soldados de su guardia de élite. Algunos precedían a la
caravana, otros marchaban a
su lado. Los soldados también protegían a los sirvientes,
que precedían a los caballos.
El resto de los soldados cerraba el cortejo. Ari y Janco
iban examinando la ruta del
viaje, por lo que llevaban horas de adelanto.
Avanzábamos a paso rápido en el frío aire de la mañana. Yo
me había metido la
mariposa de Valek bajo la camisa y me había sorprendido
tocándola a través de la
tela en varias ocasiones. El regalo provocaba un tumulto en
mis sentimientos.
Cuando creía que ya lo conocía, él volvía a sorprenderme.
Junto con mi mochila, también llevaba un bastón, que
utilizaba como si lo
necesitara para caminar. Algunos de los soldados me miraban
con cierta sospecha,
pero no me importaba. Rand se negaba a mirarme a los ojos.
Miraba hacia delante en
completo silencio. No tardó mucho en quedarse atrás. Su
pierna le impedía mantener
el paso.
Después de detenernos para almorzar, seguimos hasta una hora
antes de la
puesta de sol. El mayor Granten, el oficial al mando de la
expedición, quería montar
el campamento a la luz del día. Unas espaciosas tiendas se
erigieron para el
Comandante y sus consejeros y dos más pequeñas para los sirvientes.
Descubrí que
compartiría mi espacio con una mujer llamada Bria, que hacía
recados y servía a los
consejeros del Comandante.
Me acomodé en la tienda mientras Bria se calentaba al lado
del fuego. Encendí
una pequeña lámpara y saqué el libro sobre símbolos de
guerra que había tomado
prestado de Valek. Después de descifrar el nombre del
sucesor, no había tenido
tiempo de interpretar los símbolos de la navaja que Janco me
había regalado. Cuando
terminé de traducir los seis símbolos, esbocé una sonrisa.
Janco podía resultar muy
irritante, pero, bajo esa apariencia, era un hombre muy
dulce.
Cuando Bria entró en la tienda, guardé rápidamente el libro.
Unos turbadores sueños hicieron que no descansara mucho
aquella noche. Al
alba, me desperté completamente agotada. Con el tiempo que
la procesión tardaba en
comer y reagruparse, además del hecho de que había menos
horas de sol, estimé que
el viaje a la casa de Brazell nos llevaría unos cinco días.
En la segunda noche del viaje, encontré una nota en mi
tienda. Era una cita. A la
tarde siguiente, mientras los soldados montaban el
campamento, yo tenía que seguir
un pequeño sendero que llevaba hacia el norte. El mensaje
iba firmado por Janco.
Examiné cuidadosamente la firma, tratando de recordar si
había visto alguna vez la
caligrafía de Janco. ¿Sería una trampa? ¿Debería ir o
quedarme en el campamento,
donde estaba a salvo? ¿Qué haría Valek en aquella situación
en particular? La
respuesta me ayudó a formar un plan.
Cuando se oyó la señal de que nos deteníamos para pasar la
noche, esperé a que
todo el mundo estuviera ocupado para dejar el claro. Cuando
nadie podía verme, me
quité la capa y me la puse del revés. Antes de marcharnos
del castillo, le había
pedido a Dilana que me diera tela gris, que había cosido al
forro de mi capa por si
tenía que escapar y ocultarme en el paisaje invernal.
Esperaba que aquel improvisado
camuflaje me ayudara a ocultar mi presencia cuando me
acercara al lugar de la
reunión.
Me até el bastón a la espalda y me coloqué la navaja en el
muslo derecho.
Entonces, agarré mi cuerda y mi gancho. Encontré el sendero
del norte. En vez de ir
andando por él, busqué un árbol adecuado y enganché mi
cuerda entre las ramas. Lo
primero que me preocupó fue el ruido que podría hacer al
moverme entre las ramas,
pero muy pronto descubrí que los árboles sin hojas sólo
crujían levemente bajo mi
peso.
Cuando me acerqué al lugar, vi a un hombre alto, de cabello
oscuro. Parecía
inquieto y agitado. Era demasiado delgado para ser Janco.
Entonces, se dio la vuelta.
