Cahil acababa de entrar y había encendido
el farol que había sobre su mesilla.
Desde el otro lado de la tienda, le
pregunté suavemente:
—¿Dónde está Leif?
El se volvió hacia mí, sorprendido al oír
mi voz.
—Se ha marchado.
—¿Adonde?
—Le ordené que se adelantara para informar
de nuestra llegada en la Fortaleza.
¿Por qué?
—Asuntos de familia —respondí yo, casi
escupiendo las palabras.
—No puedes hacerle daño.
—Claro que sí. Me ha causado muchos
problemas.
—Tiene mi protección.
—¿Es ése uno de los beneficios de formar
parte de tu búsqueda del norte?
—No. Cuando os capturamos a Leif y a ti, le
di mi palabra de que no le haría
daño a cambio de su cooperación para
enfrentarme a ti.
Yo parpadeé de asombro. ¿Había oído bien?
—Pero… Leif me tendió una trampa.
—No.
—¿Y por qué no me lo habías dicho antes?
—Me pareció que dejarte creer que habías
sido traicionada por tu hermano te
desmoralizaría. Sin embargo, parece que eso
ha tenido el efecto contrario.
El plan de Cahil habría podido funcionar si
Leif y yo hubiéramos tenido una
verdadera relación fraternal. Yo me froté
la cara, mientras intentaba dilucidar si saber
la verdad había cambiado mi opinión sobre
Leif.
Cahil se sentó al borde de su camastro y me
observó con atención.
—Si Leif no me tendió una trampa, ¿quién
fue?
Cahil sonrió.
—No puedo revelar mis fuentes.
Leif se las había arreglado para convencer
a muchos Zaltana de que yo era una
espía, así que todo el clan podía ser
sospechoso. Y cualquiera podía haber oído
nuestro destino durante la parada que Leif
y yo hicimos en el mercado de Miáis.
—Has dicho que has enviado a Leif a la
Fortaleza. ¿Vamos a llegar pronto?
—Mañana por la tarde. Más o menos, una hora
después de que llegue Leif.
Quiero asegurarme de que nos reciba la
gente adecuada —dijo Cahil—. Será un día
importante, Yelena. Será mejor que duermas
un poco —añadió, y sopló dentro del
farol para apagarlo.
Yo me recosté en mi capa y comencé a
hacerme preguntas sobre Citadel y la
Fortaleza. ¿Estaría Irys allí? No era muy
probable. Y, si Irys no estaba en la Fortaleza,
¿me quitaría la Primera Maga todas las
capas de pensamiento, una por una? El
miedo me encogió el estómago. Preferiría
enfrentarme a Goel que a lo desconocido.
Sin embargo, finalmente conseguí dormirme.
A la mañana siguiente me desperté con el
olor de los bizcochos dulces, y salí a
desayunar con los hombres junto al fuego.
Después de comer, ellos comenzaron a
desmantelar el campamento. Estaban de buen
humor, y conversaban amigablemente,
así que cuando alguien me puso la mano
sobre el hombro, me tomó por sorpresa.
Antes de que pudiera moverme, me apretó con
fuerza y me hizo daño. Me volví
y me encontré con el rostro de Goel.
Él me hundió los dedos en la carne y me
susurró al oído:
—Prometí no hacerte daño mientras
viajábamos a Citadel, pero cuando
lleguemos allí, eres mía.
Yo le clavé el codo en el estómago. Él
gruñó. Yo me aparté y le quité la mano de
mi hombro.
—¿Por qué me avisas?
Él sonrió.
—Tu preocupación hará de la caza algo más
excitante.
—Ya hemos hablado suficiente, Goel.
Hagámoslo ahora.
—No. Quiero tiempo para jugar. Tengo todo
tipo de juegos planeados para el
momento en que te tenga a mi merced,
cariño.
Sentí un escalofrío de repugnancia.
—Goel, ayuda a desmontar la tienda —ordenó
el capitán Marrok.
—Sí, señor —dijo Goel, y se apartó
mirándome con una sonrisa enfermiza.
Yo exhalé todo el aire que había contenido
en los pulmones. Aquello no
prometía nada bueno.
