martes, 13 de agosto de 2013

Capítulo 4

No era de extrañar que Leif estuviera tan enfadado. Había pasado catorce años
buscándome, y yo no había tenido la decencia de dejar que él me encontrara. Él era el
único que había creído que yo aún estaba viva. Lamenté todos los pensamientos
negativos que había tenido sobre él… hasta que apareció por la puerta del estudio de
Esau.
—Padre —dijo Leif, haciendo caso omiso de mi presencia—. Dile a esa chica
que si quiere ir a Citadel, yo me marcho en dos horas.
—¿Y por qué tan pronto? —le preguntó Esau—. ¡No tenías que marchar en dos
semanas!
—Bavol ha recibido un mensaje de la Primera Maga. Ha ocurrido algo, y me
necesitan inmediatamente.
Cuando Leif se dio la vuelta y se marchó, yo le pregunté a Esau:
—¿No hay nadie que vaya a Citadel en dos semanas?
Mi padre negó con la cabeza.
—Es un largo viaje. Muchos días de caminata. Y la mayoría de los Zaltana
prefieren la selva.
—¿Y Bavol Cacao? ¿No es él nuestro representante del Consejo en Citadel? ¿No
debería ir también?
Irys me había explicado que el Consejo estaba formado por las Magas Maestras
y por un representante de cada uno de los once clanes. Juntos, regían las tierras del
sur.
—No. El Consejo se disuelve durante la temporada de calor.
—Oh, vaya. ¿Y no podrías darme las indicaciones para llegar?
—Yelena, estarás más segura con Leif. Vamos a hacer el equipaje. Dos horas no
es mucho… —Esau se detuvo y me miró—. ¿Sólo tienes la mochila?
—Y mi arco.
—Entonces, necesitarás algunas provisiones —dijo mi padre, y comenzó a
buscar por la habitación.
—No… —antes de que pudiera hacer alguna objeción más, me entregó un libro.
Era blanco, como su cuaderno de retratos, pero dentro había dibujos de plantas y
árboles, con las descripciones escritas debajo.
—¿Qué es?
—Una guía de campo. Tenía pensado enseñarte de nuevo cómo sobrevivir en la
selva, pero por el momento esto tendrá que valer.
En una de las páginas, encontré una ilustración de una hoja con forma oval. Las
instrucciones que había junto al dibujo explicaban que, hirviendo la hoja de Tilipi con
agua, se preparaba una infusión que servía para bajar la fiebre.
Después, Esau me dio unos cuantos cuencos y algunas herramientas extrañas.
—En esa guía encontrarás instrucciones para usar el equipo. Ahora, vamos a
buscar a tu madre —dijo, y suspiró—. No se va a poner muy contenta.
Tenía razón. La encontramos trabajando en su destilería y reprendiendo a Leif.
—No es culpa mía —dijo Leif—. Si tanto quieres estar con ella, ¿por qué no la
llevas tú a Citadel? Ah, claro… no has puesto los pies en el suelo desde hace catorce
años…
Perl se volvió hacia Leif con una botella de perfume en la mano, preparada para
lanzársela. Cuando nos vio a Esau y a mí en la puerta, volvió a su trabajo.
—Dile a la chica que estaré abajo, junto a la escalera de la Palmera, en dos horas
—le dijo Leif a Esau—. Si no está allí, me marcharé sin ella.
Cuando Leif salió de la habitación, hubo un silencio difícil.
—Necesitarás comida —dijo mi padre, y se marchó a la cocina.
Mi madre se acercó a mí con unas botellas.
—Toma —me dijo—. Dos botellas de perfume de manzana para Irys y otra de
lavanda para ti.
Yo abrí mi botella e inspiré.
—Es perfecto —le dije a Perl—. Gracias.
Un miedo inesperado se reflejó en la mirada de Perl. Apretó los labios y se
retorció las manos.
—Voy a ir contigo —me dijo—. Esau, ¿dónde está mi bolsa? —le preguntó a mi
padre, cuando él volvió al salón con los brazos llenos de comida.
—Arriba, en nuestra habitación —respondió él.
Ella pasó por delante de mi padre y salió.
Si él se quedó sorprendido por su súbita decisión, no lo demostró. Yo metí el
pan y la fruta que él me había dado en la mochila, y envolví las botellas de perfume
con la capa. Durante mi viaje al sur, la capa me había dado demasiado calor como
para llevarla puesta, pero me había servido para dormir sobre el suelo cuando
acampábamos junto al camino.
—La comida no te durará para todo el viaje, y probablemente, necesitarás más
ropa cuando estés en Citadel —dijo Esau—. ¿Tienes dinero?
Yo asentí y rebusqué en mi mochila. Después saqué las monedas de oro de Ixia
que me había dado Valek antes de que nos separáramos y se las mostré a Esau.
—¿Éstas valdrán?
—Guarda eso —me dijo él—. No se lo enseñes a nadie. Cuando llegues a
Citadel, pídele a Irys que te lo cambie por dinero sitiano.