Era Rand.
¿Qué estaba haciendo allí? Rodeé el claro. Al descubrir que
no había amenaza
alguna entre los árboles, bajé al sendero, aunque dejé la
cuerda colgando del árbol.
Por último, escondí mi mochila en el tronco de un árbol.
—Maldita sea —dijo Rand—. Creía que no ibas a venir —añadió.
Su agotado
rostro mostraba profundas ojeras.
—Y yo creía que Janco era el que iba a estar aquí.
—Quería explicártelo, pero ya no hay tiempo, Yelena —afirmó,
mirándome
fijamente a los ojos—. ¡Es una trampa! ¡Corre!
—¿Cuántos? ¿Dónde? —pregunté, sacándome el bastón de la
espalda.
—Star y dos gorilas. Están muy cerca. Se suponía que guiarte
hasta aquí me
reportaría la cancelación de mi deuda —susurró Rand con
lágrimas en los ojos.
—Pues has hecho un buen trabajo —le espeté—. Veo que has
cumplido con tu
cometido.
—No —gritó—. No puedo hacerlo. Corre, maldita seas, corre...
¡No!
Rand me apartó hacia un lado. Algo me pasó silbando al lado
de la oreja
mientras caía al suelo. Rand cayó a mi lado, con una flecha
clavada en el corazón. La
sangre manaba abundantemente y empapaba la camisa blanca de
su uniforme.
—Corre —susurró—. Corre...
—No, Rand. Estoy cansada de correr.
—Perdóname, por favor —suplicó, agarrándome la mano.
—Estás perdonado.
Suspiró una vez y entonces dejó de respirar. El brillo de
sus ojos se apagó. Le
cubrí la cabeza con su capucha.
—Levántate —me ordenó la voz de un hombre.
Apoyándome en mi bastón, obedecí. Suavemente, empecé a
frotar la madera,
encontrando rápidamente mi zona de concentración.
—La zona está controlada, capitana —dijo el hombre gritando
hacia el bosque
—. Tú no te muevas —añadió, refiriéndose a mí, mientras me
apuntaba con su arma
al pecho.
Se oyeron pasos. El hombre apartó los ojos de mí para buscar
a sus compañeros.
Yo ataqué.
Le di el primer golpe en los antebrazos. La ballesta se le
cayó de las manos y se
disparó hacia el bosque. El segundo golpe aterrizó en la
parte posterior de las
rodillas, lo que le hizo caer de bruces al suelo.
Desde allí, me miró con una expresión atónita en el rostro.
Antes de que pudiera reaccionar, le golpeé en el cuello,
aplastándole la tráquea.
Cuando miré por encima del hombro, vi que Star y otro hombre
se acercaban
rápidamente al claro. Star empezó a gritar. Su gorila sacó
la espada. Yo eché a correr
por el sendero. Los pesados pasos del hombre resonaban a mis
espaldas. Cuando
alcancé la cuerda, arrojé el bastón al bosque y me subí al
árbol. La espada del hombre
me rozó las piernas. El filo me cortó la tela de los
pantalones y el tacto frío del acero
me animó a subir más aprisa.
Mientras me subía al siguiente árbol, lanzó una maldición.
Yo me movía con
rapidez por las copas de los árboles. Cuando el sonido de
sus pasos quedó atrás,
encontré un lugar en el que esconderme. Me envolví en mi
capa y esperé.
El gorila no tardó en aparecer. No lejos de donde yo estaba,
se detuvo para
escuchar y para examinar las copas de los árboles. Los
latidos del corazón se me
aceleraron.
Cuando noté que estaba debajo de mí, tiré la capa y me
lancé, golpeándole la
espalda con los pies. Caímos al suelo. Yo me puse de pie
antes de que él pudiera
recuperarse, entonces, le quité la espada de las manos con
una patada, pero él se
mostró más rápido de lo que yo había anticipado. Me agarró
por el tobillo y me hizo
caer al suelo.
Antes de que yo pudiera reaccionar, sentí su peso encima y
sus manos
alrededor del cuello. Mientras me golpeaba la cabeza contra
el suelo musitó:
—¡Esto es por darme problemas!
