A la mañana siguiente me fui en busca del
mercado. No dejaba de mirar con
cierta cautela a la gente que pululaba por
las calles de Citadel. Parecía que todo el
mundo se dirigía a la plaza central.
Asombrada por la multitud que se arremolinaba
alrededor de los puestos, vacilé. No quería
abrirme paso a codazos entre ellos, pero
necesitaba comprar ciertas cosas. Vi a unos
trabajadores de la Fortaleza, y decidí
pedirle a alguno de ellos que me ayudara.
En aquel momento sentí que alguien me
tiraba de la manga y me volví rápidamente,
echando mano a mi arco, que llevaba
prendido de la mochila. El niño pequeño que
me había tocado se encogió. Yo me di
cuenta de que era el mendigo al que le
había dado una moneda el día que llegábamos
a Citadel.
—Lo siento —le dije—. Me has asustado.
Él se relajó.
—Bella señorita, ¿podría darme una moneda?
Al recordar lo que me había contado Cahil
sobre los mendigos, se me ocurrió
una idea.
—¿Qué te parece si me ayudas y yo te ayudo
a ti?
Su mirada se volvió cautelosa. En aquel
instante, el niño creció diez años. A mí
se me rompió el corazón y tuve ganas de
vaciar mi monedero en sus manos. Sin
embargo, le dije:
—Soy nueva en la ciudad. Quisiera comprar
papel y tinta. ¿Conoces un buen
mercader?
El niño lo entendió.
—Maribella tiene la papelería más bonita —me
dijo con los ojos brillantes—. Te
enseñaré su puesto.
—Espera. ¿Cómo te llamas?
Él titubeó, y después bajó la mirada.
—Fisk —murmuró.
Yo me puse de rodillas, lo miré a la cara y
le tendí la mano.
—Encantada, Fisk. Yo me llamo Yelena.
Él me tomó la mano con las dos. Estaba
boquiabierto. Yo supuse que tenía unos
nueve años. Fisk se recuperó sacudiendo la
cabeza. Después me condujo al puesto de
una chica joven, que estaba al borde de la
plaza. Allí compré papel para escribir, una
pluma y tinta negra, y después le dio a
Fisk una moneda sitiana a cambio de su
ayuda.
A medida que pasaba la mañana, Fisk me guió
a otros puestos en los que hice
más compras, y pronto, otros niños se
ofrecieron para ayudarme a llevar los
paquetes.
Cuando terminé de comprar, observé a mi
séquito. Eran seis niños sucios que
me miraban sonrientes, pese al calor y el
sol abrasador. Yo sospeché que uno de ellos
era el hermano pequeño de Fisk, porque
tenían los mismos ojos castaños. Los otros
dos niños podrían ser primos suyos. Las dos
niñas tenían mechones de pelo
grasiento por la cara, así que era difícil
saber si estaban emparentadas con Fisk.
Yo me di cuenta de que no me apetecía
volver a la Fortaleza.
—Yelena, ¿te apetece conocer Citadel? —me
preguntó Fisk, al darse cuenta de
mi estado de ánimo.
Yo asentí. El calor del mediodía había
dejado desierto el mercado. Yo seguí a los
niños por las calles vacías, y al poco
tiempo, escuché el sonido del agua. Al torcer
una esquina vi una fuente. Con gritos de
alegría, los niños dejaron mis paquetes en el
suelo y corrieron a la fina lluvia de agua.
Fisk se quedó a mi lado, tomándose muy en
serio su papel de guía.
—Es la Fuente de la unión —me dijo.
Era una enorme esfera de color verde
intenso, en la cual había incrustadas otras
once esferas.
—¿Es de mármol? —le pregunté a Fisk.
—Es de jade de las Montañas Esmeralda. Es
la pieza de jade más grande que
nunca se haya encontrado. Hizo falta un año
para que consiguieran traerla hasta
aquí, y como el jade es tan duro, tardaron
cinco años en tallarla. Hay once esferas
aparte de la más grande, y todas están
talladas en la misma pieza.
Era asombrosa. Me acerqué para observarla
con más detalle, y sentí la frescura
del agua en la piel.
—¿Por qué hay once? —le pregunté.
—Cada una representa a un clan. Y hay un
chorro de agua por cada clan,
también. El agua representa la vida. Y da
muy buena suerte beberla —dijo Fisk.
Después, corrió con sus amigos, que estaban
jugando en el agua, abriendo las bocas
para intentar atrapar los chorros.
Después de un momento de vacilación, me uní
a ellos. El agua estaba fresca, y
parecía que estaba llena de minerales
fuertes, como si fuera un elixir de la vida. Bebí
mucho. Me iría bien un poco de buena
suerte.
Cuando los niños terminaron de jugar, Fisk
me llevó a otra fuente. Aunque el
niño no se quejaba, yo me daba cuenta de
que el calor lo había agotado. Sin embargo,
cuando me ofrecí a llevar yo misma todos
los paquetes a la Fortaleza, los niños se
negaron, diciendo que ellos me los
llevarían, tal y como me habían prometido.
De vuelta, noté la preocupación de Topaz,
justo un momento antes de ver a
Cahil tomar la esquina. Mi séquito de niños
se hizo a un lado de la carretera a
medida que Cahil avanzaba. Detuvo a Topaz
frente a nosotros.
—Yelena, ¿dónde has estado? —me preguntó.
Yo le lancé una mirada fulminante.
—De compras. ¿Por qué?
