domingo, 18 de agosto de 2013

percyyyyy


4. TYSON JUEGA CON FUEGO
En cuestión de mitología, hay una cosa que odio aún más que los tríos de viejas damas, son los toros. El verano anterior, había combatido con el Minotauro en la cima de la colina Mestiza. Pero lo que vi allá arriba esta vez era peor; había dos toros, y no toros cualesquiera, sino de bronce y del tamaño de elefantes. Y por si fuera poco, echaban fuego por la boca.
En cuanto nos salimos del taxi, las Hermanas Grises salieron corriendo en dirección a Nueva York, donde la vida debía de ser más tranquila. Ni siquiera esperaron a recibir los tres dracmas de propina. Se limitaron a dejarnos a un lado del camino. Allí estábamos: Annabeth, con sólo su mochila y su cuchillo, y Tyson y yo, todavía con la ropa de gimnasia chamuscada.
“Oh, dioses,” dijo Annabeth observando la batalla, que seguía con furia en la colina.
Lo que más me inquietaba no eran los toros en sí mismos, ni los diez héroes con armadura completa tratando de salvar sus traseros chapados en bronce. Lo que me preocupaba era que les toros corrían por toda la colina, incluso por el otro lado del pino. Aquello no era posible. Los límites mágicos del campamento impedían que los monstruos pasasen más allá del árbol de Thalia. Sin embargo, los toros metálicos lo hacían sin problemas.
Uno de los héroes gritó, “¡Patrulla de frontera, a mí!” Era la voz de una chicaáspera y familiar.
¿Patrulla de frontera?, pensé. En el campamento no había ninguna patrulla de frontera.
“Es Clarisse,” dijo Annabeth. “Venga, tenemos que ayudarla.”
Normalmente, correr en socorro de Clarisse no habría ocupado un lugar muy destacado en mi lista de prioridades; era una de las peores abusonas de todo el campamento. Cuando nos conocimos, trató de introducir mi cabeza en un váter. Además, era hija de Ares, y yo había tenido un grave encontronazo con su padre el verano anterior, de manera que ahora el dios de la guerra y todos sus hijos me odiaban.
Aun así, estaba en problemas. Los guerreros que iban con ella se habían dispersado y corrían aterrorizados ante la embestida de los toros, y varias franjas de hierba alrededor del pino habían empezado a arder. Uno de los héroes gritaba y agitaba los brazos mientras corría en círculo con el penacho de su casco en llamas, como un fogoso Mohawk. La armadura de la propia Clarisse estaba muy chamuscada, y luchaba con el mango roto de una lanza: el otro extremo había quedado incrustado inútilmente en la articulación del hombro de un toro metálico.
Destapé mi bolígrafo y con un temblor empezó a crecer y hacerse más pesado, y en un abrir y cerrar de ojos tuve la espada de bronce Anaklusmos en mis manos. “Tyson, quédate aquí. No quiero que corras más riesgos.”
“¡No!” dijo Annabeth. “Lo necesitamos.”
Yo la miré. “Es un mortal. Tuvo suerte con las bolas de fuego, pero lo que no puede”
“Percy ¿sabes quiénes son ésos de ahí arriba? Son los toros de Cólquide, obra del mismísimo Hefesto; no podemos combatir con ellos sin el Filtro Solar FPS 50,000 de Medea, o acabaremos carbonizados.”
“¿Qué cosa... de Medea?” 25
Annabeth hurgó en su mochila y soltó una maldición. “Tenía un frasco de esencia de coco tropical en la mesilla de noche de mi casa. ¿Por qué no lo habré?”
Hacía tiempo que había aprendido a no hacerle demasiadas preguntas, pues sólo lograba quedar todavía más desconcertado. “Mira, no sé de qué estás hablando, pero no voy a permitir que Tyson acabe frito.”
“Percy...”
“Tyson, mantente alejado.” Alcé mi espada. “Vamos allá.”
Él intentó protestar, pero yo ya estaba corriendo colina arriba, hacia Clarisse, que ordenaba a gritos a su patrulla que se colocara en formación de falange; era una buena idea. Los pocos que la escuchaban se alinearon hombro con hombro y juntaron sus escudos. Formaron un cerco de bronce erizado de lanzas que asomaban por encima como pinchos de puercoespín.
Por desgracia, Clarisse sólo había conseguido reunir a seis campistas; los otros cuatro seguían corriendo con el casco en llamas. Annabeth se apresuró a ayudarlos. Retó a uno de los toros para que la embistiera y luego se volvió invisible, lo cual dejó al monstruo completamente confundido. El otro corría a embestir el cerco defensivo de Clarisse.
Yo estaba aún a mitad de la cuestano lo bastante cerca como para echar una mano. Clarisse ni siquiera me había visto.
El toro corría a una velocidad mortífera pese a su enorme tamaño; su pellejo de metal resplandecía al sol. Tenía rubíes del tamaño de un puño en lugar de ojos y cuernos de plata bruñida, y cuando abría las bisagras de su boca exhalaba una abrasadora columna de llamas.
“¡Mantened la formación!” ordenó Clarisse a sus guerreros.
Algo que podrías decir de Clarisse, era que ella era valiente. Era una chica más bien grandullona, con los ojos crueles de su padre, y parecía haber nacido para llevar la armadura griega de combate. Aun así, yo no veía como se las iba a arreglar para resistir la embestida de aquel toro.
Por si fuera poco, el otro toro se cansó de buscar a Annabeth y, girando sobre sí, se situó a espaldas de Clarisse, dispuesto a embestirla por la retaguardia.
“¡Detrás de ti!” chillé. “¡Cuidado!”
No debería haber dicho nada, porque lo único que conseguí fue sobresaltarla. El toro número uno se estrelló contra su escudo y la falange se rompió; Clarisse salió despedida hacia atrás y aterrizó en una franja de terreno quemada y todavía llena de brasas. Después de tumbarla, el toro bombardeó a los demás héroes con su aliento ardiente y fundió sus escudos, dejándolos sin protección. Ellos arrojaron sus armas y echaron a correr, mientras el toro número dos se dirigía hacia Clarisse para matarla.