Entonces, empezó a apretarme la garganta con los pulgares.
Yo empecé a tirarle de los brazos, tratando de apartarlos.
Entonces, recordé mi
navaja. Rebusqué en el bolsillo mientras la vista se me
empezaba poner borrosa. En
ese momento, noté el suave tacto de la madera. Agarré con
fuerza el mango, saqué la
navaja y apreté el botón.
El sonido de la hoja provocó miedo en los ojos del hombre.
Antes de que
pudiera reaccionar, le hundí la navaja en el estómago. Con
un gruñido, él incrementó
la presión que me estaba aplicando a la garganta. La sangre
me corrió por los brazos,
mojándome la camisa. A pesar de la asfixia que tenía,
levanté la navaja y probé otra
vez. En esta ocasión, apunté directamente al corazón. El
hombre se desmoronó hacia
delante y murió.
Con un gran esfuerzo, me aparté el cadáver de encima. Me
sentía como presa
de un sueño. Limpié la navaja en la tierra, encontré mi
bastón y fui en busca de Star.
Dos hombres. Acababa de matar a dos hombres. Ni siquiera
había dudado. El
miedo y la rabia se me instalaron en el pecho, rodeándome el
corazón de una capa de
hielo.
Star no había ido muy lejos. Estaba esperando en el claro.
Su rojo cabello
destacaba sobre el fondo gris del bosque. Muy pronto caería
la noche.
Al verme, lanzó un pequeño sonido de sorpresa. Entonces, se
fijó en la sangre
que yo tenía en la camisa. Cuando vio que yo no estaba
herida, miró a su alrededor
buscando a su gorila.
—Está muerto —le dije.
Star palideció enseguida.
—Podemos solucionar todo esto —suplicó.
—No, no podemos. Si te dejo marchar, regresarás con más
hombres. Si te llevo a
presencia del Comandante, tendría que responder por la
muerte de tus gorilas. No
me queda opción.
Di un paso hacia ella. Tenía el cuerpo paralizado por el
miedo. Había matado a
los otros en defensa propia. Matar premeditadamente sería
más difícil.
—¡Yelena, para!
Me di la vuelta para ver quién me había llamado. Uno de los
soldados del
Comandante se acercaba con la espada en la mano.
Debió de darse cuenta de que yo estaba lista para presentar
batalla porque se
detuvo y envainó su espada. Entonces, se quitó el
pasamontañas de lana que le
cubría la cabeza y dejó suelto su cabello negro.
—Pensé que tenías órdenes de quedarte en el castillo —le
dije a Valek—. ¿No te
supondrá eso un consejo de guerra?
—Y yo que creía que tus días de matar habían terminado
—replicó él,
examinando el cadáver del gorila de Star—. A ver qué te
parece esto. Si tú no dices
nada, yo tampoco. Así los dos podremos evitar la soga.
¿Trato hecho?
—¿Y ella?
—Hay una orden de arresto a su nombre. ¿Pensaste en algún
momento llevarla
ante el Comandante?
—No.
—¿Por qué no? El asesinato no es la única solución a un
problema. ¿Ha sido ésa
siempre tu manera?
—¡Mi manera! Perdona, señor Asesino, que me ría. Voy a
recordar mis lecciones
de historia sobre cómo terminar con un monarca tiránico
matándolo a
él y a su familia.
Valek me lanzó una peligrosa mirada. Entonces, decidí
cambiar de táctica.
—Basé mis acciones en lo que creía que tú harías si eras
objeto de una
emboscada.
Valek consideró mis palabras en silencio durante una
incómoda porción de
tiempo. Star parecía horroriza con nuestra discusión. No
dejaba de mirar a su
alrededor, como si estuviera pensando escapar.
—No me conoces en absoluto —dijo Valek.
—Piénsalo, Valek. Si la llevo al Comandante y le explico los
detalles, ¿qué me
ocurriría a mí?
La expresión del rostro de Valek me sirvió como respuesta.
—En ese caso, ha sido una suerte para las dos que llegara yo
—comentó.
En el momento en el que Star echaba a correr, Valek lanzó un
extraño silbido.