Él no respondió a mi pregunta. Se quedó
mirando fijamente a mis
acompañantes. Los niños se encogieron
contra la pared, intentando hacerse lo más
pequeños posible.
—El mercado ha cerrado hace horas. ¿Qué has
estado haciendo?
—No es asunto tuyo.
—Sí, sí lo es. Éste es tu primer viaje a
Citadel a solas. Podrían haberte robado.
Podrías haberte perdido. Al ver que no
volvías, pensé en lo peor —añadió, y volvió a
mirar a los niños.
—Sé cuidar de mí misma —dije yo, y me
dirigí a Fisk—. Sigamos —le dije.
Fisk asintió y comenzó a caminar de nuevo.
Los demás niños y yo lo seguimos.
Cahil soltó un resoplido y desmontó. Tomó
las riendas de Topaz y se puso a
caminar a mi lado. Sin embargo, no pudo
quedarse callado.
—Tu elección de escolta te traerá problemas
—me dijo—. Cada vez que bajes a
Citadel, se pegarán a ti como parásitos y
te dejarán seca —sentenció con una
expresión de odio en el rostro.
—Deja de intentar ayudarme —respondí yo con
sarcasmo—. Limítate a hablar
de lo que sabes, Cahil. Si no tiene nada
que ver con los caballos, no necesito tu
asistencia.
Él exhaló largamente. Por el rabillo del
ojo vi cómo contenía su mal humor.
Impresionante.
—Aún estás enfadada conmigo —me dijo.
—¿Y por qué iba a estarlo?
—Por no creerte cuando me dijiste que no
eras espía.
Yo no dije nada, y él continuó:
—Por mi desconfianza. Por lo que ocurrió con
la Primera Maga. Sé que debió de
ser horrible…
—¡Horrible! —exclamé yo, y me paré en seco
en mitad de la calle—. ¿Cómo lo
sabes? ¿Te lo ha hecho a ti?
—No.
—Entonces, no tienes idea de qué estás
hablando. Imagínate estar indefenso y
desnudo. Tus pensamientos y tus
sentimientos son expuestos al más despiadado
escrutinio.
Él abrió los ojos desorbitadamente.
—Pero ella dijo que habías conseguido
resistirte. Que no había podido leerte la
mente por completo.
Yo me estremecí al pensar en que Roze
hubiera podido llegar más lejos, y
entendiendo por qué Cahil había dicho que
algunas personas sometidas a su
interrogatorio habían sufrido daños
mentales.
—Es peor que ser violado, Cahil. Lo sé. He
sufrido ambas cosas.
Él se quedó boquiabierto.
—¿Por eso…?
—¿Por eso qué? Adelante, pregunta.
—¿Por eso te quedaste en tu habitación
durante los tres primeros días?
Yo asentí.
—Irys me dijo que estabas enfurruñada, pero
no podías soportar el hecho de
que alguien te mirara.
Topaz me puso la cabeza en el hombro, y yo
froté suavemente mi mejilla contra
su cara suave. Mi ira hacia Cahil había
bloqueado los pensamientos del caballo. En
aquel momento, abrí mi mente para él.
«La Dama Lavanda está a salvo». El placer
de Topaz me llenó la mente.
«¿Manzana?».
Yo sonreí.
«Más tarde».
Cahil nos miró con una extraña expresión en
el rostro.
—Tú sólo le sonríes a los caballos.
No supe distinguir si estaba celoso o
triste.
—Lo que Roze… yo… te hice… ¿por eso
mantienes a todo el mundo a
distancia? —me preguntó Cahil.
—No por completo. Y no a todo el mundo.
—¿A quién más sonríes?
—A Irys.
Él asintió, como si ya esperara aquella
respuesta.
—¿A alguien más?
Yo rocé con los dedos el bulto que formaba
en mi pecho la mariposa que
colgaba bajo mi camisa. Valek obtendría de
mí más que una sonrisa. Pero le dije:
—A mis amigos del norte.
—¿A los que te enseñaron a luchar?
—Sí.
—¿Y a la persona que te dio el colgante?
Yo aparté la mano de un tirón.
—¿Cómo sabes lo de mi colgante? —le pregunté.
—Se cayó cuando estabas inconsciente.
Yo fruncí el ceño al recordar que Cahil me
había llevado a mi habitación
después del interrogatorio de Roze.
—Supongo que no debería haberte recordado
eso —dijo él—. Pero tenía razón
en que fue un regalo, ¿verdad?
—No es asunto tuyo. Cahil, te estás
comportando como si fuéramos amigos. Y
no lo somos.
Los niños nos esperaron en un cruce. Yo
seguí caminando hacia ellos.
Cahil me alcanzó. Anduvimos en silencio.
Cuando llegamos a la Fortaleza, los
niños me entregaron los paquetes, y yo les
di dos monedas a cada uno.
Le sonreí a Fisk, y miré a Cahil, un poco
azorada por mis sonrisas.
—Os veré el siguiente día de mercado —le
dije a Fisk—. Y diles a tus amigos
que tendrán una moneda más si aparecen
limpios.
Él se despidió agitando la mano. Yo observé
cómo el grupo de niños se alejaba.
Probablemente, conocían todos los
callejones y caminos secretos de Citadel. Aquel
conocimiento podía ser muy útil. Le pediría
a Fisk que me lo enseñara.
—¿Y ahora, qué? —le pregunté a Cahil.
Él suspiró.
—¿Por qué siempre tienes que hacer las
cosas tan difíciles?
—Tú empezaste todo esto, ¿no te acuerdas?
