata que romper ese vínculo.
—No recuerdo haberte dado permiso —refunfuñé yo.
—Si hiciera falta algún esfuerzo consciente para forjar ese vínculo, no habría
funcionado —dijo ella, y observó mi rostro durante un rato—. Me diste tu confianza
y tu lealtad. Eso es todo lo que se necesita para formar el vínculo. Aunque yo no me
entrometeré en tu pensamiento y en tus recuerdos íntimos, puedo descifrar tus
emociones.
Yo abrí la boca para responder, pero en aquel momento volvió el guardia.
—Seguidme —nos dijo.
Y lo seguimos por el camino entre los árboles. Los corredores y los puentes
conectaban unas estancias con otras, formando un laberinto de moradas a mucha
altura del suelo. No vimos a ninguna otra persona mientras pasábamos por
dormitorios y salas de estar. Al atisbar algunas habitaciones, vi que estaban
decoradas con piezas de la jungla. Había cáscaras de coco, nueces, bayas, hierba,
ramas y hojas en los móviles, las portadas de los libros, las cajas y las estatuas.
Alguien había hecho incluso una réplica de aquellos animales de cola larga pegando
piedras blancas y negras.
—Irys —dije yo, señalando la estatua—, ¿qué son esos animales?
—Valmures. Son muy inteligentes y juguetones. Hay millones en la selva.
También son muy curiosos. ¿Te acuerdas de cómo nos espiaban desde los árboles?
Yo asentí al recordar a aquellas pequeñas criaturas, que nunca estaban quietas
lo suficiente como para que pudiera estudiarlas. En otras habitaciones vi más
estatuas de animales hechas con piedras de colores. Entonces sentí un nudo en la
garganta, al pensar en Valek y en los animales que él tallaba en piedra. Sabía que él
apreciaría la artesanía de aquellas figuras. Quizá pudiera enviarle una.
No sabía cuándo volvería a verlo. El Comandante me había enviado al exilio, a
Sitia, cuando había descubierto que yo tenía poderes mágicos. Si yo volvía a Ixia, el
Comandante ordenaría que me ejecutaran, pero él nunca había dicho que no pudiera
comunicarme con mis amigos de Ixia.
Pronto averigüé por qué no nos habíamos encontrado a nadie a medida que
atravesábamos el pueblo. Entramos a una habitación grande, redonda, en la que
había unas doscientas personas. La gente estaba sentada en los bancos de madera
tallada que rodeaban un hogar hecho de piedra.
La charla cesó en cuanto entramos, y todas las miradas se fijaron en mí. Se me
puso la carne de gallina. Me sentía como si estuvieran examinando cada centímetro
de mí, mi ropa y mis botas embarradas. Por sus expresiones, deduje que no cumplía
sus expectativas. Contuve el deseo de esconderme detrás de Irys, y lamenté no
haberle hecho más preguntas sobre los Zaltana.
Por fin, uno de los mayores dio un paso al frente.
—Soy Bavol Cacao Zaltana, Consejero Mayor de la familia Zaltana. ¿Eres tú
Yelena Liana Zaltana?
Yo vacilé. Mi propio nombre me había sonado demasiado extraño, demasiado
extranjero.
—Me llamo Yelena —dije.
Un joven que tenía unos cuantos años más que yo se abrió paso entre la
multitud y se detuvo junto al Consejero Mayor. Me miró intensamente, y una mezcla
de odio y repulsión se le reflejó en el semblante. Yo noté un ligero toque de magia
rozándome el cuerpo.
—Ha asesinado —dijo él—. Apesta a sangre.
Yo miré a mi alrededor. La selva estaba repleta de vida. Había matorrales
exuberantes que nos cortaban el paso y lianas que colgaban de los árboles. Se oía
constantemente el trino de los pájaros, y unas pequeñas criaturas peludas, que nos
habían seguido durante todo el camino, nos miraban desde sus escondites, detrás de
enormes hojas.
—¿Dónde? —pregunté, mirando a las otras tres chicas.
Se encogieron de hombros al mismo tiempo, igualmente confusas.
