miércoles, 7 de agosto de 2013

Capítulo 28

El séquito de viaje del Comandante Ambrose consistía de casi cincuenta
soldados de su guardia de élite. Algunos precedían a la caravana, otros marchaban a
su lado. Los soldados también protegían a los sirvientes, que precedían a los caballos.
El resto de los soldados cerraba el cortejo. Ari y Janco iban examinando la ruta del
viaje, por lo que llevaban horas de adelanto.
Avanzábamos a paso rápido en el frío aire de la mañana. Yo me había metido la
mariposa de Valek bajo la camisa y me había sorprendido tocándola a través de la
tela en varias ocasiones. El regalo provocaba un tumulto en mis sentimientos.
Cuando creía que ya lo conocía, él volvía a sorprenderme.
Junto con mi mochila, también llevaba un bastón, que utilizaba como si lo
necesitara para caminar. Algunos de los soldados me miraban con cierta sospecha,
pero no me importaba. Rand se negaba a mirarme a los ojos. Miraba hacia delante en
completo silencio. No tardó mucho en quedarse atrás. Su pierna le impedía mantener
el paso.
Después de detenernos para almorzar, seguimos hasta una hora antes de la
puesta de sol. El mayor Granten, el oficial al mando de la expedición, quería montar
el campamento a la luz del día. Unas espaciosas tiendas se erigieron para el
Comandante y sus consejeros y dos más pequeñas para los sirvientes. Descubrí que
compartiría mi espacio con una mujer llamada Bria, que hacía recados y servía a los
consejeros del Comandante.
Me acomodé en la tienda mientras Bria se calentaba al lado del fuego. Encendí
una pequeña lámpara y saqué el libro sobre símbolos de guerra que había tomado
prestado de Valek. Después de descifrar el nombre del sucesor, no había tenido
tiempo de interpretar los símbolos de la navaja que Janco me había regalado. Cuando
terminé de traducir los seis símbolos, esbocé una sonrisa. Janco podía resultar muy
irritante, pero, bajo esa apariencia, era un hombre muy dulce.
Cuando Bria entró en la tienda, guardé rápidamente el libro.
Unos turbadores sueños hicieron que no descansara mucho aquella noche. Al
alba, me desperté completamente agotada. Con el tiempo que la procesión tardaba en
comer y reagruparse, además del hecho de que había menos horas de sol, estimé que
el viaje a la casa de Brazell nos llevaría unos cinco días.
En la segunda noche del viaje, encontré una nota en mi tienda. Era una cita. A la
tarde siguiente, mientras los soldados montaban el campamento, yo tenía que seguir
un pequeño sendero que llevaba hacia el norte. El mensaje iba firmado por Janco.
Examiné cuidadosamente la firma, tratando de recordar si había visto alguna vez la
caligrafía de Janco. ¿Sería una trampa? ¿Debería ir o quedarme en el campamento,
donde estaba a salvo? ¿Qué haría Valek en aquella situación en particular? La
respuesta me ayudó a formar un plan.
Cuando se oyó la señal de que nos deteníamos para pasar la noche, esperé a que
todo el mundo estuviera ocupado para dejar el claro. Cuando nadie podía verme, me
quité la capa y me la puse del revés. Antes de marcharnos del castillo, le había
pedido a Dilana que me diera tela gris, que había cosido al forro de mi capa por si
tenía que escapar y ocultarme en el paisaje invernal. Esperaba que aquel improvisado
camuflaje me ayudara a ocultar mi presencia cuando me acercara al lugar de la
reunión.
Me até el bastón a la espalda y me coloqué la navaja en el muslo derecho.
Entonces, agarré mi cuerda y mi gancho. Encontré el sendero del norte. En vez de ir
andando por él, busqué un árbol adecuado y enganché mi cuerda entre las ramas. Lo
primero que me preocupó fue el ruido que podría hacer al moverme entre las ramas,
pero muy pronto descubrí que los árboles sin hojas sólo crujían levemente bajo mi
peso.