No yo.
Él sacudió la cabeza.
—¿Por qué no empezamos de nuevo? Hemos
estado el uno en contra del otro
desde el principio. ¿Qué puedo hacer para
recibir una de tus raras sonrisas?
—¿Y por qué quieres una? Si estás esperando
hacerte amigo mío para obtener
todos los secretos militares de Ixia, no te
molestes.
—No. No es eso lo que quiero. Quiero que
las cosas sean distintas entre
nosotros.
—¿Cómo?
—Mejores. Menos hostilidad. Más amistad.
Conversaciones, en vez de
discusiones.
—¿Después de lo que me has hecho pasar?
—Lo siento, Yelena —dijo él—. Siento no
haberte creído cuando dijiste que no
eras espía. Siento haberle pedido a la
Primera Maga que… violara tu mente.
Yo volví la cara.
—Esa disculpa va con semanas de retraso,
Cahil. ¿Por qué te molestas ahora?
Él suspiró.
—Se está preparando la fiesta de los Nuevos
Comienzos.
Yo lo miré con curiosidad.
—Es una fiesta en la que se celebra la
llegada de la estación fría y el comienzo
del nuevo año escolar. Es una oportunidad
para que la gente se conozca y empiece
de nuevo —dijo Cahil, mirándome fijamente
con sus ojos azules—. En todos estos
años, no he querido llevar a nadie conmigo.
Nunca había querido tener a nadie a mi
lado. Sin embargo, cuando oí a los
cocineros hablar sobre el menú esta mañana, tu
imagen me llenó la mente. ¿Vendrás conmigo,
Yelena?
Las palabras de Cahil me dejaron anonadada.
Me detuve en seco.
Su expresión se entristeció ante mi
reacción.
—Supongo que eso es un no. De todos modos,
seguro que esa noche nos
habríamos peleado, también —dijo, y comenzó
a alejarse.
—Cahil, espera —le pedí yo, siguiéndolo—.
Me has sorprendido mucho.
Yo había creído que lo único que Cahil
quería de mí era información sobre Ixia.
Aquella invitación podía ser un truco, pero
por primera vez, yo percibí una mirada
suave en sus ojos. Le puse la mano sobre el
brazo. Él se paró.
—¿Va todo el mundo a esa fiesta de los
Nuevos Comienzos? —le pregunté.
—Sí. Es una buena forma de que los
estudiantes conozcan a sus profesores, y
una oportunidad de que la gente se
reencuentre. Yo voy a ir porque seré profesor de
equitación para varios cursos.
—Entonces, ¿yo no soy tu primera
estudiante?
—No, pero has sido la más cabezota —respondió
él con una tímida sonrisa.
Yo le devolví la sonrisa, y a Cahil se le
iluminó el rostro.
—Está bien, Cahil, sigamos el espíritu de
los Nuevos Comienzos y empecemos
de nuevo. Estoy dispuesta a acompañarte a
la fiesta como primer paso en nuestra
amistad.
—¿Amistad?
—Eso es todo lo que puedo ofrecerte.
—¿Por la persona que te dio el colgante de
la mariposa?
—Sí.
—¿Y tú qué le diste a cambio?
Yo quise decirle que aquello no era asunto
suyo, pero controlé mi
temperamento. Si íbamos a ser amigos, Cahil
tenía que saber la verdad.
—Mi corazón —dije.
Podría haber añadido que le di mi cuerpo,
mi confianza y mi alma.
Él me miró durante unos instantes.
—Supongo que tendré que conformarme con la
amistad —dijo, sonriendo—.
¿Significa que ya no serás difícil?
—No cuentes con ello.
Cahil se rió y me ayudó a llevar los
paquetes de las compras a mi habitación. Yo
pasé el resto de la noche leyendo los
capítulos que Bain me había indicado,
deteniéndome de vez en cuando para pensar
en el nuevo papel de amigo que Cahil
tenía en mi vida.
Disfruté mucho de mis fascinantes mañanas
con Bain Bloodgood. En sus clases,
me di cuenta con consternación de que me
faltaba mucho por estudiar para aprender
la historia de Sitia, su mitología y sus
leyendas.
Bain también me explicó la estructura de la
escuela.
—Cada estudiante tiene a un mago como
mentor.
El mentor supervisa el aprendizaje de los
estudiantes. Enseña, guía y organiza
clases con otros magos que tienen más
conocimientos en otras materias.
—¿Cuántos estudiantes hay en cada clase? —le
pregunté.
—Nosotros formamos una clase —me dijo él—.
En realidad, puede haber hasta
cuatro, pero no más. En esta escuela no
verás filas y filas de estudiantes escuchando a
un profesor. Usamos la didáctica práctica,
y los grupos de aprendizaje son pequeños.
—¿Cuántos estudiantes puede tener cada
mentor?
—No más de cuatro, aquellos que tienen
experiencia. Sólo uno para los magos
nuevos.
—¿Y a cuántos enseñan los Magos Maestros? —pregunté
yo. Estaba temiendo el
día en que tuviera que compartir a Irys.
—Ah… —dijo él. Por una vez, parecía que
Bain se había quedado sin palabras
—. Los Maestros no son mentores de los
estudiantes. A todos nos necesitan en las
reuniones del Consejo. Ayudamos a Sitia.
Recluíamos a los futuros estudiantes. Pero
de vez en cuando, aparece un estudiante que
llama nuestra atención.
Me miró fijamente, como si estuviera
decidiendo si debía contármelo.
