la delegación de Ixia, yo tenía nuevas esperanzas. Al día
siguiente estuve haciendo
prácticas para controlar mi magia, y me entrené físicamente
para enfrentarme con
Ferde.
Irys, Roze y Bain habían registrado la casa donde, según
Fisk, vivía el hombre
de las manos rojas. Las habitaciones estaban vacías, y a
tenor del desorden reinante,
los ocupantes se habían marchado a toda prisa. O alguien
había avisado a Ferde, o
había sentido la cercanía de los Maestros. De cualquier
modo, era un callejón sin
salida, lo cual hizo más importante aún mi plan con Valek.
También comencé a enseñarle técnicas de defensa propia a
Zitora. Era una
estudiante muy capaz, así que aprendió rápidamente. Cuando
le enseñé a liberar la
muñeca en caso de que alguien se la hubiera agarrado,
torciéndola de modo que
pudiera atrapar a su atacante por el brazo y rompérselo, se
le iluminaron los ojos de
alegría, y yo me reí.
—Todo el mundo piensa que eres tan dulce y buena… —le dije—.
Casi siento
lástima por la primera persona que intente aprovecharse de
eso. ¡Casi!
Seguimos trabajando un poco más, hasta que sus movimientos
se hicieron más
instintivos.
Al cabo de un rato, Zitora me preguntó, con los ojos abiertos
de par en par:
—Entonces, ¿crees que algún día seré capaz de escapar de
alguien como él?
Yo me volví. Ari y Janeo estaban entrando en la zona de
entrenamiento.
Llevaban sus arcos, y unas caras muy sonrientes. Mis
guardias se quedaron indecisos
e intranquilos, y yo les hice una señal para que no se
inquietaran.
—Sí —le dije a Zitora—. Con el entrenamiento adecuado,
podrías escapar de él.
—Veo que estás traspasando tus conocimientos, Yelena —me
dijo Janeo. Se
volvió hacia Zitora y le dijo con un susurro conspirativo—:
Ella ha tenido los mejores
profesores de todo Ixia.
—Otra regla de la defensa propia es no creer siempre todo lo
que oyes —le dijo
Ari a Zitora, que se había quedado impresionada con las
palabras de Janeo.
—¿Podemos unirnos a vosotras? —preguntó Janeo, riéndose—.
Últimamente he
aprendido algunos nuevos movimientos de defensa propia, ¡muy
desagradables!
—Ya estábamos terminando —dije yo.
Zitora se secó la cara con una toalla.
—Yo tengo que ir a arreglarme para la reunión del Consejo
—dijo. Se despidió
de nosotros y se marchó apresuradamente.
Ari, Janeo y yo nos quedamos practicando la lucha con los
arcos. En una de
nuestras luchas, yo conseguí engañar a Janeo: sabía que él
fingiría un golpe alto para
que yo alzara la guardia y él pudiera golpearme las
costillas expuestas. No mordí el
cebo, y fui yo quien le golpeó el pecho. Janeo se quedó tan
asombrado que no
reaccionó. Riéndome, yo lo empujé hacia atrás, le barrí los
pies del suelo con el arco y
me aparté para evitar las salpicaduras que él provocó al
caer sobre un charco.
Mientras se limpiaba los ojos con el dorso de la mano, Janeo
dijo:
—Vaya, Ari, y tú estabas preocupado por ella.
—Ha aprendido un truco desde que vino a Sitia —dijo Cahil.
Estaba apoyado en la valla del campo de entrenamiento, y
debía de haber
presenciado la lucha.
Ari adoptó una postura defensiva y alerta mientras Cahil se
acercaba. Iba
armado con su espada, larga y pesada, y llevaba una túnica
color arena y pantalones
de color marrón.
Después de que yo se lo hubiera presentado a mis amigos, Ari
siguió tenso.
—¿Qué truco es ése que dices que ha aprendido? —le preguntó
Janeo.