—¿Porqué?
—Porque podrían confundirte con una persona del norte.
—Pero eso es lo que soy…
—No, no lo eres. La mayoría de los sureños desconfían de los habitantes de Ixia,
incluso de los refugiados políticos. Tú eres una Zaltana. Recuérdalo siempre.
Una Zaltana. Yo intenté grabarme aquel nombre en la mente, preguntándome si
con sólo decirlo conseguiría convertirme en uno de ellos. Por algún motivo, sabía que
no iba a ser fácil.
Esau se acercó a su escritorio y revolvió los cajones. Yo guardé el dinero de
Valek. Con las provisiones que me había dado mi padre, la mochila se hizo muy
voluminosa. Mientras yo organizaba el contenido, mi padre se acercó con un puñado
de monedas de plata.
—Esto es lo que he podido encontrar, pero creo que será suficiente hasta que
llegues a Citadel. Ahora, sube y despídete de tu madre. Se está haciendo tarde.
—¿No va a venir con nosotros?
—No. La encontrarás en la cama —dijo él, con una mezcla de aceptación y
resignación.
Yo pensaba en sus palabras mientras tiraba de las cuerdas del ascensor.
Encontré a Perl temblando sobre la colcha de su cama, llorando.
—La próxima vez —dijo entre sollozos—. La próxima vez voy a ir con Leif a
Citadel. La próxima vez.
—Me gustaría mucho —le dijo yo, y recordé el comentario que había hecho
Leif, diciendo que hacía mucho tiempo que mi madre no ponía los pies en el suelo de
la jungla. Después añadí—: Vendré a casa a verte en cuanto pueda.
—La próxima vez —repitió ella—. Lo haré la próxima vez.
Poco a poco, Perl se calmó. Finalmente, se levantó, se alisó la falda del vestido y
se secó las lágrimas de las mejillas.
—La próxima vez te quedarás más tiempo con nosotros.
Parecía una orden.
—Sí, Pe… madre.
Las arrugas de preocupación de su rostro se relajaron, y toda su belleza se
reveló. Me abrazó con fuerza y susurró:
—No quiero perderte de nuevo. Ten mucho cuidado.
—Lo tendré —le dije.
Y era cierto. Era difícil perder ciertas costumbres.
* * *
Más tarde, cuando llegué a la habitación desde la cual descendía la escalera de
la Palmera, oí la voz de Nutty. Mi prima se acercó apresuradamente a mí para
despedirse.
Me regaló unos pantalones amarillos que ella misma había diseñado y cosido, y
me dijo que me resultarían muy útiles cuando cruzara la llanura y el calor se hiciera
insoportable. Después, me pidió que cuando llegara al mercado de Illiais, le
comprara tela en el puesto de una mujer llamada Fern, y que le indicara que se la
enviara a la aldea Zaltana. Al final, se despidió de mí con un abrazo de ternura.
El calor de su cuerpo me reconfortó mientras bajaba la escalera, pero sólo hasta
que vi el gesto de desprecio del rostro de Leif, que estaba esperándome. Mi hermano
se había puesto ropa de viaje: una túnica, unos pantalones y unas botas de color
marrón. Llevaba una gran mochila a la espalda y un machete colgado del cinturón.
—Sigue mi ritmo, o te quedarás atrás —me dijo, mirando al aire que había por
encima de mi cabeza. Después se volvió y comenzó a caminar a buen paso.
Yo sabía que pronto me cansaría de mirarle la espalda, pero por el momento,
aquel paso enérgico era un buen ejercicio para mis piernas.
No volvimos a dirigirnos la palabra durante el camino. Yo me entretuve
mirando hacia los árboles y escuchando los gritos de los animales que resonaban por
la cubierta de hojas. Tuve ganas de conocer el nombre de aquellas criaturas, pero
supuse que Leif no haría caso de mis preguntas, así que continué en silencio.
Llegamos al mercado de Illiais justo cuando comenzaba a atardecer. El mercado
estaba compuesto por una colección de puestos de bambú con tejadillos de paja, y
con toldos de tela. Leif y yo bajamos por una colina hasta el mercado, que estaba en
un claro de la selva.
—Acamparemos en este lugar para pasar la noche, y saldremos de nuevo
mañana al amanecer —dijo Leif. Después, sin mirarme, se dirigió hacia los puestos,
dejándome sola.
Yo también caminé por el mercado, maravillándome al ver la cantidad de
géneros que se ofrecían. Había de todo, desde joyas a comida. Intentando no dejarme
afectar por las significativas miradas que me dirigían los otros compradores, busqué
el puesto de Fern, y me juré que me pondría la ropa que me había regalado Nutty en
cuanto tuviera oportunidad, para no seguir llamando la atención. Pronto, un puesto
lleno de telas de todos los colores me llamó la atención. Estaba atendido por una
mujer menuda con los ojos grandes y brillantes.
—¿Puedo ayudarte? —me preguntó.
—¿Eres Fern?
Ella me miró, alarmada, y asintió.