—Yo me he cansado de las reuniones del Consejo,
así que he trasladado mis
energías a la enseñanza. Este año tengo dos
estudiantes. Roze sólo ha elegido a uno
desde que se convirtió en Primera Maga.
Zitora no tiene ninguno, porque aún se está
adaptando. Ella se convirtió el Maestra el
año pasado.
—¿Irys?
—Tú eres la primera.
—¿Sólo yo? —pregunté, asombrada. Él
asintió.
—Dijiste que Roze sólo había elegido a uno.
¿A quién?
—A tu hermano Leif.
La Fortaleza comenzó a prepararse para la
invasión de estudiantes que volvían
de sus vacaciones. A medida que la semana
avanzaba, la actividad se hizo frenética:
los sirvientes aireaban y limpiaban las
habitaciones y los dormitorios. La cocina
bullía con los preparativos de la fiesta.
Incluso las calles de Citadel estaban
rebosantes de vida. Por las noches, la risa
y la música flotaban en el aire, cada vez
más fresco.
Mientras yo esperaba a que Irys volviera de
recoger a la hermana de Tula,
pasaba las mañanas con Bain, las tardes
estudiando y, a última hora, iba a la clase de
equitación con Cahil y Kiki.
Todas las noches me sentaba junto a Tula,
conectaba mi mente con la suya y le
daba mi apoyo. Su mente continuaba vacía,
pero su cuerpo maltratado se iba
curando.
—¿Tienes poderes sanadores? —me preguntó
una noche Hayes—. Su progreso
físico ha sido asombroso. Parece el trabajo
de dos sanadores.
Yo pensé en su pregunta.
—No lo sé. Nunca lo he intentado.
—Quizá hayas estado ayudándola a sanar sin
darte cuenta. ¿Te gustaría
averiguarlo?
—No quiero hacerle daño —dije yo,
recordando mis intentos fallidos de mover
una silla durante una de mis clases con
Irys.
—No dejaré que ocurra eso —me respondió
Hayes con una sonrisa, mientras
tomaba la mano izquierda de Tula.
Ya no tenía los dedos de la mano derecha
entablillados, pero los dedos de su
mano izquierda estaban aún hinchados y
amoratados.
—Sólo tengo energía para arreglar unos
pocos huesos al día. Normalmente,
dejamos que el cuerpo se cure por sí mismo,
pero con las heridas graves, aceleramos
el proceso.
—¿Cómo?
—Yo llamo al poder, y lo concentro en la
herida. La piel y los músculos
desaparecen ante mis ojos, dejando sólo los
huesos. Yo uso el poder para hacer que el
hueso se suelde. Funciona igual con las
demás heridas. Mis ojos sólo ven la herida. Es
maravilloso.
Hayes tenía una mirada de decisión, que
vaciló un poco al fijarse en Tula.
—Por desgracia, algunas heridas no tienen
cura, y la mente es tan compleja que
cualquier daño que reciba es casi siempre
permanente. Tenemos muy pocos
sanadores mentales. La Cuarta Maga es la
más poderosa en ese sentido, pero ni
siquiera ella puede hacer demasiado.
Mientras Hayes se concentraba en Tula, yo
sentí que el aire se concentraba y
latía a mi alrededor. Respirar se convirtió
en una acción difícil. Entonces, Hayes cerró
los ojos. Sin pensar, yo vinculé mi mente
con la suya. A través de él vi la mano de
Tula. Su piel se hizo traslúcida y dejó ver
los músculos, fibrosos y rosas, que estaban
prendidos a los huesos. Vi hilos de poder,
delgados como hilos de araña, enroscarse
en las manos de Hayes. El envolvió con
aquellos hilos la rotura del hueso de Tula.
Bajo mis ojos, la grieta desapareció.
Después, los músculos también se curaron.
Yo rompí la conexión mental con Hayes y
observé a Tula. Los moretones se
habían borrado de su dedo índice de la mano
izquierda, y lo tenía recto y sano. El
aire se hizo más ligero, y el poder se
desvaneció. Hayes tenía la frente cubierta de
sudor, y estaba jadeando por el esfuerzo
que acababa de hacer.
—Ahora inténtalo tú —dijo.
Yo me acerqué a Tula y tomé su mano de
entre las de Hayes. Sostuve su dedo
corazón y lo froté suavemente con mi dedo
gordo, mientras llamaba al poder. Dejé a
la vista el hueso. Hayes jadeó bruscamente.
Yo me detuve.
—Continúa —me indicó.
Mis hilos de poder eran gruesos como
cuerdas. Cuando los apliqué al hueso, se
enroscaron en él como una soga. Yo tiré
hacia atrás, temiendo que iba a partir el
hueso en dos.
Posé la mano de Tula sobre la cama y miré a
Hayes.
—Lo siento. Aún no tengo todo el control de
mi magia.
Él miró la mano de Tula.
—Mira.
Los dos dedos que habíamos tratado estaban
curados.
—¿Cómo te sientes? —me preguntó Hayes.
Normalmente, usar la magia me dejaba
agotada, pero en realidad, no había
usado nada en aquel momento. ¿O sí?
—Más o menos igual.
—Tres curaciones y yo necesito irme a
dormir —dijo Hayes, sacudiendo la
cabeza—. Tú acabas de sanar un hueso sin
esfuerzo. Quizá la fortuna esté con
nosotros —añadió, en un tono al mismo
tiempo de miedo y de reverencia—. Cuando
tengas el control completo, quizá puedas
revivir a los muertos. Capítulo 13
A la mañana siguiente me fui en busca del
mercado. No dejaba de mirar con
cierta cautela a la gente que pululaba por
las calles de Citadel. Parecía que todo el
mundo se dirigía a la plaza central.