Me lancé de un salto y sujeté a Clarisse por las correas de su armadura. Conseguí arrastrarla y sacarla de en medio, justo cuando el toro número dos pasaba como un tren de carga. Le di un mandoble con Riptide y le hice un gran corte en el flanco, pero el monstruo se limitó a chirriar y crujir, y no se detuvo. 26
No me había tocado, aunque percibí el calor de su pellejo metálico; con aquella temperatura corporal habría derretido un helado más deprisa que un microondas.
“¡Suéltame!” Clarisse me aporreaba la mano. “¡Maldito seas, Percy!”
La dejé en un montículo junto al pino y me volví para hacer frente a los toros. Ahora estábamos en la parte interior de la colina y desde allí se dominaba el valle del Campamento Mestizo: las cabañas, los campos de entrenamiento, la Casa Grande; todo aquello corría peligro si nos vencían los toros.
Annabeth ordenó a los demás héroes que se dispersaran y mantuvieran distraídos a aquellos monstruos.
El toro número uno describió un amplio círculo para venir hacia mí. Mientras cruzaba la cima de la colina, donde los límites mágicos deberían haberlo detenido, redujo un poco la velocidad, como si estuviera luchando con un fuerte viento; pero enseguida lo atravesó y continuó acercándose al galope. El toro número dos se volvió también para embestirme; chisporroteaba y arrojaba fuego por el corte que le había hecho en el flanco. Yo no sabía si podía sentir dolor, pero sus ojos de rubí parecían mirarme furiosos, como si se tratara ya de una cuestión personal.
No podía combatir con los dos toros al mismo tiempo, tenía que tumbar primero al número dos y cortarle la cabeza antes de que el número uno me embistiera otra vez. Sentía los brazos cansados y me di cuenta de que hacía mucho que no me ejercitaba en el manejo de Riptide y había perdido mucha práctica.
Me disponía a atacar cuando el toro número dos me lanzó una llamarada; rodé hacia un lado mientras el aire se convertía en una oleada de puro calor y me arrebataba el oxígeno de los pulmones. Tropecé con algo —tal vez una raíz— y sentí dolor en el tobillo; aun así, me las arreglé para lanzar un mandoble con la espada y le corté un trozo del hocico. El monstruo se alejó al galope, enloquecido y ofuscado, pero antes de que pudiese regodearme demasiado, noté que me costaba incorporarme. Lo intenté otra vez y me falló la pierna izquierda; tenía un esguince en el tobillo, o quizá estuviera roto.
El toro número uno arremetió directamente hacia mí, y no había modo de apartarse de su camino, ni siquiera a rastras.
“¡Tyson, ayúdalo!” gritó Annabeth.
No muy lejos, cerca ya de la cima, Tyson gimió, “¡No puedo... pasar!”
“¡Yo, Annabeth Chase, te autorizo a entrar en el Campamento Mestizo!”
Un trueno pareció sacudir la colina y, de repente, apareció Tyson como propulsado por un cañón. “¡Percy necesita ayuda!” gritó.
Antes de poder decirle que no, se interpuso entre el toro y yo justo cuando el monstruo desataba una lluvia de fuego de proporciones nucleares.
“¡Tyson!” chillé.
La explosión se arremolinó a su alrededor como un tornado rojo. Sólo se veía la silueta oscura de su cuerpo, y tuve la horrible certeza de que mi amigo acababa de convertirse en un montón de ceniza. 27
Pero cuando las llamas se extinguieron, Tyson seguía en pie, completamente ileso; ni siquiera sus ropas andrajosas se habían chamuscado. El toro debía de estar tan sorprendido como yo, porque antes de que pudiese soltar una segunda ráfaga, Tyson cerró los puños y empezó a darle mamporros en el hocico. “¡VACA MALA!”
Sus puños abrieron un cráter en el morro de bronce y dos pequeñas columnas de fuego empezaron a salirle por las orejas. Tyson lo golpeó otra vez y el bronce se arrugó bajo su puño como si fuese chapa de aluminio. Ahora la cabeza del toro parecía una marioneta vuelta del revés como un guante.
“¡Abajo!” gritaba Tyson.
El toro se tambaleó y se derrumbó por fin sobre el lomo; sus patas se agitaron en el aire débilmente y su cabeza abollada empezó a humear.
Annabeth se me acercó corriendo para ver cómo estaba.
Yo notaba el tobillo como lleno de ácido, pero ella me dio de beber un poco de néctar olímpico de su cantimplora y enseguida volví a sentirme mejor. En el aire se esparcía un olor a chamusquina que procedía de mí mismo, según descubrí luego: se me había quemado el vello de los brazos.
“¿Y el otro toro?” pregunté.
Ella señaló hacia el pie de la colina. Clarisse se había ocupado de la Vaca Mala número dos. Le había atravesado la pata trasera con una lanza de bronce celestial. Ahora, con el hocico medio destrozado y un corte enorme en el flanco, intentaba moverse a cámara lenta y caminaba en círculo como un caballito de carrusel.
Clarisse se quitó el casco y vino a nuestro encuentro. Un mechón de su grasiento pelo castaño humeaba todavía, pero ella no parecía darse cuenta, “¡Lo has estropeado todo!” me gritó. “¡Lo tenía perfectamente controlado!”
Me quedé demasiado estupefacto para poder responder. Annabeth le soltó entre dientes, “Yo también me alegro de verte, Clarisse.”
“¡Argh!” gruñó ella. “¡No vuelvas a intentar salvarme nunca más!”
“Clarisse,” dijo Annabeth, “tienes a varios campistas heridos.”
Eso pareció devolverla a la realidad; incluso ella se preocupaba por los soldados bajo su mando.
“Vuelvo enseguida,” masculló, y echó a caminar penosamente para evaluar los daños.
Miré a Tyson. “No estás muerto.”
Tyson bajó la mirada, como avergonzado. “Lo siento. Quería ayudar. Te he desobedecido.”
“Es culpa mía,” dijo Annabeth. “No tenía alternativa, debía dejar que Tyson cruzara la línea para salvarte, si no, habrías acabado muerto.”
“¿Dejarle cruzar la línea?” pregunté. “Pero” 28
“Percy,” dijo ella, “¿has observado a Tyson de cerca? Quiero decir, su cara; olvídate de la niebla y míralo de verdad.”
