No era de extrañar que Leif estuviera tan
enfadado. Había pasado catorce años
buscándome, y yo no había tenido la
decencia de dejar que él me encontrara. Él era el
único que había creído que yo aún estaba
viva. Lamenté todos los pensamientos
negativos que había tenido sobre él… hasta
que apareció por la puerta del estudio de
Esau.
—Padre —dijo Leif, haciendo caso omiso de
mi presencia—. Dile a esa chica
que si quiere ir a Citadel, yo me marcho en
dos horas.
—¿Y por qué tan pronto? —le preguntó Esau—.
¡No tenías que marchar en dos
semanas!
—Bavol ha recibido un mensaje de la Primera
Maga. Ha ocurrido algo, y me
necesitan inmediatamente.
Cuando Leif se dio la vuelta y se marchó,
yo le pregunté a Esau:
—¿No hay nadie que vaya a Citadel en dos
semanas?
Mi padre negó con la cabeza.
—Es un largo viaje. Muchos días de
caminata. Y la mayoría de los Zaltana
prefieren la selva.
—¿Y Bavol Cacao? ¿No es él nuestro
representante del Consejo en Citadel? ¿No
debería ir también?
Irys me había explicado que el Consejo
estaba formado por las Magas Maestras
y por un representante de cada uno de los
once clanes. Juntos, regían las tierras del
sur.
—No. El Consejo se disuelve durante la
temporada de calor.
—Oh, vaya. ¿Y no podrías darme las
indicaciones para llegar?
—Yelena, estarás más segura con Leif. Vamos
a hacer el equipaje. Dos horas no
es mucho… —Esau se detuvo y me miró—. ¿Sólo
tienes la mochila?
—Y mi arco.
—Entonces, necesitarás algunas provisiones —dijo
mi padre, y comenzó a
buscar por la habitación.
—No… —antes de que pudiera hacer alguna
objeción más, me entregó un libro.
Era blanco, como su cuaderno de retratos,
pero dentro había dibujos de plantas y
árboles, con las descripciones escritas
debajo.
—¿Qué es?
—Una guía de campo. Tenía pensado enseñarte
de nuevo cómo sobrevivir en la
selva, pero por el momento esto tendrá que
valer.
En una de las páginas, encontré una
ilustración de una hoja con forma oval. Las
instrucciones que había junto al dibujo
explicaban que, hirviendo la hoja de Tilipi con
agua, se preparaba una infusión que servía
para bajar la fiebre.
Después, Esau me dio unos cuantos cuencos y
algunas herramientas extrañas.
—En esa guía encontrarás instrucciones para
usar el equipo. Ahora, vamos a
buscar a tu madre —dijo, y suspiró—. No se
va a poner muy contenta.
Tenía razón. La encontramos trabajando en
su destilería y reprendiendo a Leif.
—No es culpa mía —dijo Leif—. Si tanto
quieres estar con ella, ¿por qué no la
llevas tú a Citadel? Ah, claro… no has
puesto los pies en el suelo desde hace catorce
años…
Perl se volvió hacia Leif con una botella
de perfume en la mano, preparada para
lanzársela. Cuando nos vio a Esau y a mí en
la puerta, volvió a su trabajo.
—Dile a la chica que estaré abajo, junto a
la escalera de la Palmera, en dos horas
—le dijo Leif a Esau—. Si no está allí, me
marcharé sin ella.
Cuando Leif salió de la habitación, hubo un
silencio difícil.
—Necesitarás comida —dijo mi padre, y se
marchó a la cocina.
Mi madre se acercó a mí con unas botellas.
—Toma —me dijo—. Dos botellas de perfume de
manzana para Irys y otra de
lavanda para ti.
Yo abrí mi botella e inspiré.
—Es perfecto —le dije a Perl—. Gracias.
Un miedo inesperado se reflejó en la mirada
de Perl. Apretó los labios y se
retorció las manos.
—Voy a ir contigo —me dijo—. Esau, ¿dónde
está mi bolsa? —le preguntó a mi
padre, cuando él volvió al salón con los
brazos llenos de comida.
—Arriba, en nuestra habitación —respondió
él.
Ella pasó por delante de mi padre y salió.
Si él se quedó sorprendido por su súbita
decisión, no lo demostró. Yo metí el
pan y la fruta que él me había dado en la
mochila, y envolví las botellas de perfume
con la capa. Durante mi viaje al sur, la
capa me había dado demasiado calor como
para llevarla puesta, pero me había servido
para dormir sobre el suelo cuando
acampábamos junto al camino.
—La comida no te durará para todo el viaje,
y probablemente, necesitarás más
ropa cuando estés en Citadel —dijo Esau—.
¿Tienes dinero?
Yo asentí y rebusqué en mi mochila. Después
saqué las monedas de oro de Ixia
que me había dado Valek antes de que nos
separáramos y se las mostré a Esau.
—¿Éstas valdrán?
—Guarda eso —me dijo él—. No se lo enseñes
a nadie. Cuando llegues a
Citadel, pídele a Irys que te lo cambie por
dinero sitiano.
—¿Porqué?