Asombrada por la multitud que se arremolinaba
alrededor de los puestos, vacilé. No quería
abrirme paso a codazos entre ellos, pero
necesitaba comprar ciertas cosas. Vi a unos
trabajadores de la Fortaleza, y decidí
pedirle a alguno de ellos que me ayudara.
En aquel momento sentí que alguien me
tiraba de la manga y me volví rápidamente,
echando mano a mi arco, que llevaba
prendido de la mochila. El niño pequeño que
me había tocado se encogió. Yo me di
cuenta de que era el mendigo al que le
había dado una moneda el día que llegábamos
a Citadel.
—Lo siento —le dije—. Me has asustado.
Él se relajó.
—Bella señorita, ¿podría darme una moneda?
Al recordar lo que me había contado Cahil
sobre los mendigos, se me ocurrió
una idea.
—¿Qué te parece si me ayudas y yo te ayudo
a ti?
Su mirada se volvió cautelosa. En aquel
instante, el niño creció diez años. A mí
se me rompió el corazón y tuve ganas de
vaciar mi monedero en sus manos. Sin
embargo, le dije:
—Soy nueva en la ciudad. Quisiera comprar
papel y tinta. ¿Conoces un buen
mercader?
El niño lo entendió.
—Maribella tiene la papelería más bonita —me
dijo con los ojos brillantes—. Te
enseñaré su puesto.
—Espera. ¿Cómo te llamas?
Él titubeó, y después bajó la mirada.
—Fisk —murmuró.
Yo me puse de rodillas, lo miré a la cara y
le tendí la mano.
—Encantada, Fisk. Yo me llamo Yelena.
Él me tomó la mano con las dos. Estaba
boquiabierto. Yo supuse que tenía unos
nueve años. Fisk se recuperó sacudiendo la
cabeza. Después me condujo al puesto de
una chica joven, que estaba al borde de la
plaza. Allí compré papel para escribir, una
pluma y tinta negra, y después le dio a
Fisk una moneda sitiana a cambio de su
ayuda.
A medida que pasaba la mañana, Fisk me guió
a otros puestos en los que hice
más compras, y pronto, otros niños se
ofrecieron para ayudarme a llevar los
paquetes.
Cuando terminé de comprar, observé a mi
séquito. Eran seis niños sucios que
me miraban sonrientes, pese al calor y el
sol abrasador. Yo sospeché que uno de ellos
era el hermano pequeño de Fisk, porque
tenían los mismos ojos castaños. Los otros
dos niños podrían ser primos suyos. Las dos
niñas tenían mechones de pelo
grasiento por la cara, así que era difícil
saber si estaban emparentadas con Fisk.
Yo me di cuenta de que no me apetecía
volver a la Fortaleza.
—Yelena, ¿te apetece conocer Citadel? —me
preguntó Fisk, al darse cuenta de
mi estado de ánimo.
Yo asentí. El calor del mediodía había
dejado desierto el mercado. Yo seguí a los
niños por las calles vacías, y al poco
tiempo, escuché el sonido del agua. Al torcer
una esquina vi una fuente. Con gritos de
alegría, los niños dejaron mis paquetes en el
suelo y corrieron a la fina lluvia de agua.
Fisk se quedó a mi lado, tomándose muy en
serio su papel de guía.
—Es la Fuente de la unión —me dijo.
Era una enorme esfera de color verde
intenso, en la cual había incrustadas otras
once esferas.
—¿Es de mármol? —le pregunté a Fisk.
—Es de jade de las Montañas Esmeralda. Es
la pieza de jade más grande que
nunca se haya encontrado. Hizo falta un año
para que consiguieran traerla hasta
aquí, y como el jade es tan duro, tardaron
cinco años en tallarla. Hay once esferas
aparte de la más grande, y todas están
talladas en la misma pieza.
Era asombrosa. Me acerqué para observarla
con más detalle, y sentí la frescura
del agua en la piel.
—¿Por qué hay once? —le pregunté.
—Cada una representa a un clan. Y hay un
chorro de agua por cada clan,
también. El agua representa la vida. Y da
muy buena suerte beberla —dijo Fisk.
Después, corrió con sus amigos, que estaban
jugando en el agua, abriendo las bocas
para intentar atrapar los chorros.
Después de un momento de vacilación, me uní
a ellos. El agua estaba fresca, y
parecía que estaba llena de minerales
fuertes, como si fuera un elixir de la vida. Bebí
mucho. Me iría bien un poco de buena
suerte.
Cuando los niños terminaron de jugar, Fisk
me llevó a otra fuente. Aunque el
niño no se quejaba, yo me daba cuenta de
que el calor lo había agotado. Sin embargo,
cuando me ofrecí a llevar yo misma todos
los paquetes a la Fortaleza, los niños se
negaron, diciendo que ellos me los
llevarían, tal y como me habían prometido.
De vuelta, noté la preocupación de Topaz,
justo un momento antes de ver a
Cahil tomar la esquina. Mi séquito de niños
se hizo a un lado de la carretera a
medida que Cahil avanzaba. Detuvo a Topaz
frente a nosotros.
—Yelena, ¿dónde has estado? —me preguntó.
Yo le lancé una mirada fulminante.
—De compras. ¿Por qué?