Sus vestidos finos de algodón estaban empapados en sudor a causa de la
pesada humedad del aire. También yo tenía los pantalones negros y la camisa blanca
que llevaba pegados a la piel. Estábamos cansadas de cargar con nuestras mochilas
por los senderos de la selva, y molestas por las innumerables picaduras de insectos.
—Hemos llegado al hogar de los Zaltana —dijo Irys—. Muy posiblemente, a tu
hogar.
Yo miré a todas partes y en ninguna vi nada que pudiera parecer un poblado.
Durante el transcurso de nuestro viaje hacia el sur, siempre que Irys nos había
avisado de que llegábamos a uno de nuestros destinos, normalmente nos
encontrábamos en mitad de una aldea o un pueblo, con casas de madera, de ladrillo
o de piedra, rodeados de campos y granjas.
Sus habitantes, vestidos con alegres colores, nos daban la bienvenida, nos daban
de comer y escuchaban nuestra historia. Después, ciertas familias eran avisadas con
gran apresuramiento, y en un torbellino de balbuceos y excitación, uno de los niños
de nuestro grupo, que había vivido en un orfanato en el norte, se reuniría con su
familia, una familia de la que nada había sabido hasta aquel momento.
—¿Su hogar? —pregunté.
Irys suspiró.
—Yelena, las apariencias pueden ser engañosas.
—Busca en tu mente, no con tus sentidos —le dijo.
Yo froté con las manos la madera de mi cayado, concentrándome en la
suavidad de la superficie. Vacié mi mente y los ruidos de la selva se disiparon
mientras yo aguzaba mi capacidad mental. Con mi visión mental, me deslicé entre
los arbustos con una serpiente, buscando un poco de sol. Después subí por las ramas
de los árboles como un animal de largos miembros, con tanta facilidad que parecía
que estábamos volando.
Después, arriba, me mezcle con gente que había en las copas de los árboles. Sus
mentes estaban abiertas y relajadas. Estaban decidiendo qué iban a cenar y hablando
de las noticias de la ciudad. Sin embargo, una mente se preocupaba por los sonidos
que provenían de abajo. Algo no marchaba bien. Allí había alguien extraño. Un
posible peligro. «¿Quién está en mi mente?».
Entonces, volví. Irys me estaba mirando fijamente.
—¿Viven en los árboles? —le pregunté.
Ella asintió.
—Pero, recuerda, Yelena; sólo por que la mente de alguien sea receptiva y
admita tu entrada, no debes penetrar en sus pensamientos más profundos. Eso sería
romper nuestro Código Ético.
Sus palabras tenían un tono áspero, el de una maga profesora que reprendía a
su pupila.
—Lo siento —dije.
Ella sacudió la cabeza.
—Olvido que aún estás aprendiendo. Tenemos que llegar a Citadel cuanto
antes y comenzar tu instrucción, pero me temo que esta parada durará un tiempo.
—¿Por qué?
—No puedo dejarte con tu familia aquí, tal y como hice con los otros niños, y
sería muy cruel llevarte demasiado pronto.
Justo entonces, una voz potente dijo desde arriba:
—Venettaden.
Irys alzó el brazo y murmuró algo, pero a mí se me congelaron los músculos
antes de que pudiera repeler la magia que nos había envuelto. No podía moverme.
Después de un instante de pánico, calmé mi mente. Intenté erigir un muro mental de
defensa, pero la magia que me había atrapado derribaba los ladrillos con tanta
rapidez como yo los amontonaba.
Sin embargo, a Irys no la había afectado.
—Somos amigas de los Zaltana. Soy Irys, del clan de los Jewelrose, Cuarta
Maga del Consejo.
Otra voz extraña salió de entre los árboles. Mientras la magia me liberaba, me
temblaban las piernas, y me dejé caer al suelo para esperar a que pasara el mareo. Las
gemelas, Gracena y Nickeely, se derrumbaron juntas, gimoteando. May se frotó las
piernas.
—¿Para qué has venido, Irys Jewelrose? —le preguntó la voz.
—Creo que he encontrado a vuestra hija perdida —respondió ella.
