¿El rey de Ixia? ¿Aquel joven idiota
afirmaba que era rey?
—El rey de Ixia está muerto —dije yo.
—Sé muy bien que tu jefe, Valek, asesinó al
rey y a toda su familia cuando el
Comandante Ambrose se hizo con el control
de Ixia. Sin embargo, cometió un error
fatal —dijo Cahil—. No contó los cuerpos, y
el sobrino del rey, de seis años, fue
llevado al sur. Yo soy el heredero del
trono de Ixia, y tengo la intención de
reclamarlo.
—Necesitarás más hombres —dije yo.
—¿Cuántos más? —me preguntó él, con mucho
interés.
—Más de doce —respondí.
Él se rió.
—No te preocupes. El ejército y el cuerpo
de asesinos del Comandante son una
amenaza para Sitia, tanto que ellos me van
a proporcionar muchos seguidores.
Además, una vez que te entregue a Citadel,
y les demuestre que eres una espía
peligrosa, no tendrán más remedio que
apoyar mi campaña contra Ambrose. Tendré
todo el ejército sitiano bajo mi mando.
Aquello no me impresionó. En vez de eso, me
recordó a un niño jugando con
soldados de juguete. Hice un cálculo mental
rápido. Cahil tenía un año más que yo:
veintiuno.
—¿Así que vas a llevarme a Citadel? —le
pregunté.
Él asintió.
—Allí, la Primera Maga extraerá la
información de tu mente.
—Está bien. Yo voy a Citadel de todos
modos. ¿Por qué te estás tomando tantas
molestias?
—Vas a ir fingiéndote estudiante. Por
desgracia, las Magas se toman muy en
serio el Código Ético, y no te interrogarán
a menos que te sorprendan haciendo algo
ilegal. Sin mi intervención, te habrían
invitado a entrar en la Fortaleza, y te habrían
enseñado todos los secretos de Sitia.
Así que iba a ser su prueba. Quería
demostrarles que había salvado a los
sitianos de la amenaza de una criminal.
—Está bien. Iré contigo a Citadel —dije, y
le ofrecí las muñecas—. Quítame
esto, y no te causaré problemas.
—¿Y quién va a impedir que huyas? —me
preguntó él, en tono de incredulidad.
—Te doy mi palabra de que no lo haré.
—Tu palabra no significa nada —dijo Leif.
Ante su primera intervención de la noche,
tuve ganas de acallarlo de un
puñetazo. Me quedé mirándolo, enviándole la
promesa de una confrontación futura.
Cahil no parecía muy convencido.
—¿Y los doce hombres que tienes
vigilándome? —le pregunté.
—No. Eres mi prisionera, y recorrerás el
camino hasta Citadel como tal —terció
Cahil. Después le hizo un gesto a los
guardias, y ellos me agarraron por los brazos.
La reunión había terminado. Me sacaron a
rastras de la tienda y me tiraron de
nuevo junto al fuego, donde Goel volvió a
vigilarme. Cahil no me había dejado
elección. Yo no estaba dispuesta a llegar a
Citadel como trofeo suyo.
Cuando el campamento se preparó para la
noche, dos hombres relevaron a
Goel. Yo fingí que dormía, y esperé que
aquel segundo turno hubiera tenido tiempo
suficiente de aburrirse.
La magia era la única arma que podía usar
en aquel momento. Lo que había
planeado podía ser una violación del Código
Ético, pero en aquel momento ya no me
importaba.
Esperaba que mis guardianas estuvieran
somnolientos, y así era; al proyectar
mi mente sobre ellos, sentí su deseo de
dormir.
Usé aquel deseo. Les di la orden mental de
dormir, y crucé los dedos. Al
principio se resistieron, y volví a
intentarlo. Pronto, los dos hombres se sentaron en el
suelo, pero permanecieron despiertos. Volví
a ordenarles que durmieran, con más
fuerza en aquella ocasión. Y por fin, se
durmieron.
Las cadenas tintinearon cuando me senté. Me
las apreté contra el pecho,
intentando calmar los latidos acelerados de
mi corazón. Miré a los hombres, que
seguían sumidos en el sueño. Había olvidado
el ruido. Cómo sólo podía usar una
mano y la boca, intentar abrir el candado
de los grilletes sería difícil y ruidoso, así
que debía revisar mi plan. Quizá pudiera
sumir a todos los hombres en un sueño
profundo del que el ruido de las cadenas no
pudiera despertarlos.
Proyecté mi conciencia y toqué las mentes
de todos ellos. Conseguí,
efectivamente, dormirlos. Cahil estaba en
un catre en su tienda. Aunque me habría
gustado revolver en su cabeza, me contenté
con dejarlo inconsciente. La protección
mágica de Leif me impedía tocarlo. Recé por
que tuviera el sueño pesado.
Manejando mi horquilla de diamantes con la
boca y una mano, conseguí abrir
las cerraduras de los grilletes que me
sujetaban las manos al quinto intento. Después
me libré con facilidad de los de los pies.
El cielo estaba empezando a iluminarse; me
quedaba poco tiempo. Entré en la tienda,
recogí mi mochila y todas mis cosas y
cuando me escapaba, tomé el arco, que
estaba junto al soldado que lo había
solicitado.
Corriendo a través del bosque, noté que
amanecía a cada paso que daba. El
hecho de utilizar la magia me había dejado
agotada y no podía continuar. Miré hacia
arriba, seleccioné una rama fuerte y lancé
mi garfio para subir a los árboles y
ocultarme.
Cuando llegué arriba, recogí la cuerda y
comencé a trepar, rama a rama, hacia
lo más alto. Me envolví en la tela verde
que le había comprado a Fern y me senté con
la espalda apoyada en el tronco del árbol y
las rodillas encogidas contra el pecho.
Miré hacia abajo y esperé a recuperar las
fuerzas.
Al rato oí mucho alboroto, y supe que en el
campamento habían descubierto mi
desaparición. Estaba más cerca de ellos de
lo que hubiera deseado, y pronto vi a los
que me buscaban, con las espadas en alto,
recorriendo el bosque. Me quedé helada.
Goel dirigía a los hombres. Se detuvo a
inspeccionar un matorral y dijo:
—Por aquí. No está lejos. La savia todavía
está fresca.
Comencé a sudar. Goel era un rastreador.
Moví la mano y me palpé el corte que
había hecho en los pantalones. No me habían
confiscado la navaja. El hecho de sentir
la madera del mango hizo que me sintiera un
poco mejor.
Él se detuvo bajo el árbol. Yo me agazapé
hacia delante en la rama y me preparé
para huir si era necesario.
Goel examinó la base del tronco. Deslizó la
mirada hacia arriba. Yo contuve el
aliento y el miedo. Me di cuenta de que
había cometido un gran error.
Goel esbozó una sonrisa de predador.
—Te encontré.
No hay comentarios:
Publicar un comentario