La niebla hace que los humanos vean solamente lo que su cerebro es capaz de procesar, y yo sabía que también podía confundir a los semidioses, pero aun así…
Miré a Tyson a la cara; no era fácil. Siempre me había costado mirarlo directamente, aunque nunca había entendido muy bien por qué. Creía que era porque siempre tenía mantequilla de cacahuete entre sus dientes retorcidos. Me obligué a concentrarme en su enorme narizota bulbosa y luego, un poco más arriba, en sus ojos.
No, no en sus ojos.
En su ojo. Un enorme ojo marrón en mitad de la frente, con espesas pestañas y grandes lagrimones deslizándose por ambas mejillas.
“Tyson,” tartamudeé. “Eres un...”
“Un cíclope,” confirmó Annabeth. “Casi un bebé, por su aspecto. Probablemente por esa razón no podía traspasar la línea mágica con tanta facilidad como los toros. Tyson es uno de los huérfanos sin techo.”
“¿De los qué?”
“Están en casi todas las grandes ciudades,” dijo Annabeth con repugnancia. “Son... errores, Percy. Hijos de los espíritus de la naturaleza y de los dioses; bueno, de un dios en particular, la mayor parte de las veces… Y no siempre salen bien. Nadie los quiere y acaban abandonados; enloquecen poco a poco en las calles. No sé cómo te habrás encontrado con éste, pero es evidente que le caes bien. Debemos llevarlo ante Chiron para que él decida qué hacer.”
“Pero el fuego... ¿Cómo?”
“Es un cíclope.” Annabeth hizo una pausa, como si estuviese recordando algo desagradable. “Y los cíclopes trabajan en las fraguas de los dioses; son inmunes al fuego. Eso es lo que intentaba explicarte.”
Yo estaba completamente estupefacto. ¿Cómo era posible que no me hubiera dado cuenta?
Pero no tuve mucho tiempo para pensar en ello. La ladera de la colina seguía ardiendo y los heridos requerían atención. Y aún había dos toros de bronce escacharrados de los que había que deshacerse y que, mucho me temía, no cabrían en nuestros contenedores de reciclaje.
Clarisse regresó y se limpió el hollín de la frente. “Jackson, si puedes sostenerte, ponte de pie. Tenemos que llevar los heridos a la Casa Grande e informar a Tántalo de lo ocurrido.”
“¿Tántalo?”
“El director de actividades,” aclaró Clarisse con impaciencia.
“El director de actividades es Chiron. Además, ¿dónde está Argos? Él es el jefe de seguridad. Debería estar aquí.” 29
Clarisse puso cara avinagrada. “Argos fue despedido. Habéis estado demasiado tiempo fuera, vosotros dos. Las cosas han cambiado.”
“Pero Chiron... Él lleva más de tres mil años enseñando a los chicos a combatir con monstruos; no puede haberse ido así, sin más. ¿Qué ha pasado?”
“Eso ha pasado,” espetó Clarisse.
Ella señaló el árbol de Thalia.
Todos los campistas conocían la historia de aquel árbol. Tres años atrás, Grover, Annabeth y otros dos semidioses llamados Thalia y Luke habían llegado al Campamento Mestizo perseguidos por un auténtico ejército de monstruos. Cuando los acorralaron finalmente en la cima de la colina, Thalia, una hija de Zeus, había decidido hacerles frente allí mismo para dar tiempo a que sus amigos se pusieran a salvo. Su padre, Zeus, al ver que iba a morir, se apiadó de ella y la convirtió en un pino. Su espíritu había reforzado los límites mágicos del campamento, protegiéndolo contra los monstruos, y el pino había permanecido allí desde entonces, lleno de salud y vigor.
Pero ahora sus agujas se habían vuelto amarillas; había un enorme montón esparcido en torno a la base del árbol. En el centro del tronco, a un metro de altura, se veía una marca del tamaño de un orificio de bala de donde rezumaba savia verde.
Fue como si un puñal de hielo me atravesara el pecho. Ahora comprendía por qué se hallaba en peligro el campamento: las fronteras mágicas habían empezado a fallar porque el árbol de Thalia se estaba muriendo.
Alguien lo había envenenado. 30
5. ME ASIGNAN UN NUEVO COMPAÑERO DE CABAÑA
¿Alguna vez has llegado a casa y te has encontrado tu habitación hecha un lío? ¿Acaso algún alma caritativa (hola mamá) ha intentado “limpiarla” y, de repente, ya no logras encontrar nada? E incluso si no falta nada, ¿no has tenido la inquietante sensación de que alguien había estado husmeando entre tus pertenencias y sacándole el polvo a todo con cera abrillantadora de limón?
Así es como me sentí al ver el Campamento Mestizo de nuevo.
A primera vista, las cosas no parecían tan diferentes. La Casa Grande seguía en su sitio, con su tejado azul a dos aguas y su galería cubierta alrededor; los campos de fresas seguían tostándose al sol. Los mismos edificios griegos con sus blancas columnas continuaban diseminados por el valleel anfiteatro, el ruedo de arena y el pabellón del comedor, desde donde se denominaba el estuario de Long Island Sound. Y acurrucadas entre los bosques y el arroyo, las cabañas de siempreun estrafalario conjunto de doce edificios, cada uno de los cuales representaba un dios del Olimpo.
Pero ahora el peligro estaba en el aire y podías percibir que algo iba mal; en vez de jugar al voleibol en la arena, los consejeros y los sátiros estaban almacenando armas en el cobertizo de las herramientas. En el lindero del bosque había ninfas armadas con arcos y flechas charlando inquietas, y el bosque mismo tenía un aspecto enfermizo, la hierba del prado se había vuelto de un pálido amarillo y las marcas de fuego en la ladera de la colina resaltaban como feas cicatrices.
Alguien había desbaratando mi lugar preferido de este mundo, y no me sentía… bueno, un campista feliz.
Mientras nos encaminábamos a la Casa Grande, reconocí a un montón de chavales del verano pasado, pero nadie se detuvo para charlar. Nadie me dio la bienvenida. Algunos reaccionaron al ver a Tyson, pero la mayoría pasó de largo con aire sombrío y continuó con sus tareas, como llevar mensajes o acarrear espadas para que las afilasen en las piedras de amolar. El campamento parecía una escuela militar, y sé de lo que hablo, créeme, a mí me habían expulsado de un par.