Una escalera de cuerda descendió hasta nosotras desde la copa del árbol.
—Vamos, chicas —dijo Irys—. Toma, Yelena, sujeta el final de la escalera
mientras nosotras subimos.
Tuve un pensamiento mezquino, preguntándome quién sujetaría la escalera
cuando yo tuviera que subir. La voz molesta de Irys me reprendió mentalmente.
«Yelena, tú no tendrás problema para subir a los árboles. A lo mejor debería
pedirles que retiren la escalera cuando te llegue el momento de subir, porque quizá
prefieras usar el garfio y la cuerda».
Por supuesto, Irys tenía razón. Yo me había escondido en los árboles de mis
enemigos de Ixia, sin la ayuda de una escalera. E, incluso en aquellos días, disfrutaba
de un buen paseo por las copas de los árboles, lo cual mantenía mi destreza a punto.
Irys me sonrió.
«Quizá lo lleves en la sangre».
Se me encogió el estómago al recordar a Mogkan. Él había dicho que yo tenía la
maldición de la sangre de los Zaltana. Yo no tenía motivos para confiar en aquel
mago, que ya estaba muerto, y había estado evitando hacerle preguntas sobre los
Zaltana a Irys para no hacerme ilusiones sobre el hecho de formar parte de una
familia. Yo sabía que, incluso mientras agonizaba, Mogkan habría sido capaz de
intentar algún truco despreciable.
Mogkan y el hijo del general Brazell, Reyad, me habían secuestrado junto a
otros treinta niños de Sitia.
Con una media de dos niños al año, habían llevado a los niños y a las niñas al
territorio de Ixia, al norte, al orfanato del general Brazell, para usarlos en sus
malvados planes. Todos los niños tenían el potencial de convertirse en magos,
porque habían nacido en familias con una gran magia.
Irys me había explicado que los poderes mágicos eran un regalo, y que de cada
clan sólo salían unos cuantos magos.
—Claro que, cuantos más magos haya en una familia —había dicho Irys—, más
oportunidad hay de que nazcan más en la próxima generación. Mogkan se había
arriesgado al secuestrar a niños tan pequeños; los poderes mágicos sólo se
manifiestan en la madurez de una persona.
—¿Y por qué había más niñas que niños? —le pregunté yo.
—Sólo un treinta por ciento de nuestros magos son varones, y Bain Bloodgood
es el único que ha alcanzado el estatus de maestro.
Mientras yo sujetaba la escalera de cuerda que colgaba de la cubierta de
vegetación, me pregunté cuántos Zaltana serían magos. Por encima de mí, las tres
muchachas se sujetaron los bajos del vestido en los cinturones. Irys ayudó a May a
subir al primer escalón de cuerda, y después, Gracena y Nickeely la siguieron.
Cuando habíamos cruzado la frontera de Sitia, las chicas no habían titubeado a
la hora de cambiar sus uniformes del norte por los vestidos de colores brillantes que
llevaban las mujeres del sur. Los chicos habían cambiado sus uniformes por túnicas y
pantalones sencillos, de algodón. Yo, sin embargo, había seguido llevando mi
uniforme de catadora de comida hasta que la humedad me había obligado a comprar
unos pantalones masculinos y una camisa.
Después de que Irys hubiera desaparecido en la gran cubierta vegetal, yo puse
el pie sobre el primer escalón. Me sentía como si tuviera las botas llenas de agua,
tanto, que me pesaban. La renuencia tiraba de mis piernas hacia abajo mientras yo
intentaba subir. A mitad de camino me detuve. ¿Y si aquella gente no me quería? ¿Y
si no creían que yo era su hija perdida? ¿Y si eran demasiado viejos como para que
les importara?
Todos los niños que ya habían encontrado sus hogares habían sido aceptados
inmediatamente. Tenían entre siete y trece años, y sólo habían estado unos años
separados de sus familias. El parecido físico, las edades y los nombres habían
facilitado la reinserción. En aquel momento, ya sólo éramos cuatro. Las gemelas,
Gracena y Nickeely, tenían trece años. May era la más pequeña, con doce, y yo era la
mayor, con veinte.