—Porque podrían confundirte con una persona
del norte.
—Pero eso es lo que soy…
—No, no lo eres. La mayoría de los sureños
desconfían de los habitantes de Ixia,
incluso de los refugiados políticos. Tú
eres una Zaltana. Recuérdalo siempre.
Una Zaltana. Yo intenté grabarme aquel
nombre en la mente, preguntándome si
con sólo decirlo conseguiría convertirme en
uno de ellos. Por algún motivo, sabía que
no iba a ser fácil.
Esau se acercó a su escritorio y revolvió
los cajones. Yo guardé el dinero de
Valek. Con las provisiones que me había
dado mi padre, la mochila se hizo muy
voluminosa. Mientras yo organizaba el
contenido, mi padre se acercó con un puñado
de monedas de plata.
—Esto es lo que he podido encontrar, pero
creo que será suficiente hasta que
llegues a Citadel. Ahora, sube y despídete
de tu madre. Se está haciendo tarde.
—¿No va a venir con nosotros?
—No. La encontrarás en la cama —dijo él,
con una mezcla de aceptación y
resignación.
Yo pensaba en sus palabras mientras tiraba
de las cuerdas del ascensor.
Encontré a Perl temblando sobre la colcha
de su cama, llorando.
—La próxima vez —dijo entre sollozos—. La
próxima vez voy a ir con Leif a
Citadel. La próxima vez.
—Me gustaría mucho —le dijo yo, y recordé
el comentario que había hecho
Leif, diciendo que hacía mucho tiempo que
mi madre no ponía los pies en el suelo de
la jungla. Después añadí—: Vendré a casa a
verte en cuanto pueda.
—La próxima vez —repitió ella—. Lo haré la
próxima vez.
Poco a poco, Perl se calmó. Finalmente, se
levantó, se alisó la falda del vestido y
se secó las lágrimas de las mejillas.
—La próxima vez te quedarás más tiempo con
nosotros.
Parecía una orden.
—Sí, Pe… madre.
Las arrugas de preocupación de su rostro se
relajaron, y toda su belleza se
reveló. Me abrazó con fuerza y susurró:
—No quiero perderte de nuevo. Ten mucho
cuidado.
—Lo tendré —le dije.
Y era cierto. Era difícil perder ciertas
costumbres.
* * *
Más tarde, cuando llegué a la habitación
desde la cual descendía la escalera de
la Palmera, oí la voz de Nutty. Mi prima se
acercó apresuradamente a mí para
despedirse.
Me regaló unos pantalones amarillos que
ella misma había diseñado y cosido, y
me dijo que me resultarían muy útiles
cuando cruzara la llanura y el calor se hiciera
insoportable. Después, me pidió que cuando
llegara al mercado de Illiais, le
comprara tela en el puesto de una mujer
llamada Fern, y que le indicara que se la
enviara a la aldea Zaltana. Al final, se
despidió de mí con un abrazo de ternura.
El calor de su cuerpo me reconfortó
mientras bajaba la escalera, pero sólo hasta
que vi el gesto de desprecio del rostro de
Leif, que estaba esperándome. Mi hermano
se había puesto ropa de viaje: una túnica,
unos pantalones y unas botas de color
marrón. Llevaba una gran mochila a la
espalda y un machete colgado del cinturón.
—Sigue mi ritmo, o te quedarás atrás —me
dijo, mirando al aire que había por
encima de mi cabeza. Después se volvió y
comenzó a caminar a buen paso.
Yo sabía que pronto me cansaría de mirarle
la espalda, pero por el momento,
aquel paso enérgico era un buen ejercicio
para mis piernas.
No volvimos a dirigirnos la palabra durante
el camino. Yo me entretuve
mirando hacia los árboles y escuchando los
gritos de los animales que resonaban por
la cubierta de hojas. Tuve ganas de conocer
el nombre de aquellas criaturas, pero
supuse que Leif no haría caso de mis
preguntas, así que continué en silencio.
Llegamos al mercado de Illiais justo cuando
comenzaba a atardecer. El mercado
estaba compuesto por una colección de
puestos de bambú con tejadillos de paja, y
con toldos de tela. Leif y yo bajamos por
una colina hasta el mercado, que estaba en
un claro de la selva.
—Acamparemos en este lugar para pasar la
noche, y saldremos de nuevo
mañana al amanecer —dijo Leif. Después, sin
mirarme, se dirigió hacia los puestos,
dejándome sola.
Yo también caminé por el mercado,
maravillándome al ver la cantidad de
géneros que se ofrecían. Había de todo,
desde joyas a comida. Intentando no dejarme
afectar por las significativas miradas que
me dirigían los otros compradores, busqué
el puesto de Fern, y me juré que me pondría
la ropa que me había regalado Nutty en
cuanto tuviera oportunidad, para no seguir
llamando la atención. Pronto, un puesto
lleno de telas de todos los colores me
llamó la atención. Estaba atendido por una
mujer menuda con los ojos grandes y
brillantes.
—¿Puedo ayudarte? —me preguntó.
—¿Eres Fern?
Ella me miró, alarmada, y asintió.