La mujer echó a correr por el camino. Yo traté de seguirla,
pero Valek me dijo que
esperara. Dos formas se materializaron entre los árboles, a
ambos lados del camino.
Agarraron a Star. La mujer gritó de sorpresa.
—Llevadla al castillo —ordenó Valek—. Ya me ocuparé de ella
cuando regrese.
Y enviad a alguien que recoja todo esto. No quiero que nadie
se encuentre con esto.
Inmediatamente, los hombres empezaron a llevarse a Star.
—Esperad —dijo —. Tengo información. Si me soltáis, os diré
quién planeó
estropear el tratado de comercio con Sitia.
—No te molestes —le espetó Valek—. Me lo vas a decir de
todos modos. Sin
embargo, si quieres revelar el nombre de tu patrón ahora
mismo, nos podremos
saltar un interrogatorio mucho más doloroso más tarde, pero
te advierto que mentir
sólo empeoraría tu situación.
—Kangom —dijo, muy a su pesar—. Llevaba un uniforme de
soldado del DM-
8.
—El general Dinno —dijo Valek, sin sorpresa.
—Describe a ese Kangom —le ordené, sabiendo que era el otro
nombre del
consejero Mogkan. No obstante, no podía decirle a Valek cómo
había descubierto
esta información.
—Alto, con cabello largo y negro, recogido en una trenza. Un
canalla arrogante.
Casi lo eché a patadas, pero me mostró un montón de dinero
que no pude rechazar.
—¿Algo más? —preguntó Valek.
Star negó con la cabeza. Valek chascó los dedos y los dos
hombres se la
llevaron.
—¿Podría ser Mogkan?
—¿Mogkan? No. Brazell estaba muy contento con lo de la
visita de la
delegación. ¿Por qué iba a querer poner en peligro el
tratado? No tiene sentido. Por
otro lado, Dinno se mostró furioso con el Comandante.
Probablemente envió a uno
de sus hombres para contratar a Star.
Traté de encontrar una razón por la que Mogkan quisiera
poder en peligro el
tratado con Sitia, pero no hallé ninguna. Me pregunté cómo
podría convencer a
Valek de que Mogkan había contratado a Star.
Empecé a temblar. La sangre me empapaba el uniforme y las
manos. Me sequé
éstas en los pantalones y me puse a buscar mi capa. Sin
embargo, antes de que
pudiera ponérmela, Valek me dijo:
—Es mejor que dejes esas ropas aquí. Se montaría un buen lío
si te presentaras a
cenar cubierta de sangre.
Retiré mi mochila de donde la había guardado y, mientras
Valek no miraba, me
puse un uniforme limpio. Entonces, nos dirigimos al
campamento.
—Por cierto, muy bien —me dijo—. Vi la pelea. No estaba lo
suficientemente
cerca como para poder ayudarte, pero te defendiste bien. ¿Quién
te dio la navaja?
—La compré con el dinero de Star —respondí. En parte, era
verdad. No quería
meter a Janco en un lío.
—Muy apropiado.
Cuando llegamos, Valek se mezcló con los soldados mientras
yo me dirigía
rápidamente a la tienda del Comandante para probar su
comida.
Aquella noche, mientras estaba sentada junto al fuego del
campamento, empecé
a reaccionar ante lo ocurrido aquella tarde. Sentí una
inmensa pena por Rand y la
melancolía se apoderó de mí. Tal vez sería mejor que me
marchara al sur y dejar que
Valek se ocupara del Comandante y de Brazell... Las dudas me
asaltaron de repente.
¿Estaría alguien influenciándome para que tuviera esos
pensamientos? Erigí mi
muralla de protección y conseguí disipar algunas dudas, pero
no todas.
La desaparición de Rand no se descubrió hasta la mañana
siguiente. El mayor
Granten, que creía que se había escapado, mandó una pequeña
partida para buscarlo
mientras los demás nos íbamos adentrando en el distrito de
Brazell.
El resto del viaje transcurrió sin incidentes, a excepción
del turbador hecho de
que, cuanto más nos acercábamos a la casa, más ausente
parecía el Comandante.