Cuando los hombres terminaron de desmontar
el campamento, nos pusimos en
camino. Después de varias horas, los
árboles fueron escaseando, a medida que
ascendíamos por una colina. Al llegar al
punto más alto, divisamos un valle a los pies
de la montaña; más allá, a la derecha,
había una inmensa llanura, la Meseta Avibian,
según me dijo Cahil; y al otro lado del
valle había otra montaña, sobre cuyo pico se
divisaban unas murallas blancas y
brillantes. Las murallas de Citadel.
Cahil incrementó el ritmo de la marcha a
medida que descendíamos hacia el
valle. Estaba claro que quería dejar la
llanura tras él cuanto antes.
Pasamos junto a campesinos que trabajaban
las tierras de sus granjas, y nos
cruzamos con una caravana de mercaderes,
que llevaban sus carromatos llenos de
género para vender en los mercados. Nada,
salvo la alta hierba, se movía en la
llanura.
La Citadel se hizo cada vez más grande, a
medida que nos acercábamos. Sólo
nos detuvimos una vez, para que bebieran
los hombres y el caballo.
Cuando llegamos a las puertas de las murallas
de la ciudad, yo ya estaba
asombrada por su enormidad. Eran de mármol
blanco, veteado de verde. Al tocarlo,
lo noté fresco y suave, pese al calor
abrasador.
Los guardias nos abrieron las puertas y
Cahil nos condujo al patio. Yo
entrecerré los ojos para protegerme del sol
cegador. Tardé un rato en abarcar la
asombrosa vista que se extendía ante mí.
Había una ciudad entera dentro de los
muros de Citadel. Todos los edificios
estaban hechos del mismo mármol blanco con
vetas en verde. Aquello iba mucho más lejos
de lo que yo me hubiera imaginado.
—¿Impresionada?
Yo cerré la boca y asentí. El grupo comenzó
a caminar por las calles y me di
cuenta de que todo estaba desierto.
—¿Dónde está la gente? —le pregunté a
Marrok.
Citadel es un fantasma durante la estación
calurosa. El Consejo está en el
descanso, la Fortaleza está de vacaciones…
todo el mundo se refugia en climas más
fríos, y aquellos que se quedan se retiran
a sus casas para evitar el sol.
Era lógico. Yo misma tenía la cabeza
ardiendo.
—¿Cuánto queda para llegar? —pregunté.
—Una hora más —me respondió Marrok—. ¿Ves
aquellas cuatro torres? Eso es
la Fortaleza del Mago.
Yo miré hacia las alturas, preguntándome
qué me encontraría en aquella
morada.
Seguimos recorriendo calles vacías. Cuando
divisamos un edificio grande y
cuadrado, Marrok me explicó que era el
Ayuntamiento, donde estaban las oficinas
del gobierno sitiano y se celebraban las
reuniones del Consejo.
El edificio tenía largos escalones que
conducían a un soportal arqueado. Bajo los
arcos, refugiado en la sombra, había un
grupo de gente que se acercó a nosotros al
vernos. Percibí un fuerte olor a orina y me
di cuenta de que estaban muy sucios.
Comenzaron a pedirnos una moneda, y yo me
quedé asombrada al comprobar que
todo mi grupo les hacía caso omiso. Sin
poder remediarlo, yo metí la mano en mi
mochila, saqué una de las monedas que me
había dado Esau y se la tendí a un niño
pequeño de grandes ojos marrones. Al
instante, todos los demás se me echaron
encima, agarrándome de la ropa, de los
brazos y del pelo, pidiéndome dinero; no me
permitían avanzar, y la partida siguió su
camino hasta que Cahil se dio cuenta de lo
que ocurría y acudió al galope.
—¡Soltadla! —les gritó, blandiendo la
espada—. ¡Soltadla u os cortaré por la
mitad!
En un segundo, la multitud desapareció.
—¿Estás bien? —me preguntó Cahil.
—Sí —respondió yo, mientras me colocaba la
ropa y me atusaba el pelo—.
¿Quiénes eran?
—Mendigos. Sucias ratas callejeras —dijo
él, con cara de disgusto—. Ha sido
culpa tuya. Si no les hubieras dado dinero,
te habrían dejado en paz.
