martes, 13 de agosto de 2013

Capítulo 9

Cahil acababa de entrar y había encendido el farol que había sobre su mesilla.
Desde el otro lado de la tienda, le pregunté suavemente:
—¿Dónde está Leif?
El se volvió hacia mí, sorprendido al oír mi voz.
—Se ha marchado.
—¿Adonde?
—Le ordené que se adelantara para informar de nuestra llegada en la Fortaleza.
¿Por qué?
—Asuntos de familia —respondí yo, casi escupiendo las palabras.
—No puedes hacerle daño.
—Claro que sí. Me ha causado muchos problemas.
—Tiene mi protección.
—¿Es ése uno de los beneficios de formar parte de tu búsqueda del norte?
—No. Cuando os capturamos a Leif y a ti, le di mi palabra de que no le haría
daño a cambio de su cooperación para enfrentarme a ti.
Yo parpadeé de asombro. ¿Había oído bien?
—Pero… Leif me tendió una trampa.
—No.
—¿Y por qué no me lo habías dicho antes?
—Me pareció que dejarte creer que habías sido traicionada por tu hermano te
desmoralizaría. Sin embargo, parece que eso ha tenido el efecto contrario.
El plan de Cahil habría podido funcionar si Leif y yo hubiéramos tenido una
verdadera relación fraternal. Yo me froté la cara, mientras intentaba dilucidar si saber
la verdad había cambiado mi opinión sobre Leif.
Cahil se sentó al borde de su camastro y me observó con atención.
—Si Leif no me tendió una trampa, ¿quién fue?
Cahil sonrió.
—No puedo revelar mis fuentes.
Leif se las había arreglado para convencer a muchos Zaltana de que yo era una
espía, así que todo el clan podía ser sospechoso. Y cualquiera podía haber oído
nuestro destino durante la parada que Leif y yo hicimos en el mercado de Miáis.
—Has dicho que has enviado a Leif a la Fortaleza. ¿Vamos a llegar pronto?
—Mañana por la tarde. Más o menos, una hora después de que llegue Leif.
Quiero asegurarme de que nos reciba la gente adecuada —dijo Cahil—. Será un día
importante, Yelena. Será mejor que duermas un poco —añadió, y sopló dentro del
farol para apagarlo.
Yo me recosté en mi capa y comencé a hacerme preguntas sobre Citadel y la
Fortaleza. ¿Estaría Irys allí? No era muy probable. Y, si Irys no estaba en la Fortaleza,
¿me quitaría la Primera Maga todas las capas de pensamiento, una por una? El
miedo me encogió el estómago. Preferiría enfrentarme a Goel que a lo desconocido.
Sin embargo, finalmente conseguí dormirme.
A la mañana siguiente me desperté con el olor de los bizcochos dulces, y salí a
desayunar con los hombres junto al fuego. Después de comer, ellos comenzaron a
desmantelar el campamento. Estaban de buen humor, y conversaban amigablemente,
así que cuando alguien me puso la mano sobre el hombro, me tomó por sorpresa.
Antes de que pudiera moverme, me apretó con fuerza y me hizo daño. Me volví
y me encontré con el rostro de Goel.
Él me hundió los dedos en la carne y me susurró al oído:
—Prometí no hacerte daño mientras viajábamos a Citadel, pero cuando
lleguemos allí, eres mía.
Yo le clavé el codo en el estómago. Él gruñó. Yo me aparté y le quité la mano de
mi hombro.
—¿Por qué me avisas?
Él sonrió.
—Tu preocupación hará de la caza algo más excitante.
—Ya hemos hablado suficiente, Goel. Hagámoslo ahora.
—No. Quiero tiempo para jugar. Tengo todo tipo de juegos planeados para el
momento en que te tenga a mi merced, cariño.
Sentí un escalofrío de repugnancia.
—Goel, ayuda a desmontar la tienda —ordenó el capitán Marrok.
—Sí, señor —dijo Goel, y se apartó mirándome con una sonrisa enfermiza.
Yo exhalé todo el aire que había contenido en los pulmones. Aquello no
prometía nada bueno.