Según Irys, los Zaltana habían perdido a una niña de seis años catorce años
antes. Aquél era un largo tiempo para estar alejada. Yo ya no era una niña.
Yo era la mayor de todos los que habían sobrevivido a los planes de Brazell y
habían permanecido de una pieza. Cuando los otros niños secuestrados llegaban a la
madurez, aquellos que habían mostrado poderes mágicos habían sido torturados
hasta que habían cedido sus almas a Mogkan y a Reyad. Mogkan había usado la
magia de aquellos cautivos sin mente para aumentar la suya, y había convertido a los
niños en cuerpos vivientes sin almas.
Irys tenía la triste tarea de informar a las familias de estos niños, pero yo me
sentía culpable por ser la única que había sobrevivido a los esfuerzos de Mogkan por
capturar mi alma. Sin embargo, el esfuerzo me había costado caro.
El pensar en mi lucha en Ixia me hizo recordar a Valek, se me encogió el
corazón de dolor. Agarrándome con un brazo a la cuerda de la escalera, acaricié el
colgante de mariposa que me había tallado. Quizá debiera planear una forma de
volver a Ixia. Después de todo, la magia de mi cuerpo ya no se descontrolaba, y yo
preferiría estar con él en vez de estar entre aquellos extraños sureños que vivían en
las copas de los árboles. Incluso el nombre del lugar, Sitia, me parecía raro al
pronunciarlo.
—Yelena, vamos —me dijo Irys desde arriba—. Estamos esperando.
Yo tragué saliva y continué subiendo. Al llegar a la parte superior de la
escalera, esperaba que terminara en una rama ancha o en una plataforma; sin
embargo, entré en una habitación.
Miré a mi alrededor con asombro. Las paredes y el techo de la habitación
estaban formadas por ramas que habían sido anudadas unas con otras. El sol se
filtraba por entre las hojas. Las butacas estaban hechas de palos, y los cojines con
hojas también; en aquella pequeña estancia había cuatro asientos solamente.
—¿Es ella? —le preguntó un hombre alto a Irys.
Llevaba una túnica y unos pantalones cortos, del color de las hojas, y, colgados
del hombro, un arco y un carcaj con flechas. Yo supuse que era el guardia. Sin
embargo, ¿por qué necesitaba armas si era el mago que nos había helado? Aunque
Irys había rechazado el encantamiento con facilidad. ¿Podría rechazar también una
flecha?
—Sí —le dijo Irys al hombre.
—Hemos oído rumores en el mercado, y nos preguntábamos si nos harías una
visita, Cuarta Maga. Por favor, quédate aquí —dijo—. Avisaré a los mayores.
Irys se sentó en una de las sillas, y las muchachas exploraron la habitación y
emitieron exclamaciones de admiración ante la vista que se divisaba por la única
ventana. Yo me paseé por el estrecho espacio. Parecía que el guardia había
desaparecido atravesando la pared, pero tras investigar, descubrí que había un
agujero que llevaba a un puente, también hecho de ramas.
—Siéntate —me dijo Irys—. Relájate. Aquí estás segura.
—¿Incluso con esta calurosa bienvenida? —repliqué yo.
—Es un procedimiento normal. Las visitas sin invitación son muy escasas. Con
el peligro constante de los depredadores de la selva, la mayor parte de los viajeros
contratan a un guía Zaltana. Has estado a la defensiva y nerviosa desde que te dije
que íbamos a venir. Estas personas son tu familia, ¿por qué iban a querer hacerte
daño?
Con esfuerzo, yo intenté relajarme.
—Lo siento.
El miedo a lo desconocido hacía que me sintiera alterada. Durante toda mi vida
en Ixia me habían dicho que mi familia estaba muerta. Que la había perdido para
siempre. Incluso así, yo soñaba con que encontraba a una familia adoptiva que me
cuidara y me quisiera. Sólo había abandonado aquel sueño cuando me convertí en el
experimento de Mogkan y Reyad, y después, una vez que tuvo a Valek, tenía la
sensación de que no necesitaba una familia.