—¿Mendigos? —pregunté, confundida.
Cahil se quedó perplejo.
—¿No sabes lo que son los mendigos? —inquirió.
Al ver que yo no respondía,
me dijo—: No trabajan. Viven en la calle.
Piden dinero para comprar comida.
- 48 -
MARIA V. SNYDER DULCE MAGIA
Supongo que habrás visto alguno en Ixia —dijo
con frustración.
—No. Todo el mundo tiene trabajo en Ixia.
Las necesidades básicas las cubre el
gobierno militar del Comandante.
—¿Y cómo lo paga?
Antes de que yo pudiera responder, a Cahil
se le hundieron los hombros.
—Con el dinero de mi tío. Probablemente, ha
dejado las arcas vacías.
Yo no dije nada. En mi opinión, era mejor
ayudar a la gente con aquel dinero
que tenerlo guardado.
—Vamos —dijo Cahil, y me tendió la mano—.
Tenemos que alcanzar a los
demás.
—¿A caballo?
—No me digas que no tenéis caballos en el
norte.
—Para mí no —respondí yo, mientras ponía el
pie en el estribo que él había
dejado libre para mí. Me agarré a su brazo,
y de un empujón, me senté en la grupa
del caballo, sin saber muy bien qué hacer
con los brazos.
Cahil se volvió ligeramente.
—Entonces, ¿para quién?
—Para el Comandante, los generales y los
oficiales de alto rango.
—¿Caballería? —preguntó Cahil.
Estaba intentando obtener información. Yo
tuve que contener un suspiro de
frustración.
—No, que yo sepa.
Era la verdad, pero a mí ya había dejado de
importarme que me creyera o no.
Cahil volvió la cabeza y me observó con atención.
Noté una oleada de calor; de
repente, me sentía demasiado cerca de él.
Sus ojos azul verdoso brillaban como el
agua bajo el sol. Yo me pregunté por qué
llevaría barba en un clima tan caluroso. Me
imaginé a Cahil sin la barba. Parecería más
joven, y sería más fácil ver su piel suave y
bronceada y su nariz aguileña.
Cuando él miró de nuevo al frente, yo
sacudí la cabeza. No quería tener nada
que ver con él.
—Agárrate —me dijo. Después, chasqueó la
lengua.
El caballo comenzó a moverse. Yo me agarré
a la cintura de Cahil mientras
botaba en la silla. Me parecía que el suelo
estaba muy lejano. Luché por mantener el
equilibrio, y pronto alcanzamos a sus
hombres. Cuando los pasamos de largo, yo me
relajé, pensando que Cahil se detendría y
me permitiría bajar. Sin embargo, él
continuó, y los hombres siguieron su marcha
con paso apresurado.
Mientras recorríamos las calles de Citadel,
yo me concentré en el caballo,
intentando encontrar para mi cuerpo un
ritmo que encajara con el del animal.
De repente, me vi mirando a los ojos del
caballo. Tenía calor y estaba cansado, y
se preguntaba por qué había dos personas
sobre su espalda. Normalmente, el
Hombre Menta era el único que lo montaba.
Algunas veces, el Chico de la Paja lo
sacaba a cabalgar un rato para hacer ejercicio.
El caballo estaba deseando llegar a su
compartimiento fresco y tranquilo, y
encontrar un cubo lleno de agua.
«Pronto tendrás agua», le dije al caballo
mentalmente. «¿Cómo te llamas?».
«Topaz».
Yo me maravillé de nuestra comunicación. El
contacto con otros animales me
había proporcionado sólo, a través de sus
ojos, un atisbo de lo que pudieran ser sus
deseos. Nunca había tenido una conversación
de veras con un animal.
Comenzó a dolerme la espalda.
«¿Puedes avanzar con más suavidad?», le
pregunté.
Topaz cambió su marcha. Cahil emitió un
gruñido de sorpresa, pero yo me
sentí aliviada. Era como si me trasladara
sobre un trineo por una colina cubierta de
nieve.
Con el nuevo paso avanzábamos más deprisa,
y los hombres quedaron pronto
muy atrás. Cahil intentó aminorar el paso
de Topaz, pero el caballo estaba decidido a
conseguir su agua.