Cuando los hombres terminaron de desmontar el campamento, nos pusimos en
camino. Después de varias horas, los árboles fueron escaseando, a medida que
ascendíamos por una colina. Al llegar al punto más alto, divisamos un valle a los pies
de la montaña; más allá, a la derecha, había una inmensa llanura, la Meseta Avibian,
según me dijo Cahil; y al otro lado del valle había otra montaña, sobre cuyo pico se
divisaban unas murallas blancas y brillantes. Las murallas de Citadel.
Cahil incrementó el ritmo de la marcha a medida que descendíamos hacia el
valle. Estaba claro que quería dejar la llanura tras él cuanto antes.
Pasamos junto a campesinos que trabajaban las tierras de sus granjas, y nos
cruzamos con una caravana de mercaderes, que llevaban sus carromatos llenos de
género para vender en los mercados. Nada, salvo la alta hierba, se movía en la
llanura.
La Citadel se hizo cada vez más grande, a medida que nos acercábamos. Sólo
nos detuvimos una vez, para que bebieran los hombres y el caballo.
Cuando llegamos a las puertas de las murallas de la ciudad, yo ya estaba
asombrada por su enormidad. Eran de mármol blanco, veteado de verde. Al tocarlo,
lo noté fresco y suave, pese al calor abrasador.
Los guardias nos abrieron las puertas y Cahil nos condujo al patio. Yo
entrecerré los ojos para protegerme del sol cegador. Tardé un rato en abarcar la
asombrosa vista que se extendía ante mí. Había una ciudad entera dentro de los
muros de Citadel. Todos los edificios estaban hechos del mismo mármol blanco con
vetas en verde. Aquello iba mucho más lejos de lo que yo me hubiera imaginado.
—¿Impresionada?
Yo cerré la boca y asentí. El grupo comenzó a caminar por las calles y me di
cuenta de que todo estaba desierto.
—¿Dónde está la gente? —le pregunté a Marrok.
Citadel es un fantasma durante la estación calurosa. El Consejo está en el
descanso, la Fortaleza está de vacaciones… todo el mundo se refugia en climas más
fríos, y aquellos que se quedan se retiran a sus casas para evitar el sol.
Era lógico. Yo misma tenía la cabeza ardiendo.
—¿Cuánto queda para llegar? —pregunté.
—Una hora más —me respondió Marrok—. ¿Ves aquellas cuatro torres? Eso es
la Fortaleza del Mago.
Yo miré hacia las alturas, preguntándome qué me encontraría en aquella
morada.
Seguimos recorriendo calles vacías. Cuando divisamos un edificio grande y
cuadrado, Marrok me explicó que era el Ayuntamiento, donde estaban las oficinas
del gobierno sitiano y se celebraban las reuniones del Consejo.
El edificio tenía largos escalones que conducían a un soportal arqueado. Bajo los
arcos, refugiado en la sombra, había un grupo de gente que se acercó a nosotros al
vernos. Percibí un fuerte olor a orina y me di cuenta de que estaban muy sucios.
Comenzaron a pedirnos una moneda, y yo me quedé asombrada al comprobar que
todo mi grupo les hacía caso omiso. Sin poder remediarlo, yo metí la mano en mi
mochila, saqué una de las monedas que me había dado Esau y se la tendí a un niño
pequeño de grandes ojos marrones. Al instante, todos los demás se me echaron
encima, agarrándome de la ropa, de los brazos y del pelo, pidiéndome dinero; no me
permitían avanzar, y la partida siguió su camino hasta que Cahil se dio cuenta de lo
que ocurría y acudió al galope.
—¡Soltadla! —les gritó, blandiendo la espada—. ¡Soltadla u os cortaré por la
mitad!
En un segundo, la multitud desapareció.
—¿Estás bien? —me preguntó Cahil.
—Sí —respondió yo, mientras me colocaba la ropa y me atusaba el pelo—.
¿Quiénes eran?
—Mendigos. Sucias ratas callejeras —dijo él, con cara de disgusto—. Ha sido
culpa tuya. Si no les hubieras dado dinero, te habrían dejado en paz.
