con una rapidez asombrosa. En un segundo, me di cuenta de
que me habían atacado
con curare antes de que la droga me congelara los músculos.
Sólo un segundo para
morder la pastilla de theobroma antes de que la mandíbula se
me quedara rígida, y
para tragar una gota del antídoto.
Tumbada de costado, vi a Opal, a la luz de la luna,
corriendo hacia Citadel. Mi
posición indefensa era resultado directo de mi estúpido
exceso de confianza. Me
había concentrado en el peligro que suponía Ferde, y no me
había preparado para un
ataque de Opal. Ella me había pinchado, se había disculpado
y había huido.
Sentí un miedo apagado. Parecía que el curare había
adormecido mis
emociones, además de mi magia.
Por detrás de mí, oí el sonido de unas pisadas que se
acercaban y esperé a
Valek. ¿Saltaría él encima de Ferde cuando el mago se
acercara?
Las pisadas se detuvieron, y mi radio de visión varió. Sin
que yo sintiera nada,
alguien me tumbó boca arriba. Enfoqué la mirada en el cielo
de la noche. No podía
abrir los ojos, aunque podía parpadear. No podía hablar,
pero podía respirar. No
podía mover la boca ni la lengua, pero podía tragar.
Extraño.
Cuando una cara entró en mi campo de visión, yo recordé de
nuevo cómo era
estar asustada. Sin embargo, rápidamente la sorpresa
sobrepasó al miedo que sentía.
Había una mujer de pelo largo mirándome. Llevaba una túnica,
y yo vi que tenía
rayas difusas tatuadas o dibujadas en el cuello. Cuando me
mostró un cuchillo y me
acercó la punta brillante a los ojos, tuve dificultad para
respirar.
—¿Debería matarte ya? —me preguntó. Su acento me sonó
familiar—. ¿No
dices nada? No te preocupes. No te mataré ahora, porque no
sentirías ningún dolor.
Tienes que sufrir mucho antes de que yo termine con tu dolor
para siempre.
La mujer se puso en pie y se alejó. Yo intenté recordar. ¿La
conocía? ¿Por qué
quería matarme? Quizá trabajara con Ferde. Su lenguaje me
recordaba al de él.
¿Dónde estaba Valek? Debería haber presenciado lo que había
ocurrido.
Oí un ruido y un golpe, y en medio de una extraña
desorientación, me di cuenta
de que la mujer me había arrastrado y me había subido a un
carro. Me estaba atando.
Cuando terminó, saltó al suelo, y después de unos instantes,
oí que le gritaba a un
caballo.
Comenzamos a movernos. Por el sonido de la hierba, yo supuse
que nos
estábamos adentrando en la Meseta Avibian. ¿Dónde estaba
Valek?
Me preocupé, esperé, incluso dormí. Cada vez que algo de la
pastilla de
theobroma se disolvía en mi boca, yo tragaba. ¿Conseguiría
tragar lo suficiente como
para que contrarrestara el efecto del curare? Cuando la
mujer se detuvo, la pálida luz
del amanecer había empezado a aclarar el cielo, y yo había
comenzando a notar de
nuevo mis miembros. Moví la lengua, intentando tragar más
theobroma.
Por el dolor que sentí en las muñecas y los tobillos, me di
cuenta de que me
había atado a cada esquina del carro. Mi capacidad de
conectar con la fuente del
poder empezó a despertar cuando la mujer subió al carro. Mis
pensamientos, sin
embargo, se alteraron cuando vi que tenía una larga y
delgada aguja. Yo aparté el
miedo y atraje el poder.
—Oh, no, no —dijo ella, y me clavó la aguja—. Tenemos que
llegar al Vacío
antes de que te permita sentir de nuevo. Así podrás notar el
acero cortándote la piel.
A mí me pareció que aquél era el momento perfecto para que
apareciera Valek;
sin embargo, él no apareció, y yo dije:
—¿Quién…?
Sin embargo, el curare volvió a congelar mis músculos.
—No me conoces, pero conocías bien a mi hermano. No te
preocupes. Pronto
conocerás el motivo de tu sufrimiento —dijo la mujer. Volvió
a subir al carro y yo
comencé a oír los sonidos del movimiento otra vez.
Esperaba a Valek en cualquier momento, pero a medida que el
sol se movía por
el cielo, mis esperanzas de que me rescatara se diluyeron.