Cuando me acerqué al lugar, vi a un hombre alto, de cabello oscuro. Parecía
inquieto y agitado. Era demasiado delgado para ser Janco. Entonces, se dio la vuelta.
Era Rand.
¿Qué estaba haciendo allí? Rodeé el claro. Al descubrir que no había amenaza
alguna entre los árboles, bajé al sendero, aunque dejé la cuerda colgando del árbol.
Por último, escondí mi mochila en el tronco de un árbol.
—Maldita sea —dijo Rand—. Creía que no ibas a venir —añadió. Su agotado
rostro mostraba profundas ojeras.
—Y yo creía que Janco era el que iba a estar aquí.
—Quería explicártelo, pero ya no hay tiempo, Yelena —afirmó, mirándome
fijamente a los ojos—. ¡Es una trampa! ¡Corre!
—¿Cuántos? ¿Dónde? —pregunté, sacándome el bastón de la espalda.
—Star y dos gorilas. Están muy cerca. Se suponía que guiarte hasta aquí me
reportaría la cancelación de mi deuda —susurró Rand con lágrimas en los ojos.
—Pues has hecho un buen trabajo —le espeté—. Veo que has cumplido con tu
cometido.
—No —gritó—. No puedo hacerlo. Corre, maldita seas, corre... ¡No!
Rand me apartó hacia un lado. Algo me pasó silbando al lado de la oreja
mientras caía al suelo. Rand cayó a mi lado, con una flecha clavada en el corazón. La
sangre manaba abundantemente y empapaba la camisa blanca de su uniforme.
—Corre —susurró—. Corre...
—No, Rand. Estoy cansada de correr.
—Perdóname, por favor —suplicó, agarrándome la mano.
—Estás perdonado.
Suspiró una vez y entonces dejó de respirar. El brillo de sus ojos se apagó. Le
cubrí la cabeza con su capucha.
—Levántate —me ordenó la voz de un hombre.
Apoyándome en mi bastón, obedecí. Suavemente, empecé a frotar la madera,
encontrando rápidamente mi zona de concentración.
—La zona está controlada, capitana —dijo el hombre gritando hacia el bosque
—. Tú no te muevas —añadió, refiriéndose a mí, mientras me apuntaba con su arma
al pecho.
Se oyeron pasos. El hombre apartó los ojos de mí para buscar a sus compañeros.
Yo ataqué.
Le di el primer golpe en los antebrazos. La ballesta se le cayó de las manos y se
disparó hacia el bosque. El segundo golpe aterrizó en la parte posterior de las
rodillas, lo que le hizo caer de bruces al suelo.
Desde allí, me miró con una expresión atónita en el rostro.
Antes de que pudiera reaccionar, le golpeé en el cuello, aplastándole la tráquea.
Cuando miré por encima del hombro, vi que Star y otro hombre se acercaban
rápidamente al claro. Star empezó a gritar. Su gorila sacó la espada. Yo eché a correr
por el sendero. Los pesados pasos del hombre resonaban a mis espaldas. Cuando
alcancé la cuerda, arrojé el bastón al bosque y me subí al árbol. La espada del hombre
me rozó las piernas. El filo me cortó la tela de los pantalones y el tacto frío del acero
me animó a subir más aprisa.
Mientras me subía al siguiente árbol, lanzó una maldición. Yo me movía con
rapidez por las copas de los árboles. Cuando el sonido de sus pasos quedó atrás,
encontré un lugar en el que esconderme. Me envolví en mi capa y esperé.
El gorila no tardó en aparecer. No lejos de donde yo estaba, se detuvo para
escuchar y para examinar las copas de los árboles. Los latidos del corazón se me
aceleraron.
Cuando noté que estaba debajo de mí, tiré la capa y me lancé, golpeándole la
espalda con los pies. Caímos al suelo. Yo me puse de pie antes de que él pudiera
recuperarse, entonces, le quité la espada de las manos con una patada, pero él se
mostró más rápido de lo que yo había anticipado. Me agarró por el tobillo y me hizo
caer al suelo.
Antes de que yo pudiera reaccionar, sentí su peso encima y sus manos
alrededor del cuello. Mientras me golpeaba la cabeza contra el suelo musitó:
—¡Esto es por darme problemas!