—¿Mendigos? —pregunté, confundida.
Cahil se quedó perplejo.
—¿No sabes lo que son los mendigos? —inquirió. Al ver que yo no respondía,
me dijo—: No trabajan. Viven en la calle. Piden dinero para comprar comida.
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MARIA V. SNYDER DULCE MAGIA
Supongo que habrás visto alguno en Ixia —dijo con frustración.
—No. Todo el mundo tiene trabajo en Ixia. Las necesidades básicas las cubre el
gobierno militar del Comandante.
—¿Y cómo lo paga?
Antes de que yo pudiera responder, a Cahil se le hundieron los hombros.
—Con el dinero de mi tío. Probablemente, ha dejado las arcas vacías.
Yo no dije nada. En mi opinión, era mejor ayudar a la gente con aquel dinero
que tenerlo guardado.
—Vamos —dijo Cahil, y me tendió la mano—. Tenemos que alcanzar a los
demás.
—¿A caballo?
—No me digas que no tenéis caballos en el norte.
—Para mí no —respondí yo, mientras ponía el pie en el estribo que él había
dejado libre para mí. Me agarré a su brazo, y de un empujón, me senté en la grupa
del caballo, sin saber muy bien qué hacer con los brazos.
Cahil se volvió ligeramente.
—Entonces, ¿para quién?
—Para el Comandante, los generales y los oficiales de alto rango.
—¿Caballería? —preguntó Cahil.
Estaba intentando obtener información. Yo tuve que contener un suspiro de
frustración.
—No, que yo sepa.
Era la verdad, pero a mí ya había dejado de importarme que me creyera o no.
Cahil volvió la cabeza y me observó con atención. Noté una oleada de calor; de
repente, me sentía demasiado cerca de él. Sus ojos azul verdoso brillaban como el
agua bajo el sol. Yo me pregunté por qué llevaría barba en un clima tan caluroso. Me
imaginé a Cahil sin la barba. Parecería más joven, y sería más fácil ver su piel suave y
bronceada y su nariz aguileña.
Cuando él miró de nuevo al frente, yo sacudí la cabeza. No quería tener nada
que ver con él.
—Agárrate —me dijo. Después, chasqueó la lengua.
El caballo comenzó a moverse. Yo me agarré a la cintura de Cahil mientras
botaba en la silla. Me parecía que el suelo estaba muy lejano. Luché por mantener el
equilibrio, y pronto alcanzamos a sus hombres. Cuando los pasamos de largo, yo me
relajé, pensando que Cahil se detendría y me permitiría bajar. Sin embargo, él
continuó, y los hombres siguieron su marcha con paso apresurado.
Mientras recorríamos las calles de Citadel, yo me concentré en el caballo,
intentando encontrar para mi cuerpo un ritmo que encajara con el del animal.
De repente, me vi mirando a los ojos del caballo. Tenía calor y estaba cansado, y
se preguntaba por qué había dos personas sobre su espalda. Normalmente, el
Hombre Menta era el único que lo montaba. Algunas veces, el Chico de la Paja lo
sacaba a cabalgar un rato para hacer ejercicio. El caballo estaba deseando llegar a su
compartimiento fresco y tranquilo, y encontrar un cubo lleno de agua.
«Pronto tendrás agua», le dije al caballo mentalmente. «¿Cómo te llamas?».
«Topaz».
Yo me maravillé de nuestra comunicación. El contacto con otros animales me
había proporcionado sólo, a través de sus ojos, un atisbo de lo que pudieran ser sus
deseos. Nunca había tenido una conversación de veras con un animal.
Comenzó a dolerme la espalda.
«¿Puedes avanzar con más suavidad?», le pregunté.
Topaz cambió su marcha. Cahil emitió un gruñido de sorpresa, pero yo me
sentí aliviada. Era como si me trasladara sobre un trineo por una colina cubierta de
nieve.
Con el nuevo paso avanzábamos más deprisa, y los hombres quedaron pronto
muy atrás. Cahil intentó aminorar el paso de Topaz, pero el caballo estaba decidido a
conseguir su agua.