Había dejado de dar órdenes o de mostrar interés por lo que
le rodeaba. La chispa
inteligente y letal que adornaba su mirada iba
desapareciendo con cada paso.
Por el contrario, yo me sentía cada vez peor. A medida que
avanzábamos, me
convencía más de que había sido un profundo error. Cuando el
pánico se apoderaba
de mí, me refugiaba tras mi muro de protección y me centraba
en mis pensamientos
de supervivencia.
A una hora de camino de la casa de Brazell, el rico aroma
del Criollo flotaba casi
palpablemente en el aire. Como precaución, yo me deslicé en
el bosque y, tras tomar
sólo lo imprescindible, escondí mi mochila y el bastón en un
árbol.
Cuando por fin llegamos a la casa, los soldados exhalaron un
suspiro de alivio.
Ya habían entregado sano y salvo al Comandante. A partir de
entonces, podrían
descansar en los barracones hasta que llegara el momento de
volver a casa. Por el
contrario, mis sentimientos eran completamente opuestos.
Mientras seguía al
Comandante y a sus consejeros al despacho de Brazell, me iba
costando más respirar.
Al entrar, Brazell nos recibió con una enorme sonrisa.
Mogkan lo acompañaba.
Coloqué en su lugar mi escudo mental y permanecí cerca de la
puerta.
—Caballeros, deben de estar muy cansados —dijo Brazell,
refiriéndose a los
consejeros del Comandante—. Mi ama de llaves los conducirá a
sus aposentos.
Mientras los consejeros se marchaban, traté de marcharme con
ellos, pero
Mogkan me agarró por el brazo.
—Todavía no —me dijo—. Para ti tenemos planes especiales.
Alarmada, miré al Comandante. Carecía por completo de
expresión. Tenía la
mirada perdida en la distancia. Era como una marioneta esperando
que su dueño
tirara de los hilos.
—¿Y ahora qué? —le preguntó Brazell a Mogkan.
—Disimularemos durante unos días. Lo llevaremos a ver la
fábrica, tal y como
estaba planeado. Mantendremos contentos a sus consejeros.
Cuando todo el mundo
esté enganchado, no tendremos que fingir más.
—¿Y ella? —preguntó Brazell con satisfacción. Yo me centré
en la imagen de mi
muro de ladrillos.
—Yelena —comentó Mogkan—. Has aprendido un truco nuevo.
Ladrillo rojo,
qué vulgar. Sin embargo… —Escuché un ruido, como el que
puede hacer la piedra
frotándose contra la piedra.
—Hay puntos débiles aquí y aquí —dijo, señalando en el
aire—. Y creo que esté
ladrillo está suelto...
El mortero empezó a desmoronarse. Aparecieron pequeños
agujeros en mi
pared mental.
—Cuando tenga un momento, haré pedazos tus defensas
—prometió Mogkan.
—¿Por qué perder el tiempo? —preguntó Brazell, sacando la
espada—. La
quiero muerta. Ahora mismo.
—Quieto —le ordenó Mogkan—. La necesitamos para tener a
Valek a raya.
—Pero si tenemos al Comandante...
—Es demasiado evidente. Hay que considerar a otros siete
generales. Si
matamos al Comandante mientras esté aquí, sospecharán. Jamás
te convertirías en su
sucesor. Valek lo sabe, por lo que no nos servirá amenazar
al Comandante. Sin
embargo, ¿quién se preocupa por una catadora de comida?
Nadie menos Valek. Si
ella muere aquí, los generales creerán que está justificado.
Mogkan se inclinó sobre el Comandante y le susurró al oído.
El Comandante
abrió su maletín, sacó una petaca y se la entregó a Mogkan.
Mi antídoto.
—Desde ahora, tendrás que venir a mí para que te dé tu
antídoto —dijo
Mogkan, sonriendo.
Antes de que yo pudiera reaccionar, alguien llamó a la puerta.
Entraron dos
soldados sin pedir permiso.
—Estos son tus escoltas, Yelena. Se ocuparán bien de ti
—comentó. Entonces, se
volvió a los soldados—. No necesita que le deis un paseo
para que lo conozca todo.
Nuestra infame Yelena ha vuelto a casa.
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