Valek no había podido
seguirme por algún motivo. Quizá el mensaje que Irys me
había enviado diciéndome
que estaba sola había sido en realidad una advertencia.
Me imaginé varias cosas terribles que habían podido
sucederle a Valek, y para
distraerme, me pregunté por Kiki. ¿Estaría cerca? ¿Seguiría
mi olor? Con mi
capacidad mágica neutralizada, ¿sabría que la necesitaba?
El sol estaba a punto de ponerse cuando el carro se detuvo
de nuevo. Yo notaba
una sensación ardiente en las yemas de los dedos, lo que
significaba que el efecto del
curare estaba empezando a cesar. Pronto sentí los calambres,
el dolor y el frío. Me
estremecí y me tragué el resto del antídoto de Esau,
preparándome para otro
pinchazo. Pero aquello no ocurrió.
En vez de eso, la mujer subió al carro y se puso en pie
sobre mí. Extendió los
brazos y dijo:
—Bienvenida al Vacío. O, en tu caso, bienvenida al infierno.
A la luz del anochecer, vi con claridad sus ojos grises. Los
rasgos fuertes de su
cara me recordaban a alguien, pero no sabía a quién. Me
dolía la cabeza y tenía la
mente abotargada. Intenté tirar de una hebra de poder, pero
sólo encontré aire
muerto. Nada.
Una sonrisa de petulancia se dibujó en los labios de aquella
mujer.
—Este es uno de los pocos lugares de Sitia en los que hay un
agujero en el
manto de poder. Y si no hay poder, no hay magia.
—¿Dónde estamos? —pregunté, con la voz ronca.
—En la Llanura Daviian.
—¿Quién eres?
—¿Aún no lo sabes? —me dijo con una mirada de cólera.
Aquella expresión de rabia me estimuló la memoria. Mogkan.
El mago que me
había secuestrado y había intentado robarme el alma. En
sitia se le conocía como
Kangom.
—Kangom merecía morir —dije.
La mujer se congestionó de furia. Me clavó el cuchillo en el
antebrazo derecho y
lo sacó rápidamente. Yo sentí una explosión de dolor y
grité.
—¿Quién soy? —me preguntó.
Me ardía el brazo, pero yo la miré a los ojos.
—Eres la hermana de Kangom.
Ella asintió.
—Me llamo Alea Daviian.
Aquél no era ninguno de los nombres de los clanes.
Ella entendió mi confusión:
—Antes era una Sandseed —dijo, escupiendo el nombre—. Están
atrapados en
el pasado. Nosotros somos más poderosos que el resto de
Sitia, pero los Sandseed se
contentan con vagar por las llanuras, soñar y tejer historias.
Mi hermano tuvo una
visión sobre cómo dominar Sitia.
—Pero él estaba ayudando a Brazell a conquistar Ixia —dije
yo, sin entender
aquella lógica.
—Era el primer paso. Tomar el control de los ejércitos del
norte, y después
atacar Sitia. Pero tú lo echaste todo a perder, ¿no?
—En aquel momento me pareció buena idea.
Alea me hizo un corte en el brazo izquierdo, desde el hombro
hasta la muñeca.
—Vas a aprender a lamentar esa decisión antes de que te
corte el cuello, como
tú hiciste con mi hermano.
El dolor era casi insoportable en ambos brazos, pero más que
nada, sentí una
extraña irritación por que aquella mujer hubiera estropeado
la camisa especial de
Valek. Alea levantó de nuevo el cuchillo y lo dirigió hacia
mi cara. Yo pensé con
rapidez.
—¿Vives en la llanura? —le pregunté.
—Sí. Nos separamos de los Sandseed y constituimos un nuevo
clan. Los
Daviian conquistarán Sitia. No tendremos que robar más para
sobrevivir.
—¿Cómo?
—Otro miembro de nuestro clan está en la búsqueda del poder.
Cuando
complete el ritual, será más poderoso que los cuatro Magos
Maestros juntos.
—¿Fuiste tú quien mató a Tula?
—No. Mi primo tuvo ese placer.
Alea tenía parentesco con Ferde. Él debía de ser quien
estaba llevando a cabo la
búsqueda. ¿A quién habría seleccionado para el ritual
definitivo? Podría ser
cualquier muchacha que tuviera poderes mágicos. Y él podría
estar en cualquier
sitio. Y sólo nos quedaban dos días para encontrarlo.