Nada de todo eso le importaba a Tyson, pues estaba absolutamente fascinado por lo que veía. “¿Qués-eso?” preguntó asombrado.
“Los establos de los pegasos,” le dije. “Los caballos voladores.”
“¿Qués-eso?”
“Ah… ahí están los baños.”
“¿Qués-eso?”
“Las cabañas de los campistas; si no saben quién es tu progenitor olímpico, te asignan la cabaña de Hermesesa marrón de allíhasta que determinan tu procedencia. Una vez que lo saben, te ponen en el grupo de tu padre o tu madre.”
Me miró maravillado. “¿Tú… tienes cabaña?”
“La número tres.” Señalé un edificio bajo de color verde, construido con piedras marinas.
“¿Vives con tus amigos en la cabaña?” 31
“No. Sólo yo.” En realidad no me apetecía explicárselo, contarle la verdad embarazosa: yo era el único que ocupaba aquella cabaña porque se suponía que no debía estar vivo. Los Tres GrandesZeus, Poseidón y Hadeshabían hecho un pacto después de la Segunda Guerra Mundial para no tener más hijos con los mortales. Nosotros éramos más poderosos que los mestizos corrientes. Éramos demasiado impredecibles. Cuando nos enfurecíamos teníamos tendencia a crear problemas… como la Segunda Guerra Mundial, por ejemplo. El pacto de los Tres Grandes se había roto sólo dos veces: una, cuando Zeus engendró a Thalia; otra, cuando Poseidón me engendró a mí. Ninguno de los dos tendríamos que haber nacido.
Thalia había acabado convirtiéndose en un pino a los doce años. Yo… bueno, estaba haciendo todo lo posible para no seguir su ejemplo; tenía pesadillas sobre aquello en lo que podría convertirme Poseidón si alguna vez me encontraba al borde de la muerte. Quizá un plancton, o en una alga flotante.
Cuando llegamos a la Casa Grande, encontramos a Chiron en su apartamento, escuchando su música favorita de los años sesenta mientras preparaba el equipaje en sus alforjas. Supongo que debería mencionarloChiron es un centauro. De cintura para arriba parece un tipo normal de mediana edad, con un pelo castaño rizado y una barba desaliñada; de cintura para abajo es un caballo blanco. Para pasar por humano, comprime la mitad inferior de su cuerpo en una silla de ruedas mágica. De hecho, se hizo pasar por mi profesor de Latín cuando yo estaba en sexto, pero la mayor parte del tiempo, siempre que el techo sea lo bastante alto, prefiere pasearse con su apariencia de centauro.
Nada más verlo. Tyson se detuvo en seco. “¡Poni!” exclamó en una especie de arrebato.
Chiron se volvió con aire ofendido. “¿Cómo dices?”
Annabeth corrió a abrazarlo. “Chiron, ¿qué está pasando? No irás a marcharte, ¿verdad?” Le dijo con voz temblorosa. Chiron era como un segundo padre para ella.
Chiron le alborotó el pelo y la miró con una sonrisa bondadosa. “Hola, niña. Y Percy, mis dioses. ¡Has crecido mucho este año!”
Tragué saliva. “Clarisse ha dicho que tú… que te han…”
“Despedido.” Había una chispa de humor negro en su mirada. “Bueno, alguien debía cargar con la culpa porque el señor Zeus estaba sumamente disgustado. El árbol que creó con el espíritu de su hija, ¡envenenado! El señor D tenía que castigar a alguien.”
“A alguien que no fuera él,” refunfuñé. Sólo pensar en el director, el señor D; ya me enfurecía.
“¡Pero es una locura!” exclamó Annabeth. “¡Tú no puedes haber tenido nada que ver con el envenenamiento del árbol de Thalia!”
“Sin embargo,” repuso Chiron suspirando, “algunos en el Olimpo ya no confían en mí, dadas las circunstancias.”
“¿Qué circunstancias?” pregunté.
Su rostro se ensombreció. Metió en las alforjas un diccionario de Latín-Inglés, mientras la voz de Frank Sinatra seguía sonando en su equipo de música. 32
Tyson seguía contemplándolo, totalmente flipado. Gimoteó como si quisiera acariciarle el lomo pero tuviera miedo de acercarse. “¿Poni?”
Chiron lo miró con desdén. “¡Mi estimado cíclope! Soy un centauro.”
“Chiron,” le dije, “¿qué ha pasado con el árbol?”
Él meneó la cabeza tristemente. “El veneno utilizado contra el pino de Thalia ha salido del inframundo, Percy. Una sustancia que ni siquiera yo había visto nunca; tiene que proceder de algún monstruo de las profundidades del Tártaro.”
“Entonces, ya sabemos quién es el responsable. Cro”
“No invoquen el nombre del señor de los titanes, Percy. Especialmente aquí y ahora.”
“¡Pero el verano pasado intentó provocar una guerra civil en el Olimpo! Esto tiene que ser idea suya; habrá utilizado al traidor de Luke para hacerlo.”
“Quizá,” dijo Chiron. “Pero temo que me consideran responsable a mí porque no lo impedí ni puedo curar al árbol. Sólo le quedan unas semanas de vida. A menos…”
“¿A menos que qué?” preguntó Annabeth.
“Nada,” dijo Chiron. “Una idea estúpida. El valle entero sufre la acción del veneno; las fronteras mágicas se están deteriorando y el campamento mismo agoniza. Sólo hay una fuente mágica con fuerza suficiente para revertir los efectos de ese veneno. Pero se perdió hace siglos.”
“¿Qué es?” pregunté. “¡Iremos a buscarla!”
Chiron cerró las alforjas y pulsó el stop de su equipo de música. Luego se volvió, puso la mano en mi hombro y me miró a los ojos. “Percy, tienes que prometerme que no actuarás de manera irreflexiva. Ya le dije a tu madre que no quería que vinieras este verano, es demasiado peligroso. Pero ya que has venido, quédate, entrénate a fondo y aprende a pelear. Y no salgas de aquí.”