Llegamos a una torre muy alta y nos
detuvimos a la sombra.
Cahil se bajó del caballo de un salto y le
inspeccionó las patas.
—Nunca le había visto hacer algo así —dijo—.
Es un caballo de tres aires: paso,
trote y galope.
—¿Y?
—Que éste no era uno de sus aires. Algunos
caballos pueden hacer hasta cinco,
pero yo ni siquiera sé cuál era éste.
—Era suave y rápido. Me ha gustado —le dije
yo.
Cahil me miró con desconfianza. Después me
ayudó a bajar de Topaz, y yo
tomé una de las bolsas de agua de la silla,
la abrí y le di de beber. Cahil me miró con
los ojos entrecerrados, y después miró a su
caballo.
—¿Es ésta la Fortaleza del Mago? —pregunté,
para distraerlo.
—Sí. La entrada está rodeando esa esquina.
Esperaremos a mis hombres y
después entraremos.
Los demás no tardaron en llegar. Caminamos
hacia la entrada de la Fortaleza y
pasamos bajo las puertas abiertas. Dentro
había un enorme patio, y más allá, una
serie de edificios. Había otra ciudad
dentro de la ciudad. Yo no podía creer la
variedad de tamaños y colores del mármol de
las estructuras. Había estatuas de
animales en las esquinas y los tejados.
Había jardines y césped. Sentí alivio en los
ojos al posarlos sobre el verdor, después
de soportar el brillo puro y blanco de los
muros de Citadel.
Me di cuenta de que el grueso muro exterior
de la Fortaleza era rectangular, y
abarcaba la zona entera. Había una torre en
cada una de las cuatro esquinas.
Justo enfrente de la entrada, había dos
personas en los escalones que llevaban al
edificio más grande de todos. Mientras nos
acercábamos, me di cuenta de que eran
Leif y una mujer muy alta. Ella llevaba un
vestido sin mangas de color azul oscuro
que le llegaba a los tobillos. Iba
descalza, y tenía el pelo blanco y corto. La luz del sol
desaparecía en su piel, que era casi negra.
Cuando llegamos a los escalones, Cahil le
dio las riendas del caballo a Marrok.
—Llévalo a los establos y después deshaced
el equipaje. Nos veremos en las
barracas.
—Sí, señor —respondió Marrok, y se volvió
para alejarse.
—Marrok —dije yo—. Dale a Topaz copos de
avena.
Él asintió y se marchó.
Cahil me agarró por el brazo.
—¿Cómo sabes que le gustan los copos de
avena?
Yo pensé rápidamente.
—Cahil, he viajado con vosotros durante una
semana, y he ayudado a darle de
comer.
Aquello no era del todo cierto, pero a mí
no me parecía buena idea decirle a
Cahil que su caballo me lo había pedido. Y
estaba segura de que no quería saber que
su propio caballo lo llamaba el Hombre
Menta.
—Mientes. Los copos de avena son un premio
que hace en su horno el jefe de
caballerizas. Él se lo da a los caballos, y
nadie más.
Yo abrí la boca para responder, pero
alguien nos interrumpió.
—Cahil, ¿ocurre algo?
Ambos miramos a la mujer. Leif y ella
descendían hacia nosotros.
—No, no —respondió Cahil.
Ellos se detuvieron a pocos pasos de
nosotros.
—¿Es ella?
—Sí, Primera Maga —dijo Cahil.
—¿Estás seguro de su lealtad a Ixia? —preguntó
la mujer.
—Sí. Lleva un uniforme y monedas de Ixia.
—Su lealtad a Ixia tiene un sabor espeso,
como el de una sopa rancia —
intervino Leif.
La mujer se acercó a mí. Yo miré sus ojos
de color ámbar. Tenían la misma
forma que los de un gato blanco, y a medida
que su mirada se expandía y me
envolvía, mi mundo desapareció. Yo comencé
a hundirme en el suelo. Había algo
que me rodeaba los tobillos y que tiraba de
mí hacia el subsuelo. Me arrebataron la
ropa, después la piel y después los
músculos. Se disolvieron mis huesos, hasta que
no quedó nada más que mi alma.
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