Llegamos a una torre muy alta y nos detuvimos a la sombra.
Cahil se bajó del caballo de un salto y le inspeccionó las patas.
—Nunca le había visto hacer algo así —dijo—. Es un caballo de tres aires: paso,
trote y galope.
—¿Y?
—Que éste no era uno de sus aires. Algunos caballos pueden hacer hasta cinco,
pero yo ni siquiera sé cuál era éste.
—Era suave y rápido. Me ha gustado —le dije yo.
Cahil me miró con desconfianza. Después me ayudó a bajar de Topaz, y yo
tomé una de las bolsas de agua de la silla, la abrí y le di de beber. Cahil me miró con
los ojos entrecerrados, y después miró a su caballo.
—¿Es ésta la Fortaleza del Mago? —pregunté, para distraerlo.
—Sí. La entrada está rodeando esa esquina. Esperaremos a mis hombres y
después entraremos.
Los demás no tardaron en llegar. Caminamos hacia la entrada de la Fortaleza y
pasamos bajo las puertas abiertas. Dentro había un enorme patio, y más allá, una
serie de edificios. Había otra ciudad dentro de la ciudad. Yo no podía creer la
variedad de tamaños y colores del mármol de las estructuras. Había estatuas de
animales en las esquinas y los tejados. Había jardines y césped. Sentí alivio en los
ojos al posarlos sobre el verdor, después de soportar el brillo puro y blanco de los
muros de Citadel.
Me di cuenta de que el grueso muro exterior de la Fortaleza era rectangular, y
abarcaba la zona entera. Había una torre en cada una de las cuatro esquinas.
Justo enfrente de la entrada, había dos personas en los escalones que llevaban al
edificio más grande de todos. Mientras nos acercábamos, me di cuenta de que eran
Leif y una mujer muy alta. Ella llevaba un vestido sin mangas de color azul oscuro
que le llegaba a los tobillos. Iba descalza, y tenía el pelo blanco y corto. La luz del sol
desaparecía en su piel, que era casi negra.
Cuando llegamos a los escalones, Cahil le dio las riendas del caballo a Marrok.
—Llévalo a los establos y después deshaced el equipaje. Nos veremos en las
barracas.
—Sí, señor —respondió Marrok, y se volvió para alejarse.
—Marrok —dije yo—. Dale a Topaz copos de avena.
Él asintió y se marchó.
Cahil me agarró por el brazo.
—¿Cómo sabes que le gustan los copos de avena?
Yo pensé rápidamente.
—Cahil, he viajado con vosotros durante una semana, y he ayudado a darle de
comer.
Aquello no era del todo cierto, pero a mí no me parecía buena idea decirle a
Cahil que su caballo me lo había pedido. Y estaba segura de que no quería saber que
su propio caballo lo llamaba el Hombre Menta.
—Mientes. Los copos de avena son un premio que hace en su horno el jefe de
caballerizas. Él se lo da a los caballos, y nadie más.
Yo abrí la boca para responder, pero alguien nos interrumpió.
—Cahil, ¿ocurre algo?
Ambos miramos a la mujer. Leif y ella descendían hacia nosotros.
—No, no —respondió Cahil.
Ellos se detuvieron a pocos pasos de nosotros.
—¿Es ella?
—Sí, Primera Maga —dijo Cahil.
—¿Estás seguro de su lealtad a Ixia? —preguntó la mujer.
—Sí. Lleva un uniforme y monedas de Ixia.
—Su lealtad a Ixia tiene un sabor espeso, como el de una sopa rancia —
intervino Leif.
La mujer se acercó a mí. Yo miré sus ojos de color ámbar. Tenían la misma
forma que los de un gato blanco, y a medida que su mirada se expandía y me
envolvía, mi mundo desapareció. Yo comencé a hundirme en el suelo. Había algo
que me rodeaba los tobillos y que tiraba de mí hacia el subsuelo. Me arrebataron la
ropa, después la piel y después los músculos. Se disolvieron mis huesos, hasta que
no quedó nada más que mi alma.

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