“¿Por qué?” Pregunté. “¡Quiero hacer algo! No puedo dejar que las fronteras acaben fallando. Todo el campamento será”
“Arrasado por los monstruos,” terminó Chiron. “Sí, eso me temo. ¡Pero no debes dejarte llevar por una decisión precipitada! Podría ser una trampa del señor de los titanes. ¡Acuérdate del verano pasado! Por poco acaba tu vida.”
Era cierto, pero aun así me moría por ayudar de alguna manera, y quería hacerle pagar a Cronos su comportamiento. Desde luego, uno tendería a creer que el señor de los titanes ya habría aprendido la lección eones atrás, cuando fue derrocado por los dioses. El hecho de que lo hubiesen despedazado en un millón de trozos y arrojado a las profundidades más oscuras del inframundo tendría que haberle indicado sutilmente que nadie quería ni verle. Pues no. Como era inmortal, seguía vivo allá abajo, en el Tártarosufriendo dolores eternos y deseando regresar para vengarse del Olimpo. No podía actuar por sí mismo, pero era un auténtico maestro en el arte de manipular la mente de los mortales e incluso de los dioses para que hiciesen el trabajo sucio.
El envenenamiento tenía que ser cosa suya. ¿Quién, sino, podría ser tan vil como para atacar el árbol 33
de Thalia, lo único que quedaba de una semidiosa que había entregado su vida heroicamente para salvar a sus amigos?
Annabeth hacía esfuerzos para no llorar. Chiron le secó una lágrima de la mejilla. “Permanece junto a Percy, niña,” le dijo. “Y mantelo a salvo. La profecía… ¡acuérdate!”
“S-sí, lo haré.”
“Hum…” murmuré. “¿Te refieres por casualidad a esa profecía súper peligrosa en la que yo aparezco, pero que los dioses os han prohibido que me contéis?”
Nadie respondió.
“Está bien,” dije entre dientes. “Sólo era para asegurarme.”
“Chiron…” dijo Annabeth. “Tú me contaste que los dioses te habían hecho inmortal sólo mientras fueses necesario para entrenar a los héroes; si te echan del campamento”
“Jura que harás todo lo que puedas para mantener a Percy fuera de peligro,” insistió él. “Júralo por el río Estigio.”
“Lo juro… por el río Estigio,” dijo Annabeth.
Un trueno retumbó.
“Muy bien,” dijo Chiron, al parecer más aliviado. “Quizá recobre mi buen nombre y pueda volver. Hasta entonces, iré a visitar a mis parientes salvajes en los Everglades. Tal vez ellos conozcan algún antídoto contra el veneno que a mí se me ha olvidado. En todo caso, permaneceré en el exilio hasta que este asunto quede resuelto… de un modo u otro.”
Annabeth ahogó un sollozo. Chiron le dio unas palmaditas en el hombro con cierta torpeza. “Bueno, bueno, niña, tengo que dejarte en manos del señor D y del nuevo director de actividades. Esperemos… bueno, tal vez no destruyan el campamento tan deprisa como temo.”
“¿Quién ese Tántalo, por cierto?” pregunté. “¿Y cómo se atreve a quitarte tu puesto?”
Una caracola resonó en todo el valle. No me había dado cuenta de lo tarde que se había hecho. Era la hora de reunirse con todos los campistas para cenar.
“Id ya,” dijo Chiron. “Lo conoceréis en el pabellón. Me pondré en contacto con tu madre, Percy, y le contaré que estás a salvo; a estas alturas debe de estar preocupada. ¡Recuerda mi advertencia! Corres un grave peligro. ¡No creas ni por un instante que el señor de los titanes se ha olvidado de ti!”
Y dicho esto, salió del apartamento y cruzó el vestíbulo con un redoble de cascos, mientras Tyson le gritaba: “¡Poni, no te vayas!”
Me di cuenta entonces que había olvidado contarle mi sueño sobre Grover. Ya era demasiado tarde; el mejor profesor que había tenido nunca se había ido tal vez para siempre.
Tyson empezó a llorar casi tan escandalosamente como Annabeth. Intenté convencerlos de que todo iría bien, pero no me lo creía ni yo. 34
El sol se estaba poniendo tras el pabellón del comedor cuando los campistas salieron de sus cabañas y se encaminaron hacía allí. Nosotros los miramos desfilar mientras permanecíamos apoyados contra una columna de mármol. Annabeth se hallaba aún muy afectada, pero prometió que más tarde vendría a hablar con nosotros y fue a reunirse con sus hermanos de la cabaña de Ateneauna docena de chicas y chicos de pelo rubio y ojos verdes como ella. Annabeth no era la mayor, pero llevaba en el campamento más veranos que nadie; eso podrías deducirlo mirando su collaruna cuenta por cada verano, y ella tenía seis. Así pues, nadie discutía su derecho de ser la primera en la fila.
Luego pasó Clarisse, encabezando el grupo de la cabaña de Ares. Llevaba un brazo en cabestrillo y se le veía un corte muy feo en la mejilla, pero aparte de eso su enfrentamiento con los toros de bronce no parecía haberla intimidado. Alguien la había pegado en la espalda un trozo de papel que ponía “¡Muuuu!” pero ninguno de sus compañeros se había molestado en decírselo.
Después del grupo de Ares venían los de la cabaña de Hefesto: seis chavales encabezados por Charles Beckendorf, un enorme afroamericano de quince años que tenía las manos del tamaño de un guante de béisbol y un rostro endurecido, de ojos entornados, sin duda porque se pasaba el día mirando la forja del herrero. Era bastante buen tipo cuando llegabas a conocerlo, pero nadie se había atrevido nunca a llamarle Charlie, Chuck o Charles; la mayoría lo llamaba Beckendorf a secas. Según se decía, era capaz de forjar prácticamente cualquier cosa; le dabas un trozo de metal y él te hacía una afiladísima espada o un robot-guerrero, o un bebedero para pájaros musical para el jardín de tu madre; cualquier cosa que se te ocurriera.
Siguieron desfilando las demás cabañas: Deméter, Apolo, Afrodita, Dionisio. Llegaron también las náyades del lago de las canoas; las ninfas del bosque, que iban surgiendo de los árboles; y una docena de sátiros que venían del prado y que me recordaron dolorosamente a Grover.