Él no respondió a mi pregunta. Se quedó
mirando fijamente a mis
acompañantes. Los niños se encogieron
contra la pared, intentando hacerse lo más
pequeños posible.
—El mercado ha cerrado hace horas. ¿Qué has
estado haciendo?
—No es asunto tuyo.
—Sí, sí lo es. Éste es tu primer viaje a
Citadel a solas. Podrían haberte robado.
Podrías haberte perdido. Al ver que no
volvías, pensé en lo peor —añadió, y volvió a
mirar a los niños.
—Sé cuidar de mí misma —dije yo, y me
dirigí a Fisk—. Sigamos —le dije.
Fisk asintió y comenzó a caminar de nuevo.
Los demás niños y yo lo seguimos.
Cahil soltó un resoplido y desmontó. Tomó
las riendas de Topaz y se puso a
caminar a mi lado. Sin embargo, no pudo
quedarse callado.
—Tu elección de escolta te traerá problemas
—me dijo—. Cada vez que bajes a
Citadel, se pegarán a ti como parásitos y
te dejarán seca —sentenció con una
expresión de odio en el rostro.
—Deja de intentar ayudarme —respondí yo con
sarcasmo—. Limítate a hablar
de lo que sabes, Cahil. Si no tiene nada
que ver con los caballos, no necesito tu
asistencia.
Él exhaló largamente. Por el rabillo del
ojo vi cómo contenía su mal humor.
Impresionante.
—Aún estás enfadada conmigo —me dijo.
—¿Y por qué iba a estarlo?
—Por no creerte cuando me dijiste que no
eras espía.
Yo no dije nada, y él continuó:
—Por mi desconfianza. Por lo que ocurrió con
la Primera Maga. Sé que debió de
ser horrible…
—¡Horrible! —exclamé yo, y me paré en seco
en mitad de la calle—. ¿Cómo lo
sabes? ¿Te lo ha hecho a ti?
—No.
—Entonces, no tienes idea de qué estás
hablando. Imagínate estar indefenso y
desnudo. Tus pensamientos y tus
sentimientos son expuestos al más despiadado
escrutinio.
Él abrió los ojos desorbitadamente.
—Pero ella dijo que habías conseguido
resistirte. Que no había podido leerte la
mente por completo.
Yo me estremecí al pensar en que Roze
hubiera podido llegar más lejos, y
entendiendo por qué Cahil había dicho que
algunas personas sometidas a su
interrogatorio habían sufrido daños
mentales.
—Es peor que ser violado, Cahil. Lo sé. He
sufrido ambas cosas.
Él se quedó boquiabierto.
—¿Por eso…?
—¿Por eso qué? Adelante, pregunta.
—¿Por eso te quedaste en tu habitación
durante los tres primeros días?
Yo asentí.
—Irys me dijo que estabas enfurruñada, pero
no podías soportar el hecho de
que alguien te mirara.
Topaz me puso la cabeza en el hombro, y yo
froté suavemente mi mejilla contra
su cara suave. Mi ira hacia Cahil había
bloqueado los pensamientos del caballo. En
aquel momento, abrí mi mente para él.
«La Dama Lavanda está a salvo». El placer
de Topaz me llenó la mente.
«¿Manzana?».
Yo sonreí.
«Más tarde».
Cahil nos miró con una extraña expresión en
el rostro.
—Tú sólo le sonríes a los caballos.
No supe distinguir si estaba celoso o
triste.
—Lo que Roze… yo… te hice… ¿por eso
mantienes a todo el mundo a
distancia? —me preguntó Cahil.
—No por completo. Y no a todo el mundo.
—¿A quién más sonríes?
—A Irys.
Él asintió, como si ya esperara aquella
respuesta.
—¿A alguien más?
Yo rocé con los dedos el bulto que formaba
en mi pecho la mariposa que
colgaba bajo mi camisa. Valek obtendría de
mí más que una sonrisa. Pero le dije:
—A mis amigos del norte.
—¿A los que te enseñaron a luchar?
—Sí.
—¿Y a la persona que te dio el colgante?
Yo aparté la mano de un tirón.
—¿Cómo sabes lo de mi colgante? —le pregunté.
—Se cayó cuando estabas inconsciente.
Yo fruncí el ceño al recordar que Cahil me
había llevado a mi habitación
después del interrogatorio de Roze.
—Supongo que no debería haberte recordado
eso —dijo él—. Pero tenía razón
en que fue un regalo, ¿verdad?
—No es asunto tuyo. Cahil, te estás
comportando como si fuéramos amigos. Y
no lo somos.
Los niños nos esperaron en un cruce. Yo
seguí caminando hacia ellos.
Cahil me alcanzó. Anduvimos en silencio.
Cuando llegamos a la Fortaleza, los
niños me entregaron los paquetes, y yo les
di dos monedas a cada uno.
Le sonreí a Fisk, y miré a Cahil, un poco
azorada por mis sonrisas.
—Os veré el siguiente día de mercado —le
dije a Fisk—. Y diles a tus amigos
que tendrán una moneda más si aparecen
limpios.
Él se despidió agitando la mano. Yo observé
cómo el grupo de niños se alejaba.
Probablemente, conocían todos los
callejones y caminos secretos de Citadel. Aquel
conocimiento podía ser muy útil. Le pediría
a Fisk que me lo enseñara.
—¿Y ahora, qué? —le pregunté a Cahil.
Él suspiró.
—¿Por qué siempre tienes que hacer las
cosas tan difíciles?
—Tú empezaste todo esto, ¿no te acuerdas?