—Me envía Nutty Zaltana. ¿Tienes colores
lisos?
Fern se agachó y sacó unos rollos de tela,
que colocó sobre la mesa. Juntas,
elegimos colores que hicieran juego para
confeccionar tres conjuntos. Después vi una
tela que tenía el mismo color de la selva.
—Quiero un poco de ésta, también —dije.
Cuando hube pagado, le indiqué que le
mandara la tela a Nutty, y me guardé la
tela verde en la mochila.
—¿Quién debo decirle que la envía? —me
preguntó Fern, con la pluma
preparada sobre el pergamino.
—Su prima, Yelena.
Ella se quedó inmóvil.
—Oh, vaya —dijo—. ¿La niña perdida de los
Zaltana?
Yo sonreí cansadamente.
—Ni perdida, ni niña ya.
Después de pasear un rato, comenzaron a
cerrarse los puestos y a encenderse
las hogueras del campamento que había
detrás del mercado. Yo vi a Leif sentado
junto a uno de los fuegos, hablando con
otros tres hombres de Zaltana. Lo vi sonreír
y reírse, y con los rasgos faciales
relajados, parecía diez años más joven. Mi padre me
había dicho que Leif tenía ocho años cuando
yo había sido secuestrada, así que mi
hermano sólo tenía dos años más que yo.
Tenía veintidós, en vez de treinta, como yo
había supuesto al principio.
Sin pensarlo, me acerqué a él. Al instante,
toda la alegría se borró de su
semblante, y frunció el ceño con tanta
fiereza que me quedé parada en seco. ¿Dónde
iba a dormir yo aquella noche?
Alguien me tocó el hombro y yo me volví.
—Eres bienvenida a mi hoguera —me dijo
Fern, y señaló un pequeño fuego que
había tras su puesto.
—¿Estás segura? Puede que sea una espía de
Ixia —dije, intentando bromear.
Sin embargo, mi tono de voz fue más áspero
del que yo quería.
—Entonces, podrás decirle a tu Comandante
que hago la mejor ropa para cada
uno de los clanes. Y si quiere un uniforme
confeccionado con una de mis famosas
telas de Illiais, sólo tiene que enviarme
un pedido.
Yo me reí al imaginarme al impecable
Comandante Ambrose vestido con
colores rosas llamativos y flores
amarillas.
Cuando amaneció, esperé a Leif para
continuar el viaje. Fern había sido una
amable anfitriona. Me había invitado a
cenar y me había mostrado un lugar donde
podía cambiarme en privado. Resultó que
Nutty era su mejor clienta, y que Fern
proveía a los Zaltana de telas.
Yo me movía nerviosamente en el aire cálido
de la mañana, intentando
acostumbrarme a la tela de los pantalones
que Nutty me había regalado. El bajo
llegaba justamente a la altura de la caña
de mis botas. Fern me había asegurado que
aquellas botas llamarían menos la atención
cuando llegara a Citadel. Sólo los clanes
de la selva preferían tener tierra entre
los dedos de los pies.
Por fin apareció Leif. Sin saludarme
siquiera, se encaminó hacia la selva.
Después de un par de horas, me cansé de
seguirlo en silencio, y comencé a practicar
los movimientos de tiro con mi arco. Más
tarde, me concentré en el conocimiento
mental, que según Irys, era mi forma de
aprovechar la fuente del poder mágico.
Para practicar el control de mi magia, proyecté
mi conciencia fuera de mi
mente. Al principio me encontré con un frío
muro de piedra. Confundida, me retiré
hasta que me di cuenta de que la barrera
era la mente de Leif, que estaba cerrada y
rígida. No debería sorprenderme.
Esquivé su presencia y busqué por la selva
que nos rodeaba. Mi mente tocó
diferentes criaturas y animales mientras
buscaba. Gradualmente, proyecté mi
conciencia más y más lejos, para comprobar
hasta dónde podía llegar.
Detrás de mí, sentí a la gente del mercado,
a unos diez kilómetros.
Entusiasmada, me dirigí hacia delante para
ver si había alguna ciudad cerca. Al
principio sólo toqué más animales, pero
cuando estaba a punto de volver, mi mente
rozó a un hombre.
Con cuidado de no transgredir el Código
Ético, pasé por la superficie de su
mente. Era un cazador que estaba esperando
una presa, y no estaba solo. Había
muchos más hombres con él. Estaban
agazapados entre los matorrales que había al
borde del camino. Uno de ellos estaba
montado a caballo, con la espada preparada
para el ataque. Me pregunté qué era lo que
querían cazar. Mi curiosidad hizo que
profundizara un poco más en la mente de
aquel hombre. Y la imagen de su presa
apareció ante mí. Rápidamente, volví a mi
cuerpo.
Yo me detuve.
Debí de emitir un jadeo de sorpresa, porque
Leif se volvió a mirarme.
—¿Qué estás haciendo? —me preguntó.
—Hay hombres en el bosque.
—Claro. Está lleno de gamos —me explicó,
como si estuviera hablando con una
simple.
—No son cazadores. Nos han tendido una
emboscada, y están esperándonos.
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