Yo tiré de las cuerdas, con la repentina necesidad de
moverme.
Alea sonrió con satisfacción.
—No te preocupes. No estarás aquí para la limpieza de Sitia.
Sin embargo,
estarás aquí un poco más —dijo. Sacó su aguja y me la clavó
en el corte del brazo. Yo
grité.
—No quiero malgastar tu sangre en este carro. Tenemos un
marco especial,
donde te colocaré y podré recoger tu vida roja, para usarla
en algo útil —me explicó.
Después, saltó al suelo.
El curare comenzó a mitigar el dolor de mis brazos, pero no
me adormeció el
resto del cuerpo. El antídoto de Esau debía de estar
haciendo efecto. La presencia del
Vacío significaba que yo no tenía que preocuparme por estar
expuesta a influencias
mágicas. Sin embargo, al estar atada y desarmada, no sabía
si mi cuerpo estaría en
condiciones para luchar contra Alea.
Si buscaba mi mochila, Alea se daría cuenta de que podía
moverme. Así pues,
apreté los dientes para que no me castañetearan a causa del
frío y me obligué a
permanecer quieta.
Oí un golpe, y el carro se inclinó. Mis pies apuntaron hacia
el suelo, y mi cabeza
se elevó. Desde aquel nuevo ángulo, vi un marco de madera a
unos cuantos metros.
Estaba hecho de gruesas vigas, y en la parte superior tenía
colgados grilletes y
cadenas. Bajo la estructura había una palangana grande. Supuse
que la víctima de
aquel artefacto de tortura sería situada sobre aquel
recipiente.
Alea se acercó a mí.
—¿Te sientes mejor? —me preguntó—. Vamos a asegurarnos.
Me hundió la punta del cuchillo en el muslo. Yo me concentré
tanto en no
reaccionar, que tardé un momento en darme cuenta de que la
cuchillada no me había
causado dolor. El cuchillo había tocado en el mango de mi
navaja, que aún llevaba
atada al muslo.
—Tu ropa es extraña —dijo Alea—. Es muy gruesa, y resiste mi
cuchillo. Te la
quitaré y la conservaré. Será un buen recuerdo del tiempo
que pasemos juntas.
Ella se acercó al marco y agarró los grilletes. Tiró de
ellos y la cadena se alargó,
permitiéndola acercarse de nuevo a mí. Alea abrió los
grilletes.
Mi oportunidad de actuar estaba cerca. Ella se agachó y
cortó con el cuchillo la
cuerda con la que me había atado el brazo derecho al carro.
Yo lo dejé caer como si
fuera un peso muerto. Entonces, Alea se guardó el cuchillo
en el cinturón y se inclinó
para tomar uno de los grilletes y aprisionarme el brazo. En
aquel momento, yo me
saqué la navaja de la correa del muslo y la abrí. Alea
apenas tuvo tiempo de
reaccionar y sacar su cuchillo. Antes de que pudiera
retirarse, le clavé la navaja en el
abdomen. Ella dirigió su arma hacia mi corazón, pero se tambaleó
un poco antes de
clavármelo y me lo hundió en el estómago. Alea se cayó al
suelo.
Yo intenté respirar, intenté no desmayarme. El dolor me
atenazaba las entrañas
como un cepo.
Alea se sacó mi navaja del vientre y la tiró. Se arrastró
hasta su capa y sacó un
frasquito de líquido de uno de los bolsillos. Lo abrió,
hundió el dedo en el líquido y
después se lo pasó por la herida. Curare.
Se levantó y se acercó, con paso vacilante, a mí. Me observó
en silencio. El
curare que ella había estado debía de estar diluido, porque
le permitía moverse.
—Si te sacas el cuchillo del estómago para liberarte, te
desangrarás y morirás —
dijo con satisfacción—. Si te lo dejas dentro, morirás
también. De cualquier modo,
estás en mitad de la nada. Nadie podrá ayudarte, y no podrás
usar la magia para
curarte. No era exactamente lo que yo había planeado, pero
el resultado será el
mismo.
—¿Y tu problema? —le pregunté yo, jadeando.
—Tengo mi caballo, y mi gente está muy cerca. Nuestro
sanador me curará, y
yo volveré a tiempo para presenciar tus momentos finales
—dijo.