Siempre he sentido debilidad por los sátiros. Cuando estaban en el campamento tenían que realizar toda clase de tareas para el director, el señor D, pero su trabajo más importante lo hacían fuera, en el mundo real. Eran buscadores; se colaban disimuladamente en los colegios de todo el mundo, en busca de posibles mestizos, y los traían al campamento. Así fue como conocí a Grover; él había sido el primero en reconocer que yo era un semidiós.
Después de los sátiros, cerraba la marcha la cabaña de Hermes, siempre la más numerosa. El verano pasado su líder era Luke, el tipo que había luchado con Thalia y Annabeth en la cima de la colina Mestiza. Yo me había alojado en la cabaña de Hermes un tiempo, hasta que Poseidón me reconoció; y Luke se había hecho amigo mío… pero después trató de matarme.
Ahora, los líderes de la cabaña de Hermes eran Travis y Connor Stoll. No eran gemelos, pero se parecían como si lo fueran. Nunca recordaba cuál era el mayor. Ambos eran altos y flacos, ambos lucían una mata de pelo castaño que casi les cubría los ojos; la camiseta naranja del campamento Mestizo la llevaban por fuera de un short muy holgado, y sus rasgos de elfo eran los típicos de todos los hijos de Hermes: cejas arqueadas, sonrisa sarcástica y un destello muy particular en los ojos, cuando te mirabancomo si estuvieran a punto de deslizarte un petardo por la camisa. Siempre me había parecido divertido que el dios de los ladrones hubiera tenido hijos con el apellido Stoll, pero la única vez que se me ocurrió decírselo a Travis y Connor me miraron de un modo inexpresivo, sin captar el chiste.
Cuando hubo desfilado todo el mundo, entré con Tyson al pabellón y lo guíe entre las mesas. Las conversaciones se apagaron al instante y todas las cabezas volvieron a nuestro paso. “¿Quién ha invitado a… eso?” murmuró alguien en la mesa de Apolo. 35
Lancé una mirada fulminante en aquella dirección, pero no supe adivinar quién había sido.
Desde la mesa principal una voz familiar dijo arrastrando las palabras. “Vaya, vaya, pero si es Peter Johnson… lo único que me quedaba por ver en este milenio.”
Apreté los dientes. “Mi nombre es Percy Jackson… señor.”
El señor D bebió un sorbo de su Diet Coke. “Sí, bueno… Lo que sea, como decís ahora los jóvenes.”
Llevaba la camisa hawaiana atigrada de siempre; un short de paseo y unas zapatillas de tenis con calcetines negros. Con una panza rechoncha y su cara enrojecida, parecía el típico turista de Las Vegas que ha ido de casino en casino hasta altas horas de la noche. Detrás de él, un sátiro de mirada nervioso se afanaba en pelar unas uvas y se las ofrecía de una a una.
El verdadero nombre del señor D es Dionisio. El dios del vino. Zeus lo había nombrado director del Campamento Mestizo para que dejase el alcohol y se desintoxicase durante cien añosun castigo por perseguir a cierta ninfa prohibida del bosque.
Junto a él, en el sitio donde Chiron solía sentarse(o permanecer de pie, cuando adoptaba su forma de centauro), había alguien que no había visto antes: un hombre pálido y espantosamente delgado con un raído mono naranja de presidiario. El número que figuraba sobre su bolsillo era 0001. Bajo los ojos tenía sombras azuladas, las uñas muy sucias y el pelo gris cortado de cualquier manera, como si se lo hubieran arreglado con una máquina de podar. Me miró fijamente; sus ojos me ponían nervioso. Parecía hecho polvo; enfadado, frustrado, hambrientotodo al mismo tiempo.
“A este chaval,” le dijo Dionisio, “has de vigilarlo. Es el hijo de Poseidón, ya sabes.”
“¡Ah!” dijo el presidiario. “Ése.”
Era obvio por su tono que ya habían hablado de mí largo y tendido.
“Yo soy Tántalo,” dijo el presidiario con una fría sonrisa. “En misión especial hasta… bueno, hasta que el señor Dionisio decida otra cosa. En cuanto a ti, Perseus Jackson, espero que te abstengas de provocar más problemas.”
“¿Problemas?” pregunté.
Dionisio chasqueó los dedos y apareció sobre la mesa un periódico, el New York Post de aquel día. En la portada salía una foto mía, tomada del anuario de la Escuela Meriwether. Me costaba descifrar el titular, pero adiviné bastante bien lo que decía. Algo así como: Un maniaco de trece años incendia un gimnasio.
“Sí, problemas,” dijo Tántalo con aire satisfecho. “Causaste un montón el verano pasado, según tengo entendido.”
Me sentí demasiado furioso para responder. ¿Era culpa mía que los dioses hubieran estado a punto de enzarzarse en una guerra civil?
Un sátiro se aproximó nervioso a Tántalo y le puso delante un plato de asado. El nuevo director de actividades se relamió los labios, miró su copa vacía y dijo, “Gaseosa. Una Barq´s especial de 1967.” 36
La copa se llenó sola de una gaseosa espumante. Tántalo alargó vacilante la mano, como si temiera que la copa pudiese quemarlo.
“Vamos, adelante, viejo amigo,” le dijo Dionisio con un extraño brillo en los ojos. “Tal vez ahora funcione.”
Tántalo fue a agarrar la copa, pero ésta se movió de sitio antes de que la tocara. Se derramaron unas cuantas gotas y Tántalo intentó recogerlas con los dedos, pero las gotas echaron a rodar como si fueran de mercurio. Con un gruñido se centró en el plato de asado. Tomó un tenedor y quiso pinchar un trozo de lomo, pero el plato se deslizó por la mesa y luego saltó directamente a las ascuas del brasero.
“¡Maldita sea!” refunfuñó.
“Vaya,” dijo Dionisio con falsa compasión. “Quizá en unos cuantos días más. Créeme camarada, trabajar en este campamento ya es bastante tortura. Estoy seguro de que tu antigua maldición acabará desvaneciéndose tarde o temprano.”