Entonces, empezó a apretarme la garganta con los pulgares.
Yo empecé a tirarle de los brazos, tratando de apartarlos. Entonces, recordé mi
navaja. Rebusqué en el bolsillo mientras la vista se me empezaba poner borrosa. En
ese momento, noté el suave tacto de la madera. Agarré con fuerza el mango, saqué la
navaja y apreté el botón.
El sonido de la hoja provocó miedo en los ojos del hombre. Antes de que
pudiera reaccionar, le hundí la navaja en el estómago. Con un gruñido, él incrementó
la presión que me estaba aplicando a la garganta. La sangre me corrió por los brazos,
mojándome la camisa. A pesar de la asfixia que tenía, levanté la navaja y probé otra
vez. En esta ocasión, apunté directamente al corazón. El hombre se desmoronó hacia
delante y murió.
Con un gran esfuerzo, me aparté el cadáver de encima. Me sentía como presa
de un sueño. Limpié la navaja en la tierra, encontré mi bastón y fui en busca de Star.
Dos hombres. Acababa de matar a dos hombres. Ni siquiera había dudado. El
miedo y la rabia se me instalaron en el pecho, rodeándome el corazón de una capa de
hielo.
Star no había ido muy lejos. Estaba esperando en el claro. Su rojo cabello
destacaba sobre el fondo gris del bosque. Muy pronto caería la noche.
Al verme, lanzó un pequeño sonido de sorpresa. Entonces, se fijó en la sangre
que yo tenía en la camisa. Cuando vio que yo no estaba herida, miró a su alrededor
buscando a su gorila.
—Está muerto —le dije.
Star palideció enseguida.
—Podemos solucionar todo esto —suplicó.
—No, no podemos. Si te dejo marchar, regresarás con más hombres. Si te llevo a
presencia del Comandante, tendría que responder por la muerte de tus gorilas. No
me queda opción.
Di un paso hacia ella. Tenía el cuerpo paralizado por el miedo. Había matado a
los otros en defensa propia. Matar premeditadamente sería más difícil.
—¡Yelena, para!
Me di la vuelta para ver quién me había llamado. Uno de los soldados del
Comandante se acercaba con la espada en la mano.
Debió de darse cuenta de que yo estaba lista para presentar batalla porque se
detuvo y envainó su espada. Entonces, se quitó el pasamontañas de lana que le
cubría la cabeza y dejó suelto su cabello negro.
—Pensé que tenías órdenes de quedarte en el castillo —le dije a Valek—. ¿No te
supondrá eso un consejo de guerra?
—Y yo que creía que tus días de matar habían terminado —replicó él,
examinando el cadáver del gorila de Star—. A ver qué te parece esto. Si tú no dices
nada, yo tampoco. Así los dos podremos evitar la soga. ¿Trato hecho?
—¿Y ella?
—Hay una orden de arresto a su nombre. ¿Pensaste en algún momento llevarla
ante el Comandante?
—No.
—¿Por qué no? El asesinato no es la única solución a un problema. ¿Ha sido ésa
siempre tu manera?
—¡Mi manera! Perdona, señor Asesino, que me ría. Voy a recordar mis lecciones
de historia sobre cómo terminar con un monarca tiránico matándolo a
él y a su familia.
Valek me lanzó una peligrosa mirada. Entonces, decidí cambiar de táctica.
—Basé mis acciones en lo que creía que tú harías si eras objeto de una
emboscada.
Valek consideró mis palabras en silencio durante una incómoda porción de
tiempo. Star parecía horroriza con nuestra discusión. No dejaba de mirar a su
alrededor, como si estuviera pensando escapar.
—No me conoces en absoluto —dijo Valek.
—Piénsalo, Valek. Si la llevo al Comandante y le explico los detalles, ¿qué me
ocurriría a mí?
La expresión del rostro de Valek me sirvió como respuesta.
—En ese caso, ha sido una suerte para las dos que llegara yo —comentó.
En el momento en el que Star echaba a correr, Valek lanzó un extraño silbido.