Con dificultad, caminó hasta el carro y subió. Chasqueó la
lengua para que el
caballo se pusiera en marcha, y desapareció.
A medida que mi visión se desenfocaba, tuve que darle la
razón a Alea. Mi
posición no había mejorado, pero al menos no le había
permitido disfrutar del placer
de torturarme. El dolor intenso que sentía no me permitía
concentrarme. ¿Debía
sacar el cuchillo, o dejarlo en mi estómago?
Pasó el tiempo, y yo perdí y recuperé el conocimiento varias
veces. Me desperté
al oír el galope de un caballo. Aún no había tomado una
decisión, y Alea ya había
vuelto.
Cerré los ojos para no ver su expresión de suficiencia;
entonces oí un relincho.
Aquel sonido calmó mi dolor como si me hubieran administrado
una dosis de curare.
Abrí los ojos y vi la cara de Kiki.
Mi situación era mejor, aunque no sabía si podría
comunicarme con ella.
—Cuchillo —dije en voz alta—. Dame el cuchillo —le pedí, y
miré a la navaja,
que estaba en el suelo.
Ella bajó la cabeza en la dirección correcta. Después caminó
hacia la navaja y la
recogió con los dientes. Era muy lista.
Yo extendí mi mano libre, y ella me entregó el arma.
—Kiki, si esto sale bien —le dije—, te daré todas las
manzanas y las pastillas de
menta que quieras.
Cuando corté la cuerda de mi brazo izquierdo, sentí una
oleada de dolor muy
intensa. Caí al suelo, pero tuve los reflejos suficientes de
parar la caída con las manos
y las rodillas para evitar que el cuchillo se me hundiera
más en el estómago. Después
de una eternidad, fui capaz de volverme y cortar las cuerdas
de mis tobillos.
Probablemente me habría quedado tirada en el suelo,
inconsciente, de no ser
porque Kiki me empujó la cara con la nariz y resopló. Yo
miré hacia arriba y pensé
que su lomo era tan inalcanzable como las nubes del cielo.
Kiki se alejó y me trajo la mochila. Chica lista. Yo la abrí
y encontré el curare
que había olvidado. Había planeado usar aquella droga contra
Ferde, y había tomado
uno de los frascos de Esau. Me froté un poco contra la
herida. La droga mitigó mi
dolor. Con un suspiro de alivio, intenté sentarme. Tenía los
brazos y las piernas
entumecidos y pesados, pero se movían. El theobroma que
tenía en el cuerpo evitó
que el curare me congelara los músculos. Me puse la mochila
y, con un esfuerzo
sobrehumano, me puse en pie.
Kiki dobló las patas delanteras para que yo me subiera a su
lomo. Relinchó con
impaciencia; yo me agarré a sus crines y subí una pierna por
su espalda. Ella se
incorporó y comenzó a cabalgar con suavidad.
Yo sentí el instante en el que salimos del Vacío. La magia
me rodeó como el
agua de una laguna, y pronto me ahogué entre tanta
corriente. Era un efecto adverso
del theobroma: abría mi mente a todas las influencias
mágicas. Al entrar en la Meseta
Avibian, los hechizos defensivos de los Sandseed me
asaltaron. Incapaz de bloquear
tanta magia, caí al suelo.
Sueños raros, imágenes y colores se adueñaron de mi mente.
Kiki me hablaba
con la voz de Irys. Valek tenía una soga al cuello, y los
brazos atados a la espalda. Ari
y Janeo estaban junto a una hoguera en un claro del bosque,
inseguros y alarmados.
Nunca antes se habían perdido. Mi madre se agarraba a las
ramas superiores de un
árbol, sacudida por una salvaje tormenta. El olor del curare
me llenaba la nariz, y
notaba el sabor del theobroma en toda la boca.
El cuchillo de Alea se me había hundido más en el cuerpo al
caer. En mi mente,
vi los músculos rasgados y el corte que tenía en el
estómago, que sangraba entre los
ácidos. Sin embargo, no podía utilizar mi magia para
curarme.
El pensamiento de Valek me alcanzó. Se defendía con los pies
de los soldados
que lo rodeaban, pero alguien tiró de la soga y la apretó
contra su cuello.
Tenía el corazón encogido.
«Lo siento, mi amor. No creo que vayamos a conseguirlo esta
vez».
No hay comentarios:
Publicar un comentario