“Tarde o temprano…” repitió Tántalo entre dientes, mirando la Coca-Cola Light de Dionisio. “¿Te haces una idea de lo seca que se queda la garganta después de tres mil años?”
“Tú eres ese espíritu de los Campos de Castigo,” tercié. “Él que está en el lago con un árbol frutal al alcance de la mano, pero sin poder comer ni beber.”
Tántalo esbozó una sonrisa sarcástica. “Eres un alumno muy aplicado, ¿eh, chaval?”
“En vida debió de hacer algo terrible,” dije, impresionado. “¿Qué exactamente?”
Él entornó los ojos. A sus espaldas, los sátiros sacudían la cabeza intentado prevenirme. “Voy a estar vigilándote, Percy Jackson,” dijo Tántalo. “No quiero problemas en mi campamento.”
“Su campamento ya tiene problemas… señor.”
“Venga, ve a sentarte ya, Johnson,” suspiró Dionisio. “Creo que esa mesa de allí es tuya: ésa a la que nadie quiere sentarse.”
La cara me ardía, pero no me convenía replicar. Dionisio siempre había sido un niño malcriado, pero era un niño malcriado inmortal y muy poderoso. “Vamos, Tyson,” le dije.
“Oh, no,” intervino Tántalo. “El monstruo se queda aquí. Tenemos que decidir qué hacer esto.”
“Con él,” repliqué. “Se llama Tyson.”
El nuevo director de actividades alzó una ceja.
“Tyson ha salvado el campamento,” insistí. “Machacó a esos toros de bronce. Si no, habrían quemado este lugar entero.”
“Sí,” suspiro Tántalo, “habría sido una verdadera lástima.”
Dionisio reprimió una risita. 37
“Déjanos solos,” ordenó Tántalo, “para que podamos decidir el destino de esta criatura.”
Tyson me miró con una expresión asustada en su ojo enorme, pero yo sabía que no podía desobedecer una orden directa de los directores del campamento. Al menos, abiertamente.
“Volveré luego, grandullón,” le prometí. “No te preocupes. Te encontraremos un buen lugar para dormir esta noche.”
Tyson asintió. “Te creo. Eres mi amigo.”
Lo cual me hizo sentir mucho más culpable.
Caminé penosamente hasta la mesa de Poseidón y me desplomé en el banco. Una ninfa del bosque me trajo un plato de pizza olímpica de olivas y pepperoni, pero yo no tenía hambre. Habían estado a punto de matarme dos veces aquel día y me las había arreglado para terminar el curso desastrosamente. El Campamento Mestizo estaba metido en un grave aprieto y, pese a ello, Chiron me aconsejaba que no hiciese nada.
No me sentía muy agradecido, pero llevé mi plato, según era costumbre, al brasero de bronce y arrojé una parte a las llamas.
“Poseidón,” dije, “acepta mi ofrenda.”
Y de paso mándame ayuda, por favor, recé en silencio.
El humo de la pizza ardiendo adquirió una fragancia muy especialcomo el de una brisa marina mezclada con flores silvestrespero tampoco sabía si eso significaba que mi padre me estaba escuchando.
Volví a mi sitio. No creía que las cosas pudiesen empeorar más, pero entonces Tántalo ordenó a un sátiro que hiciera sonar la caracola para llamar la atención y anunciarnos algo.
“Sí, bueno,” dijo cuando se apagaron las conversaciones. “¡Otra comida estupenda! O eso me dicen.” Mientras hablaba, aproximó lentamente la mano a su plato, que habían vuelto a llenarle, como si la comida no fuera a darse cuenta. Pero sí: en cuanto estuvo a diez centímetros, salió otra vez disparada por la mesa.
“En mi primer día de mando,” prosiguió, “quiero decir que estar aquí resulta un castigo muy agradable. A lo largo del verano espero torturar, quiero decir, interaccionar con cada uno de vosotros; todos tenéis pinta de ser nutri… eh, buenos chicos.”
Dionisio aplaudió educadamente y los sátiros lo imitaron sin entusiasmo. Tyson seguía de pie ante la mesa principal con aire incómodo, pero cada vez que trataba de escabullirse, Tántalo lo obligaba a permanecer allí, a la vista de todos.
“¡Y ahora, algunos cambios!” Tántalo dirigió una sonrisa torcida a los campistas. “¡Vamos a instaurar otra vez las carreras de carros!”
Un murmullo de excitación, de miedo e incredulidad, recorrió las mesas. 38
“Ya sé,” prosiguió, alzando la voz, “que estas carreras fueron suspendidas hace unos años a causa, eh, de problemas técnicos.”
“¡Tres muertes y veintiséis mutilaciones!” gritó alguien desde la mesa de Apolo.
“¡Sí, sí!” dijo Tántalo. “Pero estoy seguro de que todos coincidiréis conmigo en celebrar la vuelta de esta tradición del campamento. Los conductores victoriosos obtendrán laureles dorados cada mes. ¡Mañana por la mañana pueden empezar a inscribirse los equipos! La primera carrera se celebrará dentro de tres días; os liberaremos de vuestras actividades secundarias para que podáis preparar los carros y elegir los caballos. Ah, no sé si he mencionado que la cabaña del equipo ganador se librará de las tareas domésticas durante todo un mes.”
Hubo un estallido de conversaciones excitadas. ¿Nada de cocinas durante un mes? ¿Ni limpieza de establos? ¿Hablaba en serio?
Hubo una objeción. Y la presentó la última persona que me hubiese imaginado.
“¡Pero, señor!” dijo Clarisse. Parecía nerviosa, pero aun así se puso de pie para hablar desde la mesa de Ares. Algunos campistas sofocaron la risa cuando vieron en su espalda el letrero de “¡Muuuu”! “¿Qué pasará con los turnos de la patrulla? Quiero decir, si lo dejamos todo para preparar los carros”
“Ah, la heroína del día,” exclamó Tántalo. “¡La valerosa Clarisse, que ha vencido a los toros de bronce sin ayuda de nadie!”
Clarisse parpadeó y luego se ruborizó. “Bueno, yo no…”
“Y modesta, además.” Tántalo sonrió de oreja a oreja. “¡No hay de qué preocuparse, querida! Esto es un campamento de verano. Estamos aquí para divertirnos, ¿verdad?”