La mujer echó a correr por el camino. Yo traté de seguirla, pero Valek me dijo que
esperara. Dos formas se materializaron entre los árboles, a ambos lados del camino.
Agarraron a Star. La mujer gritó de sorpresa.
—Llevadla al castillo —ordenó Valek—. Ya me ocuparé de ella cuando regrese.
Y enviad a alguien que recoja todo esto. No quiero que nadie se encuentre con esto.
Inmediatamente, los hombres empezaron a llevarse a Star.
—Esperad —dijo —. Tengo información. Si me soltáis, os diré quién planeó
estropear el tratado de comercio con Sitia.
—No te molestes —le espetó Valek—. Me lo vas a decir de todos modos. Sin
embargo, si quieres revelar el nombre de tu patrón ahora mismo, nos podremos
saltar un interrogatorio mucho más doloroso más tarde, pero te advierto que mentir
sólo empeoraría tu situación.
—Kangom —dijo, muy a su pesar—. Llevaba un uniforme de soldado del DM-
8.
—El general Dinno —dijo Valek, sin sorpresa.
—Describe a ese Kangom —le ordené, sabiendo que era el otro nombre del
consejero Mogkan. No obstante, no podía decirle a Valek cómo había descubierto
esta información.
—Alto, con cabello largo y negro, recogido en una trenza. Un canalla arrogante.
Casi lo eché a patadas, pero me mostró un montón de dinero que no pude rechazar.
—¿Algo más? —preguntó Valek.
Star negó con la cabeza. Valek chascó los dedos y los dos hombres se la
llevaron.
—¿Podría ser Mogkan?
—¿Mogkan? No. Brazell estaba muy contento con lo de la visita de la
delegación. ¿Por qué iba a querer poner en peligro el tratado? No tiene sentido. Por
otro lado, Dinno se mostró furioso con el Comandante. Probablemente envió a uno
de sus hombres para contratar a Star.
Traté de encontrar una razón por la que Mogkan quisiera poder en peligro el
tratado con Sitia, pero no hallé ninguna. Me pregunté cómo podría convencer a
Valek de que Mogkan había contratado a Star.
Empecé a temblar. La sangre me empapaba el uniforme y las manos. Me sequé
éstas en los pantalones y me puse a buscar mi capa. Sin embargo, antes de que
pudiera ponérmela, Valek me dijo:
—Es mejor que dejes esas ropas aquí. Se montaría un buen lío si te presentaras a
cenar cubierta de sangre.
Retiré mi mochila de donde la había guardado y, mientras Valek no miraba, me
puse un uniforme limpio. Entonces, nos dirigimos al campamento.
—Por cierto, muy bien —me dijo—. Vi la pelea. No estaba lo suficientemente
cerca como para poder ayudarte, pero te defendiste bien. ¿Quién te dio la navaja?
—La compré con el dinero de Star —respondí. En parte, era verdad. No quería
meter a Janco en un lío.
—Muy apropiado.
Cuando llegamos, Valek se mezcló con los soldados mientras yo me dirigía
rápidamente a la tienda del Comandante para probar su comida.
Aquella noche, mientras estaba sentada junto al fuego del campamento, empecé
a reaccionar ante lo ocurrido aquella tarde. Sentí una inmensa pena por Rand y la
melancolía se apoderó de mí. Tal vez sería mejor que me marchara al sur y dejar que
Valek se ocupara del Comandante y de Brazell... Las dudas me asaltaron de repente.
¿Estaría alguien influenciándome para que tuviera esos pensamientos? Erigí mi
muralla de protección y conseguí disipar algunas dudas, pero no todas.
La desaparición de Rand no se descubrió hasta la mañana siguiente. El mayor
Granten, que creía que se había escapado, mandó una pequeña partida para buscarlo
mientras los demás nos íbamos adentrando en el distrito de Brazell.
El resto del viaje transcurrió sin incidentes, a excepción del turbador hecho de
que, cuanto más nos acercábamos a la casa, más ausente parecía el Comandante.