—Eso no es cierto, Yelena —dijo Irys en voz alta—. Tu familia te ayudará a
descubrir quién eres y por qué. Los necesitas más de lo que te imaginas.
—Creía que habías dicho que iba contra tu Código Ético leerle la mente a
alguien —respondí yo, muy molesta por aquella intrusión en mis pensamientos
privados.
—Nosotras tenemos un vínculo de maestra y estudiante. Tú me diste
libremente permiso para entrar en tus pensamientos al aceptarme como mentora.
Sería más fácil desviar una catarata que romper ese vínculo.
—No recuerdo haberte dado permiso —refunfuñé yo.
—Si hiciera falta algún esfuerzo consciente para forjar ese vínculo, no habría
funcionado —dijo ella, y observó mi rostro durante un rato—. Me diste tu confianza
y tu lealtad. Eso es todo lo que se necesita para formar el vínculo. Aunque yo no me
entrometeré en tu pensamiento y en tus recuerdos íntimos, puedo descifrar tus
emociones.
Yo abrí la boca para responder, pero en aquel momento volvió el guardia.
—Seguidme —nos dijo.
Y lo seguimos por el camino entre los árboles. Los corredores y los puentes
conectaban unas estancias con otras, formando un laberinto de moradas a mucha
altura del suelo. No vimos a ninguna otra persona mientras pasábamos por
dormitorios y salas de estar. Al atisbar algunas habitaciones, vi que estaban
decoradas con piezas de la jungla. Había cáscaras de coco, nueces, bayas, hierba,
ramas y hojas en los móviles, las portadas de los libros, las cajas y las estatuas.
Alguien había hecho incluso una réplica de aquellos animales de cola larga pegando
piedras blancas y negras.
—Irys —dije yo, señalando la estatua—, ¿qué son esos animales?
—Valmures. Son muy inteligentes y juguetones. Hay millones en la selva.
También son muy curiosos. ¿Te acuerdas de cómo nos espiaban desde los árboles?
Yo asentí al recordar a aquellas pequeñas criaturas, que nunca estaban quietas
lo suficiente como para que pudiera estudiarlas. En otras habitaciones vi más
estatuas de animales hechas con piedras de colores. Entonces sentí un nudo en la
garganta, al pensar en Valek y en los animales que él tallaba en piedra. Sabía que él
apreciaría la artesanía de aquellas figuras. Quizá pudiera enviarle una.
No sabía cuándo volvería a verlo. El Comandante me había enviado al exilio, a
Sitia, cuando había descubierto que yo tenía poderes mágicos. Si yo volvía a Ixia, el
Comandante ordenaría que me ejecutaran, pero él nunca había dicho que no pudiera
comunicarme con mis amigos de Ixia.
Pronto averigüé por qué no nos habíamos encontrado a nadie a medida que
atravesábamos el pueblo. Entramos a una habitación grande, redonda, en la que
había unas doscientas personas. La gente estaba sentada en los bancos de madera
tallada que rodeaban un hogar hecho de piedra.
La charla cesó en cuanto entramos, y todas las miradas se fijaron en mí. Se me
puso la carne de gallina. Me sentía como si estuvieran examinando cada centímetro
de mí, mi ropa y mis botas embarradas. Por sus expresiones, deduje que no cumplía
sus expectativas. Contuve el deseo de esconderme detrás de Irys, y lamenté no
haberle hecho más preguntas sobre los Zaltana.
Por fin, uno de los mayores dio un paso al frente.
—Soy Bavol Cacao Zaltana, Consejero Mayor de la familia Zaltana. ¿Eres tú
Yelena Liana Zaltana?
Yo vacilé. Mi propio nombre me había sonado demasiado extraño, demasiado
extranjero.
—Me llamo Yelena —dije.
Un joven que tenía unos cuantos años más que yo se abrió paso entre la
multitud y se detuvo junto al Consejero Mayor. Me miró intensamente, y una mezcla
de odio y repulsión se le reflejó en el semblante. Yo noté un ligero toque de magia
rozándome el cuerpo.
—Ha asesinado —dijo él—. Apesta a sangre.
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