“Pero el árbol”
“Y ahora,” dijo Tántalo, mientras varios compañeros de Clarisse tiraban de ella para que volviera a sentarse, “antes de continuar con la fogata y los cantos a coro, un pequeño asunto doméstico. Percy Jackson y Annabeth Chase han creído conveniente por algún motivo traer esto al campamento,” dijo señalando con una mano a Tyson.
Un murmullo de inquietud se difundió entre los campistas y muchos se miraron de reojo. Tuve ganas de matar a Tántalo.
“Ahora bien,” dijo, “los cíclopes tienen fama de ser monstruos sedientos de sangre con una capacidad cerebral muy reducida. En circunstancias normales, soltaría a esta bestia para que la cazarais con antorchas y estacas afiladas, pero… ¿quién sabe? Quizá este cíclope no sea tan horrible como la mayoría de sus congéneres; mientras no demuestre que merece ser aniquilado, necesitamos un lugar donde meterlo. He pensado en los establos, pero los caballos se pondrían nerviosos ¿Tal vez la cabaña de Hermes?”
Se hizo un silencio en la mesa de Hermes. Travis y Connor Stoll experimentaron un repentino interés en los dibujos del mantel. No podía culparlos. La cabaña Hermes siempre estaba llena hasta los topes. No había modo de que encajase allí dentro un cíclope de casi dos metros. 39
“Vamos,” dijo Tántalo en tono de reproche. “El monstruo quizá pueda hacer tareas menores. ¿Alguna sugerencia sobre dónde podríamos meter a una bestia semejante?”
De repente, todo el mundo ahogó un grito.
Tántalo se apartó de Tyson sobresaltado. Lo único que pude hacer fue mirar con incredulidad la brillante luz verde que estaba a punto de cambiar mi vida: una deslumbrante imagen holográfica había aparecido sobre la cabeza de Tyson.
Con un retortijón en el estómago, recordé lo que había dicho Annabeth de los cíclopes: Son hijos de espíritus de la naturaleza y los dioses… bueno, de un dios en particular, casi siempre…
Girando sobre la cabeza de Tyson había un tridente verde incandescente: el mismo símbolo que había aparecido sobre la mía el día que Poseidón me reconoció como hijo suyo.
Hubo un momento de maravillado silencio.
Ser reconocido era un acontecimiento poco frecuente y algunos campistas lo aguardaban en vano toda su vida. Cuando Poseidón me reconoció el verano anterior, todo el mundo se arrodilló con reverencia, pero esta vez siguieron el ejemplo de Tántalo, que estalló en una gran carcajada. “¡Bueno! Creo que ahora ya sabemos dónde meter a esta bestia. ¡Por los dioses, yo diría que incluso tiene un aire de familia!”
Todo el mundo se reía, salvo Annabeth y unos pocos amigos.
Tyson no pareció darse cuenta, estaba demasiado perplejo tratando de aplastar el tridente que ya empezaba a desvanecerse sobre su cabeza. Era demasiado inocente para comprender cómo se reían de él y qué cruel puede llegar a ser la gente.
Yo sí lo capté.
Tenía un nuevo compañero de cabaña. Tenía a un monstruo de hermanastro. 40
6. LAS PALOMAS DEMONIO NOS ATACAN
Los siguientes días fueron una auténtica tortura, como Tántalo deseaba.
En primer lugar, ver a Tyson instalándose en la cabaña de Poseidón, mientras le entraba la risa floja cada quince segundos y diciendo, “¿Percy es mi hermano?” como si le hubiese tocado la lotería.
“Aw, Tyson,” le decía. “No están simple.”
Pero no había modo de explicárselo. Estaba levitando. En cuanto a mí... en fin, por mucho que me gustara el grandullón, no podía dejar de sentirme algo incómodo. Avergonzado. Ya la he dicho.
Mi padre, el todopoderoso Poseidón, se había encaprichado de algún espíritu de la naturaleza y Tyson había sido el resultado. Quiero decir, yo había leído los mitos sobre los cíclopes, e incluso recordaba que con frecuencia eran hijos de Poseidón, pero nunca había reparado en que eso los convertía en parientes míos. Hasta que tuve a Tyson instalado en la litera de al lado.
Y luego estaban los comentarios de los demás campistas. De repente, ya no era Percy Jackson, el chico guay que el verano pasado había recuperado el rayo maestro de Zeus; ahora era el pobre idiota que tenía a un monstruo horrible por hermano.
“¡No es mi hermano de verdad!” protestaba cuando Tyson no andaba por allí. “Es más bien un hermanastro del lado monstruoso de la familia. Como… un hermanastro de segundo grado, o algo así.
Nadie se lo tragaba.
Lo admitoestaba furioso con mi padre. Ahora tenía la sensación de que ser su hijo era un chiste.
Annabeth hizo lo posible para que me sintiera mejor. Me propuso que nos presentáramos juntos a la carrera de carros y tratáramos de olvidar así nuestros problemas. No me malinterpretéislos dos odiábamos a Tántalo y estábamos my preocupados por la situación del campamentopero no sabíamos qué hacer. Hasta que se nos ocurriera un brillante plan para salvar el árbol de Thalia, nos pareció que no estaría mal participar en las carreras. Al fin y al cabo, fue la madre de Annabeth, Atenea, quien inventó el carro, y mi padre había creado los caballos. Los dos juntos nos haríamos los amos de aquel deporte.
Una mañana, mientras Annabeth y yo estudiábamos distintos diseños de carro junto al lago de las canoas, unas graciosas de la cabaña de Afrodita que pasaban por allí me preguntaron si no necesitaría un lápiz de ojo… “Ay, perdón. De ojos, quiero decir.”
Cuando se alejaron riéndose, refunfuñó Annabeth, “Sólo ignóralos, Percy. No es culpa tuya tener a un monstruo como hermano.”
“¡No es mi hermano!” repliqué. “¡Y tampoco es un monstruo!”
Annabeth alzó las cejas. “Oye, ¡ahora no te enfades conmigo! Y técnicamente sí es un monstruo.”
“Bueno, fuiste tú quien le dio permiso para entrar en el campamento.”

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