Había dejado de dar órdenes o de mostrar interés por lo que le rodeaba. La chispa
inteligente y letal que adornaba su mirada iba desapareciendo con cada paso.
Por el contrario, yo me sentía cada vez peor. A medida que avanzábamos, me
convencía más de que había sido un profundo error. Cuando el pánico se apoderaba
de mí, me refugiaba tras mi muro de protección y me centraba en mis pensamientos
de supervivencia.
A una hora de camino de la casa de Brazell, el rico aroma del Criollo flotaba casi
palpablemente en el aire. Como precaución, yo me deslicé en el bosque y, tras tomar
sólo lo imprescindible, escondí mi mochila y el bastón en un árbol.
Cuando por fin llegamos a la casa, los soldados exhalaron un suspiro de alivio.
Ya habían entregado sano y salvo al Comandante. A partir de entonces, podrían
descansar en los barracones hasta que llegara el momento de volver a casa. Por el
contrario, mis sentimientos eran completamente opuestos. Mientras seguía al
Comandante y a sus consejeros al despacho de Brazell, me iba costando más respirar.
Al entrar, Brazell nos recibió con una enorme sonrisa. Mogkan lo acompañaba.
Coloqué en su lugar mi escudo mental y permanecí cerca de la puerta.
—Caballeros, deben de estar muy cansados —dijo Brazell, refiriéndose a los
consejeros del Comandante—. Mi ama de llaves los conducirá a sus aposentos.
Mientras los consejeros se marchaban, traté de marcharme con ellos, pero
Mogkan me agarró por el brazo.
—Todavía no —me dijo—. Para ti tenemos planes especiales.
Alarmada, miré al Comandante. Carecía por completo de expresión. Tenía la
mirada perdida en la distancia. Era como una marioneta esperando que su dueño
tirara de los hilos.
—¿Y ahora qué? —le preguntó Brazell a Mogkan.
—Disimularemos durante unos días. Lo llevaremos a ver la fábrica, tal y como
estaba planeado. Mantendremos contentos a sus consejeros. Cuando todo el mundo
esté enganchado, no tendremos que fingir más.
—¿Y ella? —preguntó Brazell con satisfacción. Yo me centré en la imagen de mi
muro de ladrillos.
—Yelena —comentó Mogkan—. Has aprendido un truco nuevo. Ladrillo rojo,
qué vulgar. Sin embargo… —Escuché un ruido, como el que puede hacer la piedra
frotándose contra la piedra.
—Hay puntos débiles aquí y aquí —dijo, señalando en el aire—. Y creo que esté
ladrillo está suelto...
El mortero empezó a desmoronarse. Aparecieron pequeños agujeros en mi
pared mental.
—Cuando tenga un momento, haré pedazos tus defensas —prometió Mogkan.
—¿Por qué perder el tiempo? —preguntó Brazell, sacando la espada—. La
quiero muerta. Ahora mismo.
—Quieto —le ordenó Mogkan—. La necesitamos para tener a Valek a raya.
—Pero si tenemos al Comandante...
—Es demasiado evidente. Hay que considerar a otros siete generales. Si
matamos al Comandante mientras esté aquí, sospecharán. Jamás te convertirías en su
sucesor. Valek lo sabe, por lo que no nos servirá amenazar al Comandante. Sin
embargo, ¿quién se preocupa por una catadora de comida? Nadie menos Valek. Si
ella muere aquí, los generales creerán que está justificado.
Mogkan se inclinó sobre el Comandante y le susurró al oído. El Comandante
abrió su maletín, sacó una petaca y se la entregó a Mogkan. Mi antídoto.
—Desde ahora, tendrás que venir a mí para que te dé tu antídoto —dijo
Mogkan, sonriendo.
Antes de que yo pudiera reaccionar, alguien llamó a la puerta. Entraron dos
soldados sin pedir permiso.
—Estos son tus escoltas, Yelena. Se ocuparán bien de ti —comentó. Entonces, se
volvió a los soldados—. No necesita que le deis un paseo para que lo conozca todo.
Nuestra infame Yelena ha vuelto a casa.

No hay comentarios:

Publicar un comentario