No yo.
Él sacudió la cabeza.
—¿Por qué no empezamos de nuevo? Hemos
estado el uno en contra del otro
desde el principio. ¿Qué puedo hacer para
recibir una de tus raras sonrisas?
—¿Y por qué quieres una? Si estás esperando
hacerte amigo mío para obtener
todos los secretos militares de Ixia, no te
molestes.
—No. No es eso lo que quiero. Quiero que
las cosas sean distintas entre
nosotros.
—¿Cómo?
—Mejores. Menos hostilidad. Más amistad.
Conversaciones, en vez de
discusiones.
—¿Después de lo que me has hecho pasar?
—Lo siento, Yelena —dijo él—. Siento no
haberte creído cuando dijiste que no
eras espía. Siento haberle pedido a la
Primera Maga que… violara tu mente.
Yo volví la cara.
—Esa disculpa va con semanas de retraso,
Cahil. ¿Por qué te molestas ahora?
Él suspiró.
—Se está preparando la fiesta de los Nuevos
Comienzos.
Yo lo miré con curiosidad.
—Es una fiesta en la que se celebra la
llegada de la estación fría y el comienzo
del nuevo año escolar. Es una oportunidad
para que la gente se conozca y empiece
de nuevo —dijo Cahil, mirándome fijamente
con sus ojos azules—. En todos estos
años, no he querido llevar a nadie conmigo.
Nunca había querido tener a nadie a mi
lado. Sin embargo, cuando oí a los
cocineros hablar sobre el menú esta mañana, tu
imagen me llenó la mente. ¿Vendrás conmigo,
Yelena?
Las palabras de Cahil me dejaron anonadada.
Me detuve en seco.
Su expresión se entristeció ante mi
reacción.
—Supongo que eso es un no. De todos modos,
seguro que esa noche nos
habríamos peleado, también —dijo, y comenzó
a alejarse.
—Cahil, espera —le pedí yo, siguiéndolo—.
Me has sorprendido mucho.
Yo había creído que lo único que Cahil
quería de mí era información sobre Ixia.
Aquella invitación podía ser un truco, pero
por primera vez, yo percibí una mirada
suave en sus ojos. Le puse la mano sobre el
brazo. Él se paró.
—¿Va todo el mundo a esa fiesta de los
Nuevos Comienzos? —le pregunté.
—Sí. Es una buena forma de que los
estudiantes conozcan a sus profesores, y
una oportunidad de que la gente se
reencuentre. Yo voy a ir porque seré profesor de
equitación para varios cursos.
—Entonces, ¿yo no soy tu primera
estudiante?
—No, pero has sido la más cabezota —respondió
él con una tímida sonrisa.
Yo le devolví la sonrisa, y a Cahil se le
iluminó el rostro.
—Está bien, Cahil, sigamos el espíritu de
los Nuevos Comienzos y empecemos
de nuevo. Estoy dispuesta a acompañarte a
la fiesta como primer paso en nuestra
amistad.
—¿Amistad?
—Eso es todo lo que puedo ofrecerte.
—¿Por la persona que te dio el colgante de
la mariposa?
—Sí.
—¿Y tú qué le diste a cambio?
Yo quise decirle que aquello no era asunto
suyo, pero controlé mi
temperamento. Si íbamos a ser amigos, Cahil
tenía que saber la verdad.
—Mi corazón —dije.
Podría haber añadido que le di mi cuerpo,
mi confianza y mi alma.
Él me miró durante unos instantes.
—Supongo que tendré que conformarme con la
amistad —dijo, sonriendo—.
¿Significa que ya no serás difícil?
—No cuentes con ello.
Cahil se rió y me ayudó a llevar los
paquetes de las compras a mi habitación. Yo
pasé el resto de la noche leyendo los
capítulos que Bain me había indicado,
deteniéndome de vez en cuando para pensar
en el nuevo papel de amigo que Cahil
tenía en mi vida.
Disfruté mucho de mis fascinantes mañanas
con Bain Bloodgood. En sus clases,
me di cuenta con consternación de que me
faltaba mucho por estudiar para aprender
la historia de Sitia, su mitología y sus
leyendas.
Bain también me explicó la estructura de la
escuela.
—Cada estudiante tiene a un mago como
mentor.
El mentor supervisa el aprendizaje de los
estudiantes. Enseña, guía y organiza
clases con otros magos que tienen más
conocimientos en otras materias.
—¿Cuántos estudiantes hay en cada clase? —le
pregunté.
—Nosotros formamos una clase —me dijo él—.
En realidad, puede haber hasta
cuatro, pero no más. En esta escuela no
verás filas y filas de estudiantes escuchando a
un profesor. Usamos la didáctica práctica,
y los grupos de aprendizaje son pequeños.
—¿Cuántos estudiantes puede tener cada
mentor?
—No más de cuatro, aquellos que tienen
experiencia. Sólo uno para los magos
nuevos.
—¿Y a cuántos enseñan los Magos Maestros? —pregunté
yo. Estaba temiendo el
día en que tuviera que compartir a Irys.
—Ah… —dijo él. Por una vez, parecía que
Bain se había quedado sin palabras
—. Los Maestros no son mentores de los
estudiantes. A todos nos necesitan en las
reuniones del Consejo. Ayudamos a Sitia.
Recluíamos a los futuros estudiantes. Pero
de vez en cuando, aparece un estudiante que
llama nuestra atención.
Me miró fijamente, como si estuviera
decidiendo si debía contármelo.