—Me envía Nutty Zaltana. ¿Tienes colores lisos?
Fern se agachó y sacó unos rollos de tela, que colocó sobre la mesa. Juntas,
elegimos colores que hicieran juego para confeccionar tres conjuntos. Después vi una
tela que tenía el mismo color de la selva.
—Quiero un poco de ésta, también —dije.
Cuando hube pagado, le indiqué que le mandara la tela a Nutty, y me guardé la
tela verde en la mochila.
—¿Quién debo decirle que la envía? —me preguntó Fern, con la pluma
preparada sobre el pergamino.
—Su prima, Yelena.
Ella se quedó inmóvil.
—Oh, vaya —dijo—. ¿La niña perdida de los Zaltana?
Yo sonreí cansadamente.
—Ni perdida, ni niña ya.
Después de pasear un rato, comenzaron a cerrarse los puestos y a encenderse
las hogueras del campamento que había detrás del mercado. Yo vi a Leif sentado
junto a uno de los fuegos, hablando con otros tres hombres de Zaltana. Lo vi sonreír
y reírse, y con los rasgos faciales relajados, parecía diez años más joven. Mi padre me
había dicho que Leif tenía ocho años cuando yo había sido secuestrada, así que mi
hermano sólo tenía dos años más que yo. Tenía veintidós, en vez de treinta, como yo
había supuesto al principio.
Sin pensarlo, me acerqué a él. Al instante, toda la alegría se borró de su
semblante, y frunció el ceño con tanta fiereza que me quedé parada en seco. ¿Dónde
iba a dormir yo aquella noche?
Alguien me tocó el hombro y yo me volví.
—Eres bienvenida a mi hoguera —me dijo Fern, y señaló un pequeño fuego que
había tras su puesto.
—¿Estás segura? Puede que sea una espía de Ixia —dije, intentando bromear.
Sin embargo, mi tono de voz fue más áspero del que yo quería.
—Entonces, podrás decirle a tu Comandante que hago la mejor ropa para cada
uno de los clanes. Y si quiere un uniforme confeccionado con una de mis famosas
telas de Illiais, sólo tiene que enviarme un pedido.
Yo me reí al imaginarme al impecable Comandante Ambrose vestido con
colores rosas llamativos y flores amarillas.
Cuando amaneció, esperé a Leif para continuar el viaje. Fern había sido una
amable anfitriona. Me había invitado a cenar y me había mostrado un lugar donde
podía cambiarme en privado. Resultó que Nutty era su mejor clienta, y que Fern
proveía a los Zaltana de telas.
Yo me movía nerviosamente en el aire cálido de la mañana, intentando
acostumbrarme a la tela de los pantalones que Nutty me había regalado. El bajo
llegaba justamente a la altura de la caña de mis botas. Fern me había asegurado que
aquellas botas llamarían menos la atención cuando llegara a Citadel. Sólo los clanes
de la selva preferían tener tierra entre los dedos de los pies.
Por fin apareció Leif. Sin saludarme siquiera, se encaminó hacia la selva.
Después de un par de horas, me cansé de seguirlo en silencio, y comencé a practicar
los movimientos de tiro con mi arco. Más tarde, me concentré en el conocimiento
mental, que según Irys, era mi forma de aprovechar la fuente del poder mágico.
Para practicar el control de mi magia, proyecté mi conciencia fuera de mi
mente. Al principio me encontré con un frío muro de piedra. Confundida, me retiré
hasta que me di cuenta de que la barrera era la mente de Leif, que estaba cerrada y
rígida. No debería sorprenderme.
Esquivé su presencia y busqué por la selva que nos rodeaba. Mi mente tocó
diferentes criaturas y animales mientras buscaba. Gradualmente, proyecté mi
conciencia más y más lejos, para comprobar hasta dónde podía llegar.
Detrás de mí, sentí a la gente del mercado, a unos diez kilómetros.
Entusiasmada, me dirigí hacia delante para ver si había alguna ciudad cerca. Al
principio sólo toqué más animales, pero cuando estaba a punto de volver, mi mente
rozó a un hombre.
Con cuidado de no transgredir el Código Ético, pasé por la superficie de su
mente. Era un cazador que estaba esperando una presa, y no estaba solo. Había
muchos más hombres con él. Estaban agazapados entre los matorrales que había al
borde del camino. Uno de ellos estaba montado a caballo, con la espada preparada
para el ataque. Me pregunté qué era lo que querían cazar. Mi curiosidad hizo que
profundizara un poco más en la mente de aquel hombre. Y la imagen de su presa
apareció ante mí. Rápidamente, volví a mi cuerpo.
Yo me detuve.
Debí de emitir un jadeo de sorpresa, porque Leif se volvió a mirarme.
—¿Qué estás haciendo? —me preguntó.
—Hay hombres en el bosque.
—Claro. Está lleno de gamos —me explicó, como si estuviera hablando con una
simple.
—No son cazadores. Nos han tendido una emboscada, y están esperándonos.

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