—Un truco mágico. Puede saber de antemano tus movimientos
leyéndote la
mente. Taimada, ¿eh? —dijo Cahil.
Antes de que Janeo pudiera responder, yo dije:
—No le he leído la mente. He mantenido mi mente abierta para
adivinar sus
intenciones.
—A mí me parece lo mismo —replicó Cahil—. Leif me dijo que
habías usado la
magia para ganarme aquella vez que medimos fuerzas en el
bosque. No sólo eres
taimada, sino también mentirosa.
Yo le puse una mano en el brazo a Ari para impedir que
sacudiera a Cahil.
—Cahil, a mí no me hizo falta leerte la mente. La verdad es
que no tienes tanta
destreza como Ari y Janeo. De hecho, ellos fueron los que me
enseñaron a encontrar
esa zona de concentración, o de lo contrario nunca habría
podido ganarlos.
—Sí. Y ahora, vete —le dijo Ari, con la voz cercana a un
gruñido.
—Ésta es mi casa. Vete tú —dijo Cahil, pero sin apartar la
mirada de mí.
Janeo se interpuso entre nosotros y lo retó.
—Veamos si tienes razón.
Cahil aceptó el reto. Con expresión de seguridad, Cahil
adoptó una posición de
ataque, con la espada en alto. Janeo lo desarmó con tres golpes
de su arco. El humor
de Cahil no mejoró cuando Janeo le dijo que debía usar una
espada más ligera.
—Ella te ayudó —le dijo Cahil a Janeo—. Debería haber tenido
más sentido
común y no haber confiado en un puñado de norteños
—sentenció, y se alejó con la
promesa de un enfrentamiento futuro ardiéndole en los ojos.
Yo intenté olvidar sus comentarios. Cahil no iba a estropear
el rato que estaba
pasando con mis amigos. Desafié a Janeo nuevamente y lo
ataqué con el arco, pero él
me bloqueó con facilidad y contraatacó con uno de sus golpes
rápidos como un rayo.
Los tres estuvimos trabajando un buen rato. Pese a toda mi
concentración, Ari
me derrotó dos veces.
Ari sonrió.
—Estoy intentando no proyectar mis intenciones —me dijo,
después de
lanzarme al barro.
La luz del día se desvaneció rápidamente. Cansada, cubierta
de barro y sudor, y
oliendo como si pudiera atraer a los escarabajos, suspiré
por un buen baño.
Antes de que Ari y Janeo se pusieran en camino a Citadel,
Ari me puso la mano
sobre el hombro.
—Ten mucho cuidado. No me gustó cómo te miraba Cahil.
—Siempre tengo cuidado, Ari —le dije. Después nos
despedimos, y yo conduje
mi cuerpo dolorido hacia los baños.
Iba pensando en Cahil y en lo rápidamente que había cambiado
nuestra
relación desde aquellos primeros días en los que él creía
que yo era una espía del
norte. Un círculo completo. Me llevé la mano a la pulsera y
comencé a girar la
serpiente.
Sólo cuando me di cuenta de que el campus estaba
extrañamente vacío y
silencioso me volví para mirar a mis guardias. Me costó un
momento darme cuenta
de que ya no me seguían.
Saqué mi arco y miré a mi alrededor en busca de posibles
atacantes. Sin
embargo, antes de que tuviera oportunidad de proyectar mi
mente, noté la picadura
de un insecto en el cuello y le di un golpe distraídamente.
Mis dedos encontraron un
dardo diminuto.
Le había mentido a Ari. No había tenido cuidado. Confiaba en
que mis guardias
me protegieran. Cientos de excusas para aquella distracción
desfilaron por mi mente,
pero el mundo comenzó a dar vueltas. No podía culpar a
nadie, salvo a mí misma.
Por desgracia, el reconocer mi propia estupidez no impidió
que la oscuridad se
cerrara a mi alrededor.
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