—Yo me he cansado de las reuniones del Consejo,
así que he trasladado mis
energías a la enseñanza. Este año tengo dos
estudiantes. Roze sólo ha elegido a uno
desde que se convirtió en Primera Maga.
Zitora no tiene ninguno, porque aún se está
adaptando. Ella se convirtió el Maestra el
año pasado.
—¿Irys?
—Tú eres la primera.
—¿Sólo yo? —pregunté, asombrada. Él
asintió.
—Dijiste que Roze sólo había elegido a uno.
¿A quién?
—A tu hermano Leif.
La Fortaleza comenzó a prepararse para la
invasión de estudiantes que volvían
de sus vacaciones. A medida que la semana
avanzaba, la actividad se hizo frenética:
los sirvientes aireaban y limpiaban las
habitaciones y los dormitorios. La cocina
bullía con los preparativos de la fiesta.
Incluso las calles de Citadel estaban
rebosantes de vida. Por las noches, la risa
y la música flotaban en el aire, cada vez
más fresco.
Mientras yo esperaba a que Irys volviera de
recoger a la hermana de Tula,
pasaba las mañanas con Bain, las tardes
estudiando y, a última hora, iba a la clase de
equitación con Cahil y Kiki.
Todas las noches me sentaba junto a Tula,
conectaba mi mente con la suya y le
daba mi apoyo. Su mente continuaba vacía,
pero su cuerpo maltratado se iba
curando.
—¿Tienes poderes sanadores? —me preguntó
una noche Hayes—. Su progreso
físico ha sido asombroso. Parece el trabajo
de dos sanadores.
Yo pensé en su pregunta.
—No lo sé. Nunca lo he intentado.
—Quizá hayas estado ayudándola a sanar sin
darte cuenta. ¿Te gustaría
averiguarlo?
—No quiero hacerle daño —dije yo,
recordando mis intentos fallidos de mover
una silla durante una de mis clases con
Irys.
—No dejaré que ocurra eso —me respondió
Hayes con una sonrisa, mientras
tomaba la mano izquierda de Tula.
Ya no tenía los dedos de la mano derecha
entablillados, pero los dedos de su
mano izquierda estaban aún hinchados y
amoratados.
—Sólo tengo energía para arreglar unos
pocos huesos al día. Normalmente,
dejamos que el cuerpo se cure por sí mismo,
pero con las heridas graves, aceleramos
el proceso.
—¿Cómo?
—Yo llamo al poder, y lo concentro en la
herida. La piel y los músculos
desaparecen ante mis ojos, dejando sólo los
huesos. Yo uso el poder para hacer que el
hueso se suelde. Funciona igual con las
demás heridas. Mis ojos sólo ven la herida. Es
maravilloso.
Hayes tenía una mirada de decisión, que
vaciló un poco al fijarse en Tula.
—Por desgracia, algunas heridas no tienen
cura, y la mente es tan compleja que
cualquier daño que reciba es casi siempre
permanente. Tenemos muy pocos
sanadores mentales. La Cuarta Maga es la
más poderosa en ese sentido, pero ni
siquiera ella puede hacer demasiado.
Mientras Hayes se concentraba en Tula, yo
sentí que el aire se concentraba y
latía a mi alrededor. Respirar se convirtió
en una acción difícil. Entonces, Hayes cerró
los ojos. Sin pensar, yo vinculé mi mente
con la suya. A través de él vi la mano de
Tula. Su piel se hizo traslúcida y dejó ver
los músculos, fibrosos y rosas, que estaban
prendidos a los huesos. Vi hilos de poder,
delgados como hilos de araña, enroscarse
en las manos de Hayes. El envolvió con
aquellos hilos la rotura del hueso de Tula.
Bajo mis ojos, la grieta desapareció.
Después, los músculos también se curaron.
Yo rompí la conexión mental con Hayes y
observé a Tula. Los moretones se
habían borrado de su dedo índice de la mano
izquierda, y lo tenía recto y sano. El
aire se hizo más ligero, y el poder se
desvaneció. Hayes tenía la frente cubierta de
sudor, y estaba jadeando por el esfuerzo
que acababa de hacer.
—Ahora inténtalo tú —dijo.
Yo me acerqué a Tula y tomé su mano de
entre las de Hayes. Sostuve su dedo
corazón y lo froté suavemente con mi dedo
gordo, mientras llamaba al poder. Dejé a
la vista el hueso. Hayes jadeó bruscamente.
Yo me detuve.
—Continúa —me indicó.
Mis hilos de poder eran gruesos como
cuerdas. Cuando los apliqué al hueso, se
enroscaron en él como una soga. Yo tiré
hacia atrás, temiendo que iba a partir el
hueso en dos.
Posé la mano de Tula sobre la cama y miré a
Hayes.
—Lo siento. Aún no tengo todo el control de
mi magia.
Él miró la mano de Tula.
—Mira.
Los dos dedos que habíamos tratado estaban
curados.
—¿Cómo te sientes? —me preguntó Hayes.
Normalmente, usar la magia me dejaba
agotada, pero en realidad, no había
usado nada en aquel momento. ¿O sí?
—Más o menos igual.
—Tres curaciones y yo necesito irme a
dormir —dijo Hayes, sacudiendo la
cabeza—. Tú acabas de sanar un hueso sin
esfuerzo. Quizá la fortuna esté con
nosotros —añadió, en un tono al mismo
tiempo de miedo y de reverencia—. Cuando
tengas el control completo, quizá puedas
